Los deseos del océano
Diokles mantenía la mirada más allá de la proa del birreme. Trataba de alcanzar algo indeterminado con la vista. Las olas eran suaves, el velamen permanecía inflado a su máxima capacidad. Treinta y dos remos de haya impulsaban al navío en perfecta sincronía. Aquel esfuerzo estaba resultando inútil. Veinte leguas detrás del Viento Audaz, tres trirremes espartanas recortaban la distancia. Artemón, su segundo al mando, amarró el timón en popa. Pasó por la pasarela central hacia el capitán. Los remeros sacrificaban hasta la última gota de sudor.
–Son más veloces que nosotros, capitán. Tenemos que poner rumbo a la costa.
–¿La costa, Artemón? ¿Sabes qué nos harían los espartanos en la costa?
–Tendríamos una posibilidad en los bosques del Peloponeso. Solo estamos a doscientas leguas de la península.
–Todas las tribus, sin excepción, son aliadas de Esparta. Nos entregarían a ellos. Yo también actuaría de ese modo, Artemón. Nadie querría enfrentarse a Esparta.
–Nosotros lo haremos pronto. Están recortando cinco leguas por hora. Nos hundirán en la primera hora del medio día.
–Los dioses son propicios. Poseidón se porta bien con nosotros. El clima y el viento nos favorecen.
–A ellos también, Diokles. Ni siquiera nos podrá ayudar la flota ateniense que tanto esperas.
–Anatolios debe estar cerca. Me lo juró antes de que partiéramos.
–Estuve presente cuando tu hermano nos prometió ayuda. Sin embargo, Anatolios requiere del permiso de Atenas. Créeme cuando digo que no lo ha conseguido. El senado ateniense mantiene la flota protegida en el puerto. Debemos usar el anillo de los espartanos.
–No recuerdo como activarlo –mintió el capitán. Todavía resonaban las palabras del sacerdote en su cabeza.
–Es nuestra única esperanza. Sabes que tendríamos que ver a la flota ateniense. Jamás vendrán. Usa el anillo, eres el único que puede hacerlo.
Diokles se negaba a reconocer la evidencia. Su hermano prometió acudir en ayuda del Viento Audaz. No había podido mantener su palabra. Miró a Artemón un instante, la mirada que reflejó su segundo era desesperada. Solucionaría aquel problema. Negociaría ante el comandante de los trirremes. Les devolverían el cofre robado junto con la reliquia. Sin embargo, los espartanos negociaban con las vísceras de aquellos que los traicionan. Los temores de Artemón estaban bien fundados. Esparta era implacable con ladrones y piratas. No habría negociación, solo una masacre.
–Está bien, Artemón. Tienes razón. Usaré el anillo.
El segundo oficial sonrió con alivio. Diokles bajó a la bodega, donde se encontraba el botín robado a Esparta. El cofre abundaba en monedas de oro y plata aunque Diokles se centró en la búsqueda de la reliquia. El estuche de marfil guardaba un anillo de oricalco con una amatista engarzada. Regresó a la cubierta con el tesoro en sus manos. Su segundo oficial apremió al capitán para que lo activara.
Diokles introdujo su dedo índice en el anillo. El oricalco intensificó su brillo hasta iluminar la amatista pulida. Realizó una plegaria a Poseidón. Una luz amoratada surgió en cono ascendente, abriendo la realidad frente a ellos. De las aguas, surgió el torso barbudo del dios de los océanos. Estaba formado por agua, algas y espuma viva, tan grande como una montaña. Su imagen gigante aterrorizó a los remeros. Los trirremes espartanos descendieron el ritmo, impresionados. Poseidón miró con ojos furibundos al Viento Audaz. Muy pocos humanos se atrevían a convocarlo. Diokles habló, mostrando el anillo de Deimos para ser reconocido.
–¡Nuestros respetos, oh, gran Poseidón!
–Diocles, hijo de Cleito… Por tus venas corre sangre débil de mi propio linaje.
–Dios Poseidón. Requiero de su ayuda. Los espartanos nos dan caza.
–Os persiguen porque habéis robado en el templo de Ares. Es vuestro justo castigo.
–Servimos a un bien superior. Ayudamos a Atenas, llevando este objeto bañado con la gracia divina. Atenas siempre fue fiel a Poseidón, además de a Zeus y Atenea.
El dios entrecerró los ojos. Sabía que ocupaba el tercer puesto en la ciudad-estado.
–Quieres que cambie los hilos del destino, enfrentándome a Aracne con ello… Es inaceptable, sin un intercambio justo.
–Lo que requiera el dios Poseidón, me comprometeré a cumplirlo.
El enorme torso se hundió en las aguas sin añadir una palabra. Surgió delante de los espartanos. Uno de sus brazos chocó contra los trirremes. Los tres navíos se hicieron astillas, entre remolinos, hasta ser engullidos por las olas. El Viento Audaz se sacudió con violencia. Diokles ordenó la retirada de los remos mientras recogía la vela. Todos se amarraron al casco para evitar caer al agua.
Poseidón arrastró a los espartanos hacia la costa. Segar aquellas vidas significaba lidiar con demasiados problemas, no solo con Aracne; también con el mismo Zeus. A continuación, el torso del dios desapareció. Formó una corriente que arrastró al Viento Audaz hacia una isla desconocida. Aquel traslado se realizó en un instante. Poseidón volvió a mostrarse solo para los ojos de Diokles.
–He salvado vuestras vidas. Para apaciguar a Aracne, necesito el ojo del cíclope Eurogios. Lo quiero entero, sin desperfectos.
–¿Un cíclope?
–Lo encontraréis saliendo de la playa. Su hogar es la única cueva de la isla.
Poseidón desapareció de la mente del capitán. La tripulación del birreme observaba al líder, expectante. Diokles ordenó desembarcar. El Viento Audaz navegó hacia la costa hasta tocar arena. La tripulación puso pie en tierra firme, cargando el navío sobre sus hombros hasta adentrarlo en la playa. Una vez aseguraron el barco, se equiparon lo mejor posible. Tenían escudos que cubrían cintura y torso, lanzas de roble con punta de bronce y espadas cortas. Diokles informó a sus hombres sobre la gesta que emprendían. Artemón respondió por todos.
–Es algo que nos queda demasiado grande… No somos más que piratas atenienses pero hemos visto lo que hemos visto. Si no hay más remedio que morir aquí, lo haremos.
–Doce de nosotros esperarán junto al barco. Necesitamos un mínimo de tripulación para el regreso. Heliodo, conoces a los hombres mejor que nadie. Que se queden contigo aquellos menos diestros en el combate. Reabasteced el Viento Audaz de agua y comida. Si no hemos llegado en quince días, partid sin nosotros. Los demás, seguidme.
El animal que abundaba en la isla era la cabra. Cientos de ellas se alimentaban de las hojas que crecían entre las piedras. Artemón apartó a tres de ellas con la lanza y siguieron por una senda descendente. La arena dio paso a roca desmenuzada a las pocas leguas de camino. Ante ellos, surgió un desfiladero de piedras afiladas. Al fondo, una abertura de diez pies de alto daba paso a una oscuridad profunda. En la grieta de entrada, se acumulaban excrementos y huesos abundantes de cabra. Las rocas lascadas se alzaban cuarenta pies de altura. El emplazamiento era una fortaleza natural.
Diokles escuchó un sonido extraño sobre el desfiladero. Una figura se recortaba con la luz diurna del medio día. Era enorme, en comparación con su estatura. Perseguía al ganado, levantando polvo en sus intentos. Pedazos desgajados de roca cedían ante su peso, cayendo al vacío. Agarró una cabra y se la llevó a la boca, partiéndola de un bocado. Los tripulantes de la Viento Audaz contemplaban la cacería con fascinación. El sonido de los huesos machacados por los molares del cíclope rebotó en el desfiladero.
–Artemón, vuelve con diez hombres por la senda. Asciende por el camino de cabras hasta la posición de Eurogios y espera a mi señal.
–¿Quieres que vaya hacia el cíclope?
–No te preocupes, yo me enfrentaré a él. Atraeremos a ese monstruo aquí abajo.
El segundo oficial retrocedió con la mirada fija en el gigantesco ser. Diokles formó al resto de sus hombres. Se aproximaron a la cueva, golpeando las lanzas en los escudos. El sonido rebotó en el desfiladero, llegando a oídos del cíclope con nitidez. Eurogios surgió desde lo alto del desfiladero, contemplando a los intrusos con estupefacción. La sangre de cabra manchaba el rostro de ojo único. Con cuatro saltos, descendió por la pared, casi vertical. Diokles movilizó a sus hombres. El inmenso ser cayó sobre ellos con intención homicida. Herios murió aplastado ante el impacto. El cíclope tomó el cuerpo y lo desmembró delante de los demás. Añadió la sangre del marino a la que bañaba su cuerpo. Diokles reunió a sus hombres y colocaron los escudos frente al monstruo.
Eurogios evitó aquel erizo de escudos y lanzas. Tomó algunas rocas, arrojándolas sobre los humanos. El capitán movilizó a sus hombres de nuevo, rompiendo la formación. Dos de ellos no consiguieron evitar las rocas, muriendo aplastados. Diokles recurrió al anillo de Deimos, de nuevo. Lo colocó en el dedo meñique y pronunció la plegaria que aprendió del sacerdote.
Eurogios se sintió confundido de pronto. Las rocas se desprendieron de sus manos. Una nube oscura surgió alrededor de la criatura. El cíclope soltó un aullido de terror. Según aumentaba el valor de Diokles, más atemorizado se volvía el monstruo. El capitán ordenó el ataque. Se plantó frente al gigante, perforando las piernas del coloso a lanzadas. Eurogios evitó el cuarto golpe, interponiendo su antebrazo. El arma de Diokles estalló en pedazos. Los hombres formaron alrededor del líder, antes de que la mano gigante se cerrara sobre él. Rechazaron el contraataque a base de cortes y pasaron a la ofensiva. A base de herir gemelos y rodillas, empujaron al cíclope hacia la pared de roca.
Diokles se levantó, aturdido. Buscó a Artemón sobre el desfiladero. El segundo oficial había colocado a sus hombres sobre el monstruo acorralado. Hizo la señal pactada, uniéndose a los hostigadores acto seguido. El cíclope seguía bajo el influjo del hechizo, más atemorizado de lo que correspondía. El grupo sobre el desfiladero comenzó a empujar una enorme roca, plana y alargada. Artemón gritó a los hombres de abajo. Las lanzas se retiraron y Diokles retrocedió junto a los demás. A los dos segundos, la masa pétrea impacto sobre el confundido ser. Una vez en el suelo, los griegos cayeron sobre el cuerpo gigante, rematando con ferocidad a Eurogios.
Hicieron palanca con las lanzas para mover aquel pedazo de roca. Cuando Artemón se unió a ellos, contó las bajas amigas. Solo tres de ellos habían muerto. Era lamentable aunque por encima de sus expectativas. Había previsto un mínimo de cinco muertos. Diokles cambió el anillo de Deimos a su dedo corazón. La fuerza de su cuerpo se multiplicó por diez. Con la espada, consiguió cortar los duros tendones del cuello mediante tres golpes secos. Aquel cráneo era inabarcable por los brazos de cualquier humano. Diokles cambió el anillo a su índice e invocó la presencia de Poseidón. El dios apareció frente a Diokles. En aquella ocasión, su torso surgió de una nube cercana. Tomó la cabeza de Eurogios con las puntas de sus dedos.
–He cumplido, Poseidón. El ojo de Eurogios es tuyo.
La presencia divina seguía mirando a aquel griego con enfado. Extendió la mirada al resto del campamento. Aquellas fueron separadas de los hilos de su destino. En aquel momento, eran propiedad del dios.
–Estás equivocado, Diokles. Habéis acabado con mi guardián, sustituiréis su puesto en esta isla.
–Estoy confundido, oh dios Poseidón.
–Eso no importa, humano. Has osado desafiar a tu destino, mostrando cobardía. Recurriste a un poder superior y debes pagar el precio. Ahora, todos vosotros tendréis el honor de servirme… para siempre.
Poseidón desapareció de su vista, disolviéndose en instantes. Los hombres seguían festejando aquel logro imposible. La alegría de la victoria comenzó a tornarse en lamentos. Aquellos lamentos se volvieron quejidos. Los quejidos desembocaron en gritos de horror. Poseidón los había transformado. Cuando terminaron de sufrir, habían conservado su torso y su cabeza. Sin embargo, sus cuerpos eran como los de un escorpión. Los brazos terminaban en enormes pinzas y su piel era dura como el cuero curtido. Ya no razonaban como hombres. Su pasado había sido borrado. Tenían un nuevo objetivo para el resto de la eternidad, custodiar el anillo de Deimos. Lo harían hasta que Poseidón cambiara de parecer.