Los cinco de Atocha
En el residencial Tres Sauces se admitía a todo aquel que pudiera pagar las mensualidades. Genaro era uno de aquellos afortunados. Aquel sitio había sido su hogar desde hacía diez años. Realizó varias visitas antes de decidir cambiar su lugar de residencia. Entró con desconfianza, se acababa de quedar viudo. Aquella sensación desapareció en cuanto estuvo alojado unos días en las instalaciones. La temperatura siempre era agradable, les dejaban dormir hasta las nueve de la mañana y el horario de la comida podía prolongarse hasta las tres de la tarde. La cena era de ocho y media a diez y media. Su ropa la lavaban dos veces por semana. Le planchaban las camisas y le cambiaban las sábanas. Sólo tenía que preocuparse de ser feliz.
Era duro reconocerlo para Genaro. Estaba pasando el mejor periodo de su vida en aquella residencia. Los demás compañeros rebosaban amabilidad con él y entre ellos. Julián era el más sociable de todos. Echaba con él la partida de dominó todos los días. Aurelio se unía a ellos con frecuencia. Los miércoles jugaban al mus con María Cristina. El dominó no le gustaba a aquella mujer. Sin embargo, las cartas eran su debilidad. El ambiente era óptimo hasta que llegaron los nuevos. Ingresaron cinco residentes a la vez. Fueron conocidos en Tres Sauces como los cinco de Atocha. Luisa, Álvaro y Mateo eran hermanos. Jorge Antonio era el marido de la primera. Eugenia era la mujer de Mateo. Nada más llegar, aquellos cinco ancianos comenzaron a sembrar la discordia. Para Genaro, aquel comportamiento era el típico de quien se cree por encima de los demás.
Julián fue una de las primeras víctimas de aquellos desalmados. Como era habitual en él, se presentó con afabilidad. Los invitó con los demás para jugar al dominó. Se rieron de él, metiéndose con aquel juego ideado por subnormales. Ellos eran distintos. Jugaban al Estratego. Álvaro tiró la caja de dominó al suelo. Después, Luisa y Mateo levantaron a Aurelio y a Genaro de la mesa. Los ancianos, por cortesía, obedecieron a los recién llegados. Eugenia se situó la primera en aquel espacio conquistado. Se valió de la silla de ruedas, impulsada por una batería, para ocupar su nuevo sitio. Pasó por encima de los pies de Aurelio sin pedir perdón. La amabilidad de Julián tenía un límite. Se enfadó mucho con los cinco, exigiendo la retribución del espacio que les habían quitado. Genaro y Aurelio apoyaron a su amigo. Fueron los trabajadores del centro los que tuvieron que interceder. Acabaron por recuperar su sitio aunque aquello les iba a costar algo más que algunos gritos.
Genaro se levantó el día siguiente con un extraño pesar. Cuando accedió al comedor en el desayuno, Aurelio le dio la funesta noticia. Julián había fallecido. Sufrió un repentino infarto mientras dormía. La noticia se la tomó con pesadez. Julián era el mejor amigo que tenía en la residencia. En plena asimilación, acompañado de las lágrimas de Aurelio, las carcajadas lo sacaron de sus pensamientos. A dos mesas de distancia, los cinco de Atocha se reían con escándalo. Eugenia era la más ruidosa. Genaro prestó atención a los ancianos. Álvaro estaba presumiendo de una hazaña indeterminada.
–Saqué el cuchillo y con eso bastó. Ni acercarlo. Al sobre para siempre.
Genaro sintió un escalofrío. Los demás residentes guardaban un silencio sepulcral. Aquel día se realizó el velatorio hasta la mañana siguiente. Acudieron familiares y amigos de toda la ciudad, además de los residentes de Tres Robles. Los cinco de Atocha, por el contrario, se quedaron en el salón jugando al Estratego.
Durante una semana, los ánimos de los recién llegados se suavizaron. Genaro supuso que aquel ambiente tan cómodo les había devuelto la amabilidad que necesitaban. Tomó asiento en la mesa de María Cristina. Saludó con atención, como hacía cada vez que compartía mesa. Ella saludó sin sonreír. Genaro intentó mantener una conversación con ella. La mujer anciana inició el llanto a los pocos minutos de su llegada.
–María Cristina. ¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte en algo?
–Lo siento. Estoy Conmocionada. No he podido tomar mi medicación.
–¿Es por Julián?
–Eh… Sí. Es por Julián. –A Genaro no se le escapó la mirada que dirigió hacia la mesa de los cinco. Desde allí, pudo percibir como Luisa clavaba los ojos en María Cristina. La mujer se levantó con dificultad de la mesa, abandonando el resto del desayuno. –Genaro, gracias por sentarte conmigo. Nos veremos más tarde.
El hombre se impresionó ante la celeridad de la anciana por abandonar la mesa. María Cristina se alejó, mirando a los cinco de Atocha. Reían de forma insolente. Luisa persiguió con la mirada a la atemorizada anciana. Antes de ir a dormir, Genaro descubrió a los cinco de Atocha requisando medicación de los demás residentes. Su amiga subía con una bolsa de la farmacia. Observó como María Cristina era asaltada de nuevo. El objeto de codicia era la caja de Yurelax que había adquirido aquel mismo día. La mujer trató de resistir pero Álvaro la empujó, haciéndola caer al suelo. Tanto él como Jorge Antonio gozaban del físico de los hombres labriegos. Eugenia aceleró su silla de ruedas, chocando contra María Cristina repetidas veces. Genaro se aproximó a ayudar a su amiga mientras maldecía en alto. Los demás residentes desaparecieron, incluso los que fueron víctimas del asalto. Genaro tuvo que apagar la silla para que Eugenia dejara a su amiga en paz.
–No te metas, jugador de dominó. Esto no va contigo.
–Devolvedle sus medicinas.
–¿Nos vas a obligar, despojo? –preguntó con desdén Luisa. Eugenia se reía con perversidad en el trono que suponía aquella silla.
–Puedes estar segura de ello. –Genaro llevó a Eugenia hacia el borde de las escaleras. Mateo se alarmó al ver a su mujer en peligro. Avanzó unos pasos. Genaro aproximó la silla hasta el límite de la caída.
–Las medicinas, rápido. No aguantaré demasiado tiempo. Vuestra chica se va a caer –Ante la implorante mirada de Mateo, Álvaro lanzó la caja hacia María Cristina. La mujer temblaba ante aquella humillación. Tomó la caja del suelo y se la llevó al regazo. –Ahora, marchaos a vuestras habitaciones. Dejaré a Eugenia en la puerta de Mateo cuando os haya perdido de vista. Rápido, mis brazos están temblando por el esfuerzo.
Los de Atocha se marcharon con la rapidez que los octogenarios podían alcanzar. Cuando escuchó el cierre de la última puerta, retiró a Eugenia del escalón. Su pulso estaba bien, había fingido debilidad.Llevó a la mujer al lugar acordado mientras ella insultaba a Genaro.
–Estás muerto, maestro del dominó. Eres un cadáver andante. Mi cuñado te va a destripar.
Genaro fue hacia María Cristina. Los improperios de Eugenia se perdieron cuando Mateo la llevó al interior.
–Vamos, calma. Ya ha pasado todo. Tienes tus cosas, ¿verdad?
–Está todo. Pensé que me habían robado otra vez toda la medicación pero sigue dentro de la caja.
–Esta noche, cierra con llave.
–Descuida, bloquearé la puerta con la cómoda. Mañana hablaré con el director para denunciar a los de Atocha. Esto no puede continuar así.
Genaro acompañó a la anciana hasta la habitación. En cuanto escuchó la cerradura doble, emprendió el camino hacia su propio dormitorio. Él también cerró la puerta, esperando una visita nocturna. Estuvo inquieto mientras tomaba el pijama del armario. No dejaba de observar la puerta. Aquella actitud defensiva lo hizo recapacitar. No podía temer a aquellos jubilados. Devolvió el pijama a su lugar y fue al baño. Tomó el cable de la máquina de afeitar. Envolvió el extremo pelado en el pomo de la puerta y enchufó el otro extremo a la corriente. Acomodado en el sillón de lectura, esperó a que pasara la noche. Cuando los ojos estaban cerrándose por el cansancio, un ruido alertó a Genaro. Alguien avanzaba por el pasillo.
El anciano se levantó con lentitud. Su cuerpo estaba entumecido. Al acercarse hacia la puerta, saltó el chispazo. La corriente pasó al otro extremo de forma continua. Genaro había bloqueado el interruptor del diferencial. Saltaba una y otra vez, permitiendo el flujo eléctrico constante. Llegó al cuadro de luces y desactivó la energía. Al otro lado no se escuchó nada. Volvió a activar el diferencial. La chispa eléctrica no volvió a surgir del pomo. Genaro desenchufó el cable y abrió la puerta. Al otro lado no vio a nadie. Tuvo que encender la luz para apreciar el bulto del suelo. Reconoció el rostro retorcido de Álvaro. Su mano derecha humeaba. En la puerta colgaba un juego de llaves. Era similar al que usaban los empleados de mantenimiento. El anciano debió de robarlas o tendría acceso a ellas de alguna forma. Arrastró el cuerpo del jubilado hacia el hueco de las escaleras. Lo balanceó sobre la barandilla hasta que cayó al vacío. Regresó a la habitación. Con el otro juego de llaves en su poder, no temía nuevas visitas nocturnas.
A la mañana siguiente, sintió el cansancio acumulado. Acudió al desayuno a las diez. A pesar de ser tan tarde, los residentes seguían reunidos. Los de Atocha, en aquel momento eran cuatro, lloraban desconsolados. Amenazaban con matar al responsable de la muerte de Álvaro. Nadie se había atrevido a acercarse a ellos.
–Cálmese, Luisa –dijo uno de los empleados –. Nadie ha matado a Álvaro. Se cayó por el hueco de las escaleras. Seguro que estaba desorientado por la medicación, perdió el equilibrio y sufrió esta fatalidad. Vamos, anímese. No sea tan retorcida. Estas cosas, ocurren sin más.
–¡Alguien ha matado a mi hermano! ¡Descubriré al asesino aunque sea lo último que haga!
Genaro tomó asiento en la mesa de Aurelio. María Cristina se sentó poco después junto a ellos. No pudo contener su curiosidad.
–¿Has tenido algo que ver?
–En absoluto. Pero encontré esta mañana este juego de llaves en la cerradura de mi puerta. –Dejó el manojo metálico sobre la mesa. María Cristina observó la chapa.
–Es del servicio de limpieza. Álvaro intentó entrar en tu dormitorio…
–Algo ocurrió. Lo escuché al otro lado de la puerta. Es todo lo que puedo decir.
–Da igual –dijo Aurelio –, tenemos a un abusón menos. Aunque seas el culpable, no puedes cumplir condena. Es decir, te pueden condenar por asesinato pero no te encerrarán. A los mayores de setenta y cinco años no los meten en prisión por razones humanitarias.
–Deja que lo dude, amigo.
–Ni siquiera los nazis de más de ochenta años fueron a prisión. Te condenarían al arresto domiciliario, como máximo. Créeme, he sido abogado toda mi vida.
–Genial, podrás ofrecer ayuda legal a quien lo necesite. Ahora, debéis disculparme. Tengo mucho que hacer.
Con una sonrisa afable, Genaro salió del comedor. Por primera vez en años, tenía un propósito. Quedaban algunas ratas en aquel barco que debía eliminar.
Eugenia empezó a tener problemas con su silla nada más salir del ascensor. Subía a descansar tras haber almorzado en el comedor. Aquella mañana había tenido sesión de masaje. Mientras el marido abría la puerta, ella perdía el control de la silla por completo. Con una velocidad desorbitada, Eugenia recorrió el pasillo hasta la zona peligrosa de la planta. La silla saltó el primer tramo de escaleras. Iba tan rápido que atravesó el ventanal opuesto, a dos metros de distancia. Eugenia encontró una caída de tres alturas. Mateo gimoteaba con cara de estupefacción. Su mujer caía hacia el vacío de la zona ajardinada. Según los médicos, la muerte fue instantánea. Genaro salió de su dormitorio junto a los demás residentes. El estruendo los alertó a todos. Se situó detrás del balbuceante Mateo y le puso la mano sobre el hombro.
–Lo siento en el alma. Para tu alivio, he de decir que verás pronto a tu mujer. Te acompaño en el sentimiento.
Con la otra mano, clavó la jeringuilla en el costado de Mateo. Empujó el émbolo mientras golpeaba sobre el hombro con fuerza para causar una distracción. Se alejó de la espalda de Mateo para cruzarse con Aurelio. Su amigo había observado aquella maniobra. Al cabo de pocos segundos, Mateo se desplomaba sin vida. Los demás residentes se alarmaron, acercándose al hombre inconsciente.
Luisa y Jorge Antonio aullaban desde el fondo del pasillo. La mujer se arrodilló ante su hermano pequeño. Jorge Antonio se mostraba furioso. Buscó con la mirada hasta dar con Genaro. El enorme Jorge Antonio lo tomó por la pechera y lo empujó pasillo adentro. Luisa se incorporó del suelo y se unió al linchamiento. Varios hombres, entre ellos Aurelio, consiguieron separar al matrimonio agresor.
–¡Sabemos que lo has hecho tú! ¡Eres un malnacido! ¡Hijo de perra!
Genaro no dijo nada. Se limitó a incorporarse del suelo con lentitud. Los insultos de Luisa se convirtieron en balbuceos. Su marido también perdió el control del habla. Estaba ensangrentado. Aquel antiguo agricultor le había roto la nariz. Se acercó a la papelera y sacó del bolsillo la jeringuilla gastada. A continuación, dejó caer una segunda… y una tercera. Las tres con el depósito vacío. Por último, sacó una cuarta dosis repleta de un líquido transparente.
–Esta dosis era para la que acaba de hacer salto base. Alguien se me ha adelantado. Sin embargo, vosotros estáis muertos. Con esta dosis, la parada cardiaca es inevitable.
El matrimonio se desplomó en el suelo. Gritaban sin poder vocalizar una sola palabra. Los demás residentes se desentendieron de aquel suceso, regresando a sus habitaciones. María Cristina y Aurelio se quedaron con Genaro. Ella había sacado un pañuelo y bloqueaba la sangre de la nariz.
–Creo que soy responsable de todo esto.
–¿Qué dices, Aurelio? Me has visto hacerlo. Yo soy el responsable. Espero que puedas recomendarme algún despacho de abogados.
–No me refiero a eso. Además de abogado, he sido muy aficionado a la electrónica. Le puse un control remoto a la silla de aquella arpía esta mañana. Ha sido más fácil de lo que esperaba. En mis tiempos hubiera necesitado un taller para hacerlo. No pensaba que fuera a atravesar el ventanal, la verdad.
Los trabajadores acudieron al lugar del accidente. Los que subían por las escaleras se quedaron contemplando el agujero en el ventanal. María Cristina y Aurelio llevaron a Genaro hacia su habitación. Allí terminaron de curar sus heridas. Ningún trabajador en Tres Sauces supo a ciencia cierta lo que había pasado. Al cabo de dos semanas, los cinco de Atocha solo fueron un mal recuerdo.