Guardando la distancia
Los dos mercenarios estaban esperando al otro lado de la frontera. Ocupaban una furgoneta destartalada en apariencia. Gerardo había comprobado el motor antes de salir de Ciudad Juárez; lo había dejado perfecto. Juan, más joven que él, cuestionaba la fiabilidad de la misión. La recogida estaba programada para las seis de la tarde. Se retrasaba media hora.
–Ese puto Tony Tocks…
–Si no han llegado a las siete, nos vamos. Es probable que haya muerto.
–¿Quién es el paquete?
–Un tipo de origen español, médico. De esos que trabajan en el sector privado –Gerardo desplegó una pequeña pantalla del salpicadero –, es este tipo.
–Un cirujano de implantes, doctor Edgard Lobo. Conocí a un profesor que se apellidaba igual.
–Nunca has ido a la escuela, pendejo.
–No era mi profesor. ¿Por qué hay que sacar a un tipo así por la frontera?
–Creo que le tocó los huevos a los Yakuza. En cualquier caso, lo llevamos a Ciudad Juárez y nos desentendemos del cabrón en cuanto nos pague los cincuenta mil.
–¿No se paga por adelantado? Me refiero a que este tipo puede venir con toda la Yakuza pisándole los talones y matarnos en el proceso. Al menos que se joda y se gaste el dinero.
–Ya cobré una parte por transferencia, el resto me lo daba en metálico nada más vernos. Tony Tocks me dijo que era un hueso duro de roer.
–Es un cuatro ojos con el pelo blanco. Parece inofensivo. –El joven amplió la foto de la pantalla.
–Eso parece, desde luego. Por lo que he oído, trató de salir de Los Ángeles por el aeropuerto. Montó un buen follón y se marchó de allí tan rápido como había llegado.
–¿Qué es eso de un buen follón?
–No sé, no me han contado los detalles. Imagino que hubo explosiones y muertos.
–Venga, no me tomes el pelo. ¿Iba con un ejército?
–Por lo que me ha contado Tony Tocks, viene solo con él. Si tenía un ejército en el aeropuerto de Los Ángeles, lo desconozco.
La pareja de mercenarios observaba el reloj. Gerardo encendió el motor cuando quedaban cinco minutos para las siete de la tarde. El aire acondicionado salió del conducto principal a toda potencia. Cuando estaba encarando el vehículo hacia el camino, Juan le ordenó que parara.
–¡Viene alguien! ¡Allá, en aquel sendero!
Gerardo tiró del freno de mano. Bajó del vehículo sin apagarlo y con el arma preparada. Juan lo imitó, cargando la pistola. A lo lejos, un hombre de traje corporativo avanzaba con el sol reflejado en sus gafas. Sujetaba un maletín como único equipaje. El pelo era tan claro como una hoja de papel aunque no era un anciano. Levantó la mano libre y les hizo señas. Cuando les separaban unos pocos metros, se detuvo.
–Disculpen el retraso. Me ha interceptado un grupo inesperado. He perdido el coche en el que viajaba. –Juan apuntó con su arma al forastero. Edgard sacó su pistola tan rápido que parecía que la empuñara desde el principio.
–¿Dónde está Tony Tocks?
–En el coche. Ha explotado cuatro millas atrás. –Gerardo alzó las manos.
–Juan, baja el arma.
–Este tío se ha cargado a Tony Tocks.
–¿Por qué iba a hacer yo algo así? –el recién llegado dejó de apuntar al joven mercenario –. Quiero salir de aquí, yo les contraté.
Guardó su pistola lentamente y se arrodilló en el polvoriento suelo. Del maletín extrajo un fajo de billetes. Se lo lanzó a Gerardo y éste asintió.
–Es lo que pactamos.
–Perfecto. No me hagan esperar más, se lo ruego.
–¿Le persigue la Yakuza? –Juan observó en todas direcciones. Subió raudo a la furgoneta. El doctor Lobo montó en la parte trasera.
–Han dejado de hacerlo cuatro millas atrás.
Gerardo condujo lo más rápido que pudo por el camino de tierra. La pantalla del navegador marcaba el recorrido a seguir. Todavía les faltaban unas horas de viaje. Juan bajó la música electrónica y se volvió al pasajero.
–¿Cómo ha conseguido desenfundar tan rápido? –El doctor miró al joven mercenario con los ojos entrecerrados.
–Reflejos mejorados. En el mundo del que vengo es frecuente acelerar la velocidad de reacción.
–¿En qué trabajaba, doctor Lobo? –Preguntó Gerardo con curiosidad.
–Era médico de primeros auxilios. Viajaba en una ambulancia de amplio alcance. Son vehículos excepcionales, te llevan a tu cliente en cuestión de minutos. Cuando trabajas para el sector privado, tu cliente es lo primero. Debes atenderle cuanto antes. A eso me dedicaba, a rescatar personas aseguradas con mi empresa.
–¿Reaccionar?
–Sí, reaccionar. Ya sabe, disparar a todo el mundo antes de que te maten y no puedas atender a tu cliente. Los médicos de campo tenemos que saber manejar armas además de tratar a los heridos.
–Y yo pensaba que ser médico era aburrido… –dijo Juan.
–Depende de la especialidad que escojas. Todavía sigue existiendo el médico de familia. Si trabajas en una corporación, van a exigir de ti el doscientos por ciento. Los implantes son una necesidad para seguir recibiendo la paga de cinco cifras todos los meses.
–Si cobraba bien, ¿por qué está aquí, atravesando la frontera ilegalmente?
–Porque soy un gilipollas demasiado ambicioso –Juan se volvió al doctor y lo interrogó con la mirada. La curiosidad del joven mercenario se estaba incrementando por momentos.
–¿Se cargó el aeropuerto de Los Ángeles?
–Déjalo ya –interrumpió Gerardo –, preguntas demasiado. Vas a incomodar a nuestro cliente.
–Tranquilo, conductor; responderé encantado. Haré lo que sea para no volver a escuchar esa horrible música que habéis puesto antes.
–Es Electro-mariachi, lo mejor de México –dijo Juan.
–Pues guárdalo como un tesoro nacional. Solo para tus oídos. –El joven se mostró ofendido por el comentario y apagó la música. Quedó a la espera de que el doctor iniciara su explicación.
–¿Vas a comenzar hoy o quieres esperar a que se vea Ciudad Juárez a lo lejos? –El doctor Lobo sonrió al joven. Carraspeó y comenzó a hablar.
–La historia que me ha traído aquí nació durante una salida de trabajo. El aviso saltó en nuestra unidad. Era un correo humano, uno de tantos que trafican con información. Lo habían herido en la 101, cerca de Santa María. Teníamos cinco minutos para actuar. Estuvimos allí en dos. Nos encontramos con un coche volcado, dos hombres defendiéndose detrás y nuestro cliente acribillado en el suelo. Del otro lado, un grupo de cinco personas disparaba ráfagas de armas automáticas desde un furgón blindado. Aterrizamos la triple A lo más cerca de nuestro cliente. Tuvimos que abrirnos paso, disparando al grupo de atacantes. Dos de mis compañeros murieron. Pude arrastrar a mi cliente hasta la triple A. El piloto ascendió para sacarnos de aquel infierno. Fue fácil salir de allí aunque había sido una operación frustrante. Mi cliente había muerto. No pude reanimarle. Localicé su implante craneal con relativa facilidad y extraje los datos. Quería compensar la pérdida de bonificación por la muerte del cliente y dos de mis compañeros. Ingresé al hombre ya cadáver en el hospital de Santa María. Lo único que tenía en mente era que no iba a cobrar la siguiente paga. Al finalizar mi turno, fui a los bajos fondos de Los Ángeles para descifrar los archivos encriptados. Había encontrado oro. El proyecto valía quince millones de dólares. Lo vendí por tres millones y me marché feliz a mi casa. No sospechaba que mi superior había visto lo ocurrido. Me despidieron al día siguiente.
–Y trató de salir de Los Ángeles por el aeropuerto.
–Aquello fue la peor de las ideas. Los legítimos propietarios de la información me esperaban. Tony Tocks me trajo hasta aquí después de aquel incidente. El pobre Tony…
Gerardo frenó la furgoneta en seco. Edgard iba a quejarse cuando vio los focos iluminando el parabrisas. Dos coches patrulleros estaban cortando el camino. El megáfono de la policía federal llegó claro hasta ellos. Edgard no esperó. Salió dejando su maletín en la furgoneta. Con velocidad asombrosa fue disparando a los ocho agentes que les habían interceptado. Las balas se centraron en él y lo herían en todo el cuerpo. Juan se cubrió con la puerta del vehículo y salió a devolver el fuego. Gerardo lo imitó. La patrulla quedó aniquilada a los treinta segundos. A pesar de haber sido alcanzado multitud de veces, el doctor no estaba herido.
–¿Cómo puede ser? Deberías estar muerto –dijo Juan. Gerardo estaba mudo de asombro. Subió a la furgoneta y prendió el motor.
–El traje que llevo es especial. Está confeccionado con seda de araña modificada genéticamente. ¿Ves? Ni un agujero. Ayúdame a apartar los coches, hay que meter los cuerpos dentro.
Juan obedeció con estupefacción. Había visto como una bala atravesó el cuello del doctor. Quedaba la sangre aunque la herida se había cerrado por completo. De vuelta en la furgoneta no pudo contenerse.
–¿Eres inmortal o algo así? –Edgard lo miró con seriedad aunque con mirada divertida.
–Así es, no puedo morir.
–¿Por qué?
–No es nada sobrenatural, tranquilo. Un adelanto tecnológico que debo llevar a Berlín. Formaba parte de aquello que robé. En cuanto lleguemos a Juárez necesitaré ver a un falsificador. Tony me recomendó visitar a Gonzalo Rueda.
–Lo conozco –contestó Gerardo –, es el mejor de Ciudad Juárez. Te dejaré allí.
Juan respiraba acelerado, con los ojos desorbitados. Miraba por el espejo al doctor. Se había recostado en el asiento y dormitaba. Había despertado en él una inquietud que se fue transformando en terror. En aquel momento lo vio claro. En cuanto llegaran a la ciudad, se desharía de ellos. Por esa razón estaba contando todo lo que sabía. Su actitud era fría incluso después del tiroteo. Juan decidió intervenir. Volvió su arma hacia el individuo y disparó en la cabeza. La bala atravesó la frente del doctor, saliendo por la ventanilla trasera. Gerardo detuvo la furgoneta con un fuerte frenazo.
–¿Te has vuelto loco? ¿Por qué has hecho eso, cabrón? –El joven tomó el maletín del doctor y lo abrió.
–Hay cantidad de fajos con billetes de cien dólares.
–¿No me estás escuchando? ¿Por qué hiciste eso?
–Ese tipo era un peligro. Nos mataría nada más llegar a Ciudad Juárez. Tiene negocios con la Yakuza. Prefiero enterrarlo aquí y quedarme con su dinero. Hay suficiente para los dos.
–¡Yo no pienso ayudarte! ¡Te dije que debíamos guardar las distancias y te has lanzado a la piscina!
–Ya está hecho.
–¡Saca ese muerto de mi furgoneta!
–Bien, no me ayudes, ya lo entierro yo solo.
Juan bajó del vehículo y abrió la puerta lateral. Lo que encontró justo después fue al doctor apuntándole con su propia arma. Tenía un aspecto cadavérico. La palidez de su rostro hizo que Juan cayera hacia atrás. El doctor Lobo vació todo el cargador sobre el joven mercenario. Recargó el arma y montó en el asiento del copiloto. Con la cara pálida y la frente manchada de sangre, hizo señas a Gerardo para que continuara. Seguía sujetando la pistola humeante.
–Lo que ha pasado… no tengo nada que ver.
–Lo he escuchado todo, no se preocupe. No quiero matarlo, amigo conductor. Tan solo lléveme hasta Juárez.
El trayecto que quedaba hasta la ciudad lo completaron en las siguientes dos horas. El doctor Lobo fue mejorando poco a poco hasta lucir un aspecto sano. Limpió los restos de sangre con un pañuelo que sacó del bolsillo interior. Llegaron de noche a la ciudad. Gerardo dejó a su pasajero en la dirección que había solicitado. El doctor Lobo sonrió al conductor. Sudaba con ojos llenos de terror. Abrió el maletín y le ofreció un fajo de billetes.
–Por la pérdida de su compañero. Hubiera preferido que no fuera tan gilipollas.
Gerardo tomó el dinero y desapareció de allí para no volver a ver al doctor Edgard Lobo. El hombre de pelo blanco se ajustó la corbata de su traje corporativo y llamó a la puerta.