Mientras dure la fiesta
La llegada de Arthur Borne fue discreta en un primer momento. Comenzó a ganar popularidad el día de la fiesta. El forastero, mil veces millonario, había convocado al pueblo en los jardines de su reciente mansión. Aquel edificio fue construido en tiempo récord. Durante semanas, cientos de albañiles, tres excavadoras y una grúa habían levantado aquel edificio. Para Arhur Borne, aquel esfuerzo económico era necesario. Debía complacer los caprichos de Lawrence.
Durante la fiesta, presentó a su amigo en sociedad. El minúsculo personaje saludaba a todos con ojos llenos de rencor. En casi todos los aspectos, Lawrence era la antítesis de Arthur Borne. Si el joven millonario tenía una piel blanca como la mañana, su compañero era tostado como el atardecer. El pelo rubio, ondulado y largo de Arthur encontraba su opuesto en Laurence; moreno, lacio y peinado con la raya a la izquierda. El tamaño era otra oposición remarcable. Lawrence apenas alcanzaba el metro cuarenta de estatura y tenía sobrepeso. Coincidían en la vestimenta, como si fueran gemelos. Aquello era el único punto en común que compartían. En el carácter también se mostraba opuesto al millonario. Mientras el pudiente propietario era afable, hablador y abierto con todo el mundo, Laurence mostraba una expresión osca y distante.
No todos acudieron a la celebración. Randall se había negado a abandonar su pequeña hospedería. El negocio suponía una buena excusa para el cincuentón. Arthur Borne y su amigo se habían alojado en el hostal antes de decidir quedarse. Randall había tenido la oportunidad de escuchar a la pareja en privado. Durante varias noches seguidas, sonidos extraños rebasaban las paredes de la habitación. El cincuentón sabía que se trataba de voces, nada inteligible. Randall reconoció la voz de Arthur. La que respondía debía ser la de Lawrence. Era incómoda de escuchar. Aguda y rasgada al mismo tiempo. Tan molesta que se negaba a prestar atención. El rechazo surgió en Randall al final de la primera semana. Su mentalidad conservadora de Minnesota lo condujo a conclusiones nada cómodas para su moral. Decidió distanciarse de aquellos excéntricos millonarios tras una semana de convivencia. Al invitarles a dejar el establecimiento con excusas baratas, Arthur decidió construir su propio hogar en River Pines.
Compraron el rancho de Mallory, no solo por capricho. Lawrence quería vivir allí. Demolió el viejo el viejo establo y levantó su nueva mansión. Además de su corte de obreros, hizo traer una caravana del tamaño de un autobús para hospedarse durante aquel tiempo. A pesar del rechazo que provocaba el pequeño Lawrence, la gente apreciaba a Arthur. Solía dejar generosas propinas y no dudaba en proporcionar ayuda económica a quien la solicitaba. La gran mayoría de los habitantes de River Pines frecuentó la compañía de la extraña pareja. Pronto, supusieron el núcleo del círculo social más influyente del pueblo.
Cuando Arthur abrió las puertas de su casa por primera vez, la gente se quedó muda de asombro. El derroche en el interior era evidente. Hizo partícipe de aquel lujo a todos los invitados. Había contratado a un equipo profesional de camareros. Hasta los niños disponían de un área exclusiva. Una de sus empleadas vigilaba que ninguno se lastimara en el castillo hinchable. Tras la presentación formal, Arthur dio paso a la música. Fue el turno del pequeño Lawrence.
Corrió del lado del millonario hacia un discreto escenario rodeado de altavoces. Estaba situado junto a la entrada principal de la mansión. Tras situarse detrás de la mesa de mezcla, comenzó a pinchar música barroca. Mozart era el artista seleccionado. La música clásica quedaba complementada con la percusión artificial de las salas de discoteca. El tecno solapó las notas de Mozart y la gente quedó sorprendida por aquella combinación. La mezcla de sonidos levantó el ánimo a los invitados. En seguida se dejaron llevar, acompañando los aspavientos de Lawrence con un baile mezclado entre clásico y moderno. Los movimientos que cabían en aquel compás eran infinitos. Los invitados combinaban nuevos pases en la interminable sesión. La fiesta se prolongó hasta la madrugada. Fue un acto tan popular que el millonario tuvo que ceder a las peticiones de sus vecinos. Abriría las puertas de su casa una vez por semana. Durante las horas de la fiesta, cualquiera podía hacer uso de la mansión, así como del mueble bar. La circulación de personas se permitía salvo en el segundo piso. Aquella zona eran las dependencias privadas de Arthur y Lawrence.
Para Randall, tras nueve semanas de celebraciones, la gente había cambiado. Los veía oscos y malhumorados. Era el caso de Eddie Finn. Acostumbraba a ir al hostal a primera hora de la mañana. Le debía a Randall más de dos mil dólares en consumiciones. El cincuentón daba por perdido aquel dinero. Sin embargo, su amigo le entregó aquel día hasta el último centavo. Randall se lo agradeció con alegría aunque la mueca de Eddie era de disgusto. El tema de conversación giraba en torno a la fiesta de la noche anterior. Había hecho un pequeño favor a Arthur y lo recompensó con cinco de los grandes. Por alguna razón, sentía angustia cada vez que pensaba en ello. Cuando Randall preguntó por el favor, Eddie contestó que tuvo que cambiar un enchufe. Sin embargo, algo más había ocurrido y era incapaz de recordarlo. De ahí aquella expresión confusa.
Randall se despidió de Eddie Finn, acompañándolo a la puerta del hostal. Al regresar a la pequeña recepción, escuchó la conversación de los jóvenes. Eran los últimos clientes que se habían registrado en la hospedería. Habían llegado el día anterior sin dar demasiadas explicaciones. Hablaban sobre la extraña mansión y la semejanza con los acontecimientos de su propio pueblo. Randall no pudo contener la curiosidad. Se acercó a la mesa y preguntó de qué pueblo se trataba. Tanto el moreno, que decía llamarse Tedd, como el rubio, que se presentó como Michael, afirmaban ser de Red Lake. Habían coincidido tres días atrás en un pueblo desierto. Desde hacía semanas no se había visto un alma en las calles de Red Lake. Los dos trabajaban fuera, en Saint Paul. Retornaron el fin de semana, como era costumbre, para encontrar un pueblo fantasma. De lo último que tenían noticias era de un extraño millonario que había ido a visitar el pueblo. Después, nada. Todos sus familiares y amigos desaparecieron. Habían resuelto ir a River Pines por los rumores. Se hablaba de la construcción de la mansión en tiempo récord. Tedd y Michael siguieron aquel rastro.
Randall se rascaba el mentón mientras escuchaba aquella historia. El corazón le dio un vuelco al recordar al señor Borne y a su amigo dentro de aquellas paredes. Decidió cerrar la puerta al público y subió al primer piso. Si no hubiera visto a la gente del pueblo tan extraña, jamás hubiera ayudado a aquellos jóvenes. Apareció con un plano de la mansión Borne. Les expuso las sospechas que sentía sobre Arthur y Lawrence mientras desplegaba el rollo sobre la mesa. Reconoció haber alojado a la pareja millonaria allí mismo; la sensación que le dejaron no fue buena. Aquel plano se lo dejó uno de los técnicos que trabajaron en la construcción del edificio. Había alojado a la cuadrilla de electricistas. Si querían entrar en la casa, lo tenían fácil. Solo debían esperar una semana. La fiesta era para todo aquel que lo deseara. Todo el mundo estaba invitado.
Tedd y Michael se miraron con expresión grave. Rehusaron aquella propuesta. No querían ser vistos por el propietario bajo ningún concepto. El anonimato les protegía, según ellos. Randall tuvo que darles la razón. La amenaza más efectiva es la que no se ve venir. Estudiaron el plano técnico a conciencia. No les preocupaba romper la ley para averiguar la verdad de todo aquel asunto. Sus amigos y familiares habían desaparecido y debían averiguar qué había pasado. Randall los ayudaba en todo lo posible. Estaba preocupado por el destino de sus vecinos. River Pines podía correr el mismo inquietante destino.
Cuando memorizaron cada recoveco de la mansión, los dos chicos se sintieron preparados. Tedd le pasó su teléfono móvil a Randall. El hombre mayor lo tomó como si sujetara un extraño artefacto. Mantuvo el aparato frente a él hasta que comprendió que estaba retransmitiendo. Observó el avance de los jóvenes hacia la mansión mientras esperaba en la seguridad del hostal.
Al principio, solo veía oscuridad a través de la pequeña pantalla. El roce de la ropa era el único sonido que podía reconocer. No tuvo imagen nítida hasta que encendieron las linternas. Incluso con la iluminación costaba distinguir el entorno. Los jóvenes retiraron una rejilla y se introdujeron por el hueco. A partir de ahí, oscuridad de nuevo. Cuando se hizo la luz, los jóvenes estaban en una amplia cocina. Las dos linternas eran suficientes para observar a Tedd, delante y en cuclillas, avanzando hacia el pasillo. Entonces, todo lo que ocurrió fue confuso para Randall. Escuchó a Tedd llamar a Michael. Una voz ajena intervino entre ellos. Era incómoda; Randall la reconoció al instante. Era la voz de Lawrence. No quiso prolongar aquella visión. Apagó el teléfono y trató de relajar los latidos de su corazón.
Los nervios le hicieron derramar la taza de café. Aquellos chicos estaban en un gran problema, solo esperaba que consiguieran huir de la casa. Randall recogió el café vertido sobre la mesa. Seguía temblando. Subió al primer piso y sacó la escopeta de caza. Hizo guardia frente a la puerta hasta que llamaron al timbre. Había pasado una media hora desde que los jóvenes fueran descubiertos. Randall se acercó a la puerta con la escopeta preparada. Observó la enorme caravana de Borne aparcada en la calle. Lawrence estaba al otro lado de la puerta. Arthur bajó de la cabina, acercándose con tristeza. El destino de aquellos jóvenes estaba sellado. Lawrence hacía aspavientos, atrayendo la atención del propietario. La pequeña figura señaló el picaporte con una sonrisa.
Randall tuvo que abrir la puerta. Sostenía la escopeta como si fuera una escoba. Su voluntad había sido anulada. Arthur había alcanzado a su amigo en la entrada. Ambos entraron en el hostal dejando la puerta abierta. Lawrence fue directo a por el teléfono de Tedd. Lo sostuvo en sus manos y se lo ofreció a Arthur. El millonario lo tomó mientras suplicaba el perdón de Randall. El hombre no entendía aquellas súplicas. Trató de preguntar pero no podía mover los labios. Lawrence sonrió y abandonó la casa. En aquel momento, Randall recuperó el control de su cuerpo. Arthur habló con franqueza al propietario. La naturaleza de Lawrence era de difícil explicación. Le encomiaba a olvidarse de aquel asunto y de la existencia de aquellos jóvenes. Con la conversación adjuntó un cheque por medio millón de dólares. En cuanto Randall tuvo el pago en sus manos, Arthur se marchó.
Randall miró el cheque cada día de aquella semana. A su establecimiento habían dejado de acudir los clientes habituales. Incluso Eddie Finn se había olvidado de él. La única preocupación de la gente era la fiesta de Borne. Por aquella razón fue al banco del pueblo a hacer efectivo aquel pago. Quedaban dos días para la siguiente fiesta en la mansión. Tras gozar de una cuenta corriente saneada, realizó algunas compras. Debía acudir a la fiesta de la mansión como requerían las circunstancias.
Los ciudadanos de River Pines se congregaron en el jardín de la mansión Borne a las ocho de la tarde. Randall esperó en su furgoneta a que avanzara la fiesta. La música no se hizo esperar. En aquel momento, usó los tapones para los oídos y salió del vehículo con su gabán hasta las rodillas. Rebasó la entrada del jardín y se quedó boquiabierto. Lo que estaba viendo superaba sus barreras morales como si fuera un tsunami. Las relaciones sexuales entre los invitados eran evidentes. Los rostros estaban desencajados al ritmo de la música. Eran muecas retorcidas de lascivia y perversión. Vio a Lawrence protagonizando el momento subido en el pequeño estrado. Arthur reía cerca, besando de forma obscena a los invitados a su alrededor. Randall sacó la recortada del abrigo y abrió fuego antes de que se percataran de su presencia. Su objetivo era aquel enano con sobrepeso salido de algún extraño infierno. Los disparos afectaron al equipo. Randall continuó accionando el gatillo hasta acabar con el cargador. Había impactado cinco de ocho disparos. Estaba seguro de aquello. Sin embargo, Lawrence salió de la mesa sin un solo rasguño. Lo señaló con furia y sintió como lo invadía el terror.
Una poderosa fuerza lo hizo caer de espaldas. Había sido una proyección invisible de fuerza. Randall quedó aturdido unos segundos. Si no hubiera intervenido Arthur, hubiera muerto en aquel instante. El millonario salió al encuentro de Lawrence, implorando piedad. Fue cuando Randall comprendió aquel asunto. Arthur era la clave de la existencia de Lawrence. Sacó el colt de la gabardina y disparó tres veces sobre Arthur Borne. Los disparos atravesaron el pecho del hombre. Cayó sin vida al instante. Lawrence gritó de ira. Incluso con los tapones, Randall sentía aquel dañino sonido hiriendo su mente. Haciendo todo el acopio de voluntad que le quedaba, apuntó a la pequeña figura. Vació el cargador hasta ver caer al pequeño hombre del escenario al suelo. Los disparos silenciaron a Lawrence para siempre. En aquella ocasión, las balas parecían haber hecho su efecto.
Los vecinos miraron estupefactos a Randall. El hombre mayor lanzó las armas al suelo, les aseguró que el peligro había pasado. Todos debían regresar a sus hogares. Aquella pesadilla había terminado. Ninguno obedeció a Randall. Lo miraban con un odio desconocido. Randall se levantó del suelo, preocupado de que la gente se cerrara a su alrededor. El círculo de vecinos iba siendo más estrecho. Trató de convencer a sus amigos de la naturaleza demoniaca de Lawrence. Las palabras no encontraron oídos que las acogieran. Fue una bofetada la que abrió el proceso de linchamiento. La lluvia de golpes que Randall recibió acabó por matarlo. Entre risas histéricas, el propietario del hostal exoneraba a sus compañeros de su muerte. Decía perdonarlos con cada golpe que recibía, invocando el nombre de Jesús. Y así lo hizo hasta morir, ahogado por la fuerza de sus vecinos, desangrado por las puñaladas de sus amigos. Nunca entenderían aquel acto de salvación.