Tesoro interior
Aquellas vacaciones eran las primeras en las que Javier iba a conocer a su abuelo. Viajaban al norte, hacia una dirección en mitad de ninguna parte. Su madre dormitaba en el asiento del copiloto. Su padre aprovechó para contar algunos detalles importantes al joven Javier.
–El abuelo Tomás es rico y desea conocerte. Eres su único nieto. Trata de portarte bien. No lo ofendas. No rompas nada. Mejor, no toques nada.
–Tengo dieciséis años, no me trates como a un crío.
–Es un mensaje que también me digo a mi mismo. Lo hago extensible a ti. Verás, yo apenas hablaba con mi padre. Luego, apenas lo volví a ver hasta hoy. Ni siquiera estuvo en el funeral de tu abuela.
–Qué raro… ¿Es que no quería a la abuela?
–Según tengo entendido, estaba de vacaciones. –Ana Cristina despertó en aquel momento.
–¿Tu padre se tomó vacaciones en el funeral de tu madre?
–Lo dijo el tío Gabriel. No sé si es verdad. Vuelve a dormir, cariño. Todavía queda un rato.
Al cabo de cinco horas de viaje por una carretera de montaña, desembocaron en un extenso valle. Al final de este, se erigía una mansión con aspecto acogedor. Entraron en la finca y dejaron el coche en la puerta. Un hombre se presentó como Silvestre, les saludó con familiaridad y les invitó a pasar. En el salón, sentado en un sillón de orejas y disfrutando de la lectura, estaba el viejo Tomás.
–Habéis llegado, familia. Justo a la hora del aperitivo. Silvestre; yo tomaré una tónica con un poco de ginebra. –Acercándose a los tres recién llegados, besándolos en la mejilla, les susurró al oído. –Es mi mayordomo. Tratadlo con confianza. Pedid lo que os apetezca, tengo de todo.
–Yo quiero un Red-Bull, abuelo. –Javier fue directo a observar la colección de armas expuestas en la pared. Colgaban toda clase de espadas. Extendió el brazo hacia una vieja pieza, de estilo europeo. Tomás se interpuso. –¿Puedo coger alguna?
–Esa, precisamente, no. Si te gustan las espadas, yo te enseñaré a manejarte con ellas.
–¿De verdad? Eso estaría genial. Me encantaría. ¿Por qué son todas iguales?
–Todas pertenecían al mismo ejército. A la guardia personal del Conde Weissner. Vosotros dos, pedid a Silvestre lo que queréis tomar.
–Cerveza.
–Lo mismo que mi marido.
–Ahora mismo, señores.
Cuando se quedaron a solas, Tomás retomó la conversación.
–Supongo que tendrás muchas preguntas, hijo. Ni siquiera conozco a tu esposa.
–Soy Ana Cristina. Es un placer. Juan nos dijo que estabas de vacaciones.
–Es falso. Estaba en la cárcel.
Un silencio se hizo al instante. El semblante de Ana Cristina quedó lívido. La mente de aquella mujer sencilla comenzó a imaginar toda clase de fechorías. Al único a quien no afectó aquella noticia fue a Javier.
–¿Qué hiciste, abuelo? ¿Mataste a alguien?
–Ni hablar. Lo mío era la apropiación indebida. Trabajaba en pequeños golpes con cinco o seis cooperadores. Aquello me hizo dar con la condesa de Baviera. Esta casa, el dinero, todo se lo debo a aquella gran mujer. Poco después, me pillaron. Nunca pudieron acusarme de los cargos. Lo hicieron por evasión de impuestos, blanqueo de dinero y tráfico de información privada. El otoño de mi vida lo mantuve ocupado, en efecto. Era lo único a lo que podían agarrarse. Cumplí los quince años de mi condena hace tres semanas. Ahora solo quiero disfrutar de mi fortuna.
–¿Y qué se siente al ser un hombre rico, Papá? –La voz de Juan guardaba una oculta acusación.
–Pues no lo sé, dímelo tú… –Tomás se acercó a un mueble antiguo. Tras abrir una portezuela, dejó al descubierto una caja fuerte de gran tamaño. Tras introducir el código, mostró cientos de fajos de dinero. Tomó unos cuantos y los lanzó tanto a su nuera como a su hijo.
–Siempre he deseado hacer una guerra con fajos de billetes. –Lanzó el último con tanta fuerza que reventó sobre el pecho de Juan. Los billetes volaron por la habitación. Tomás pasó unos cuantos fajos a su nieto y comenzó a lanzarlos contra su hijo y su nuera. Juan estaba atónito ante aquella actitud. Ana Cristina se agachó para recoger todos los billetes desperdigados. –Vamos, es solo dinero. Tomad todo el que podáis. La caja fuerte está repleta y es solo aquello que tengo como calderilla.
Silvestre llegó con las bebidas y algo para picar. Mantuvo la sonrisa a pesar de aquel desorden. Fue ofreciendo la bandeja a cada miembro de la familia. Antes de retirarse, anunció la comida para las dos y media.
–Recojamos todo esto. Ahora es vuestro. Consideradlo un regalo por ser tan mal padre y peor abuelo. Después, iremos a comer y, luego, os enseñaré vuestros dormitorios. Toda la mansión, de hecho.
–No sé por qué estás siendo tan generoso.
–Hijo mío, uno ya tiene una edad donde los sentimientos pesan. No puedo arreglar mi trabajo como padre pero puedo suplir todo el daño que hice con dinero. Es lo único que puedo hacer para aspirar a tu perdón.
–Eso es una tontería. Con decir que lo sientes, bastaba.
–Entonces, lo siento.
–Estás perdonado.
–Supongo que ya no os hace falta el dinero. Puedes devolver todos los fajos.
–De eso nada, padre. Lo que se da, no se quita. Tengo una hipoteca que liquidar. –El anciano sonreía ante la reacción de su hijo.
Tras la comida, Tomás mostró los dormitorios y el resto de la mansión. Se acomodaron en sus habitaciones para descansar. Javier fue el único que deambuló por toda la casa. Regresó al salón de las espadas. Se aproximó a aquella vieja arma que iba a tomar en un principio. Silvestre apareció por la puerta principal, interrumpiendo la acción.
–¿Está seguro de lo que va a hacer, señorito Javier?
–¿Qué pasa? ¿Está maldita? –dijo el chico, tomando la espada por la empuñadura y sacándola de la vaina.
–En efecto, algo así.
Justo cuando la empuñadura tocó su piel, Javier se desvaneció. Lo siguiente que recordaba era levantarse del suelo, confundido. Silvestre se reía en la entrada del salón. Se acercó hasta el muchacho, tomó la espada y la colocó en la posición que le correspondía.
–¿Qué ha ocurrido?
–Lo normal, has sentido la fuerza descomunal que contiene este objeto. Como no sabes canalizarla, te ha dejado inconsciente.
–¿Cómo es posible? –La mirada de Javier estaba llena de fascinación.
–Estas espadas son especiales. Estaban en el palacio de la condesa de Baviera. Según la leyenda, contienen el espíritu de sus legítimos dueños. Quien sea capaz de canalizar la fuerza que emanan, podrá hacer proezas increíbles.
–¿Funcionan todas de la misma forma?
–Las doce, en efecto. ¿Sigues queriendo aprender?
–Claro que sí, es lo más alucinante que he visto nunca.
–Es un entrenamiento duro.
–Haré lo que haga falta.
Silvestre se limitó a asentir. Hasta la hora de la cena, mantuvo a Javier entretenido con la historia de la maldición. Aquellas armas pertenecían a la guardia personal del conde, cinco siglos atrás. Sufrió una emboscada. La guardia lo abandonó, sobornados por aquel enemigo desconocido. Malherido, en sus últimos instantes de vida, el conde maldijo a sus soldados. Los doce cayeron fulminados, cada uno por un rayo. Las almas quedaron atrapadas en aquellos instrumentos que no quisieron usar.
Tras la cena, conocieron a Marina, la cocinera. A Tomás le gustaba su cocina tradicional. Se trasladaron a la biblioteca, donde Silvestre sirvió licores para todos los adultos. Javier se marchó a dormir. Estaba bastante nervioso. Al día siguiente comenzaba su entrenamiento. Cuando Tomás llamó a la puerta, Javier estaba preparado. Aquello agradó al abuelo, que dirigió a su nieto hasta la cocina. Ahí realizaron un copioso desayuno y se marcharon a entrenar. En cuanto Silvestre quedó libre de sus tareas, relevó a Tomás en la formación técnica.
Lo que más hizo Javier fue fortalecer el cuerpo. Realizaba todas las pruebas físicas vestido con armadura renacentista. A su disposición tenía una réplica hecha en madera del mismo peso. Se manejaba a una mano, coordinada con un estoque de menor tamaño. Un día tras otro iba progresando en su aprendizaje. A cinco días de terminar la estancia en aquella mansión, había conseguido dominar el arte de la esgrima. Su abuelo estaba orgulloso, pidió a la cocinera que hiciera una cena especial con el plato favorito de su nieto. Javier lo tuvo claro desde el principio, cenarían pizza. Juan y Ana Cristina sonreían, relajados por su nueva condición económica. Habían liquidado la hipoteca y su cuenta estaba ampliamente saneada. El matrimonio levantó la copa por el brindis que proponía Tomás.
–Por mi familia, la mejor que uno puede tener.
En aquel instante, llamaron a la puerta. Silvestre se movió del comedor hacia la entrada. Tras unos instantes de silencio, escucharon un disparo. La familia se puso en pie, esperando lo peor. Tres tipos entraron con medias en la cara. Un cuarto cerraba el grupo. Era anciano, como Tomás. Iba con la cara descubierta.
–Sergei…
–Te acuerdas de mí –dijo el recién llegado, con acento ruso –. Significa mucho. Quiere decir que sabes que me la jugaste.
–Te daré tu parte, Sergei. No hagas daño a mi familia. No saben nada.
–Lo quiero todo, puerco. Quiero lo del italiano, lo del holandés y lo del británico.
–Lo tendrás, está en el salón.
Fueron llevados hacia la habitación a punta de pistola. Una vez en ella, Tomás no dudó en abrir la caja fuerte. Mostró el contenido a los asaltantes.
–Es vuestro. Tomadlo.
Los cuatro enmascarados sacaron bolsas de deporte donde volcaron cada fila de fajos en el interior. El único que no se había movido era Sergei. Apuntaba a la familia con su revólver.
–Y una mierda, eso es calderilla. No hay más de cinco millones. ¿Dónde están los diamantes?
–Monetizados. Repartidos en diferentes cuentas. Es dinero inaccesible para ti.
–¿Y el oro? Había tres toneladas.
–Y ha pasado mucho tiempo, Sergei. Está monetizado, junto con los diamantes. Llevaos ese dinero y no seáis avariciosos. Es una buena suma. –Tomás hizo una seña a su nieto. Quería que estuviera lo más cerca de aquellas armas que fuera posible. Javier obedeció, situándose a unos pocos centímetros de la empuñadura.
–No pienso marcharme de aquí hasta que me entregues mi parte, viejo. Si es necesario, desollaré a tu familia delante de tus propios ojos.
Hizo una señal a uno de sus hombres y este tomó a Ana Cristina por el pelo. Juan se levantó aunque fue sentado de nuevo en el suelo con un puñetazo. Javier aprovechó aquella distracción para desenvainar la espada. Su conciencia daba saltos temporales. Sintió como partía una bala por la mitad. Al instante siguiente, lanzaba el resto de espadas al aire. Iba tomándolas según las necesitaba. Rasgaba el cuerpo de un asaltante aquí, más tarde estaba al otro lado del salón. Todo se movía despacio y sin sentido. Al cabo de unos minutos, la empuñadura cayó de su mano. El filo de aquella espada europea estaba lleno de sangre. Observó a su alrededor. Aquello era una carnicería. Había conseguido acabar con aquellos ladrones. Sin embargo, su familia también estaba descuartizada. Tras un tiempo mirando el baño de sangre, sintió a Silvestre en la puerta del salón. Estaba lívido, con un disparo en el costado. Dejaba un reguero de sangre a su paso.
–Lo siento… Todo esto es… Es parte de la maldición. Buena suerte, señorito.
El mayordomo se desplomó, sin vida. Javier se quedó atónito hasta que llegaron los cuerpos de seguridad del estado. Sus ojos estaban anegados de lágrimas. La impotencia lo había sobrepasado. Nada pudo explicar a la policía. Nada pudo resolver desde entonces. Su proeza había sido su peor fracaso.