Conservar la posición
Fabio Tulio era legatus de la legión IX Hispana Victrix. Protegía, con aquellos hombres, el pueblo fortificado de Saguntum. Era el reducto más lejano que poseía Roma en occidente. Los lugareños agradecían la protección de los romanos. Las tribus alrededor eran hostiles. Una vez fueron aliadas de Cartago. Desde que Roma venciera a su legendario rival, aquellas gentes habían caído lejos de la civilización. Lépido Pompeyo, segundo legatus de caballería, mostró uno de los escritos del gran Publio Cornelio Escipión.
–Según los textos de Africanus, existen sesenta poblados alrededor de nosotros, todos en las montañas o más allá de ellas. Hacia el norte están los asentamientos de la gente civilizada. Colonias griegas que ya nos brindan su apoyo.
–Mientras se queden en los montes del oeste, no tendremos problemas con ellos. Estamos hablando de quince a veinte mil guerreros… Realizar una ofensiva sería temerario. Debemos conservar la posición.
–Pero mi tío Pompeyo dijo…
–Sé lo que dijo el cónsul. Ha creado esta legión para defender los intereses de Roma. Sin embargo, seis millares contra veinte mil será una campaña corta. Debemos defender la posición y frenar los hostigamientos. Organiza tres centurias de vigilancia, quiero que haya hombres de guardia frescos cada ocho horas. Cubriremos desde la muralla hacia el otro lado del río. El puente debe estar vigilado en todo momento, deja dos contubernia de cada centuria a cargo.
–¿Mantenemos preparada la caballería? Contamos con ciento veinte jinetes.
–Dos docenas preparados en caso de que haya que reforzar el puente. El resto, que descanse.
En aquel momento, irrumpió en la sala de la fortaleza el decurión de la quinta cohorte. Su cara estaba lívida. Una de sus centurias había encontrado algo asombroso.
–¿De qué se trata, decurión Mario?
–Tiene que verlo por usted mismo. Si se lo dijera, me mandaría ejecutar en el acto.
–¿De qué se trata?
–De una oportunidad, tal vez. Es mejor que venga usted en persona a comprobarlo.
–¿Dónde se encuentra aquello tan importante? –preguntó Lépido, asumiendo la misma cara de confusión que su compañero.
–A tres estadios de la muralla oeste, legatus. Justo donde comienza la cordillera.
Ambos patricios se ajustaron el gladius en el cinto y salieron detrás del decurión. Durante el trayecto a paso ligero, el oficial les contó que sus hombres habían encontrado la guarida de algo grande. Pensaban que se trataba de osos. Era algo más extraño. El oeste de aquel paraje era encrespado, dejando un desfiladero de roca viva. Vieron a los hombres de Mario, acampados en la entrada. La llegada del legatus hizo formar a los cien hombres. El centurión se cuadró frente a los superiores e informó de la situación.
–El objetivo se ha movido del interior de la cueva pero no ha salido del barranco.
–Legatus, si hacen el favor de seguirme…
Mario se adentró en el paraje pedregoso con sigilo. Fabio y Lépido lo siguieron, tratando de hacer el menor ruido posible. A las pocas leguas de camino, escucharon un estruendo en la profundidad del barranco. Se trataba de un desprendimiento de rocas. El ser que lo había provocado era como ellos aunque de varios codos de altura. Su pelo era largo, más gris que negro. La barba estaba poblada por pelos retorcidos como lianas. Su intención no era derribar las montañas. Estaba debilitado, tal vez moribundo. Se apoyaba sobre las rocas con dificultad.
–¿Por Júpiter, qué es eso?
–Un gigante, legatus Fabio. Yo tampoco había visto uno. Tal vez sea el último de su especie. Vengan conmigo, voy a presentárselo.
–¿Presentarlo? ¿Es que han hablado con esa bestia?
–No es ninguna bestia, señor. Puede comunicarse como una persona.
–¿Se refiere a que puede hablar latín? –preguntó Lépido. No había apartado su vista de la enorme figura en la lejanía. Apoyaba su cuerpo en la ladera, respirando con dificultad.
–Dice que él inventó el latín y se lo enseñó a nuestros antepasados. Ha vivido tanto que conoce a los dioses en persona. Se llama Goral.
Los tres hombres recortaron distancia con el enorme ser. Este se percató de la llegada de las minúsculas figuras. Cuando estuvieron frente a frente, los legionarios quedaron un codo por debajo de la rodilla de aquel ser. Saludó con una inclinación de cabeza, dejando ver que tenía intenciones pacíficas.
–Saludos, señor de la legión.
–Represento al pueblo de Roma, soy Fabio Tulio. En su nombre, lo saludamos. ¿Qué podemos hacer por Goral, el grande?
El gigante sonrió ante aquella muestra de admiración. Con movimientos cuidadosos, se tumbó frente a los hombres. Para los oficiales, tener esa enorme cabeza frente a ellos resultaba intimidatorio.
–Disculpad. No quiero haceros daño. Aprecio vuestra disposición de ayuda. Más allá de las montañas, se encuentran los hombres con cuernos de muflón. Ellos siguen un rito cada año. Me levantan de mi lecho de piedra para mostrar su valentía.
–Se refiere a los celtíberos. Son los más salvajes en estas tierras –dijo Mario.
–Me clavan esas lanzas con veneno. He podido con esta molestia, sin embargo me hago viejo. Pido vuestra ayuda hasta que me haya recuperado.
Fabio miró a sus oficiales. Tanto Mario como Lépido estaban fascinados por Goral. Negar la ayuda que pedía era impensable. Si una criatura así estaba en deuda con ellos, tendrían un aliado valioso.
–Te ayudaremos, Goral. Descansa y reponte del veneno. Nosotros atraparemos a tus perseguidores.
–Los encontraréis en el bosque detrás de esta cordillera. Regresaré a mi cueva. Allí dispongo de agua en abundancia. Gracias, Fabio. Señor de la legión.
Los hombres retrocedieron hacia el pueblo fortificado. En la torre principal, Fabio y Lépido trazaron una ruta para ayudar a aquel superviviente de la época mítica. El bosque se encontraba en los informes de Escipión. Era una ratonera de árboles retorcidos entre peñascos. La tierra se hundía en un extenso barranco a lo largo de la posición. Un terreno difícil para los soldados romanos.
–Es un buen lugar defensivo. Si acudimos a combatir, seremos derrotados –dijo Lépido.
–¿Y si los sacáramos hacia la pradera que está en el sur? Tendríamos un terreno a nuestro favor.
–El pico del águila se alza a continuación. Es el monte más alto de la zona. Nos encontraremos en caminos estrechos y en subida, en caso de retirada. Podrían exterminarnos.
–¿Confías en el gigante?
–No tengo por qué dudar de su palabra. Sin embargo, es de la región. Puede que su fidelidad no se encuentre con nosotros.
–Tengo que reconocer que me dejé llevar por la emoción. Es un ser magnífico.
–¿Qué propones?
–No nos alejaremos más de diez estadios de esta fortaleza. Sin embargo, cumpliremos con nuestra palabra. Avanzaremos con una cohorte por el barranco de Goral y custodiaremos la posición hasta divisar al enemigo. Las cohortes quinta y sexta acamparán a un lado y a otro. Establecerán una defensa alta. Iré en persona. Tú te quedarás con el resto de la legión tras las murallas. Pase lo que pase, no abandonéis este lugar. Hay que defenderlo hasta la última gota de sangre. Da la orden, Lépido Pompeyo.
–Ave, legatus. Por Roma.
Tras el saludo militar, Lépido se retiró e inició los preparativos. Fabio redactó el informe para el senado. Cuando fue a contar la anécdota con Goral, se refirió a él como una posible gran fuerza aliada. El cónsul Cneo Pompeyo lo ahorcaría si insinuaba la existencia del gigante. Al día siguiente dirigió su cohorte personal al interior del desfiladero. Las otras dos subieron a ambos extremos del barranco. Desde el primer momento, aquellos hombres fortificaron la zona. Goral los observó, confundido. Tras pedir explicaciones al jefe de la legión, Fabio le hizo partícipe de sus planes.
–Juré protegerte, amigo. Sin embargo, no voy a alejarme tanto de la única fortaleza que tiene Roma en estas tierras. Te daremos alimento, si lo necesitas. Vuelve a tu refugio.
El gigante asintió aunque su rostro parecía sombrío. Mientras las empalizadas se alzaban al principio y al final del acantilado, los hombres de la quinta y sexta cohorte construían escorpiones de asedio. Tres por cohorte. Aquellas armas servirían de apoyo e intimidarían a los celtíberos. Las semanas transcurrieron hasta que los legionarios completaron el trabajo. Fabio se preocupó por el gigante. Enviaba suministros todos los días. La enorme mano de Goral tomaba los cerdos de dos en dos. No salió de aquella cueva hasta escuchar el resoplar de los cuernos de muflón.
Los celtíberos se agrupaban a poca distancia de la empalizada. Iban pintados con signos tribales blancos. Sus ropajes estaban hechos a base de piel de conejo. Los escudos, forrados de piel de jabalí. De cientos pasaron a ser miles a lo largo de la mañana. Fabio subió a la torre detrás de la empalizada. Ordenó a los escorpiones disparar sobre la posición enemiga. Aquellas flechas enormes llegaban más lejos que cualquier arquero. Las bajas hicieron retroceder a los salvajes. Intentaron acceder a las posiciones de la quinta y sexta cohorte. Fueron rechazados por las columnas de legionarios. La posición superior causó enormes bajas en los asaltantes. Se retiraron a valorar otra ofensiva. Los ánimos entre los legionarios eran excelentes.
Goral salió sin previo aviso. Dejó la oscuridad de la cueva con mirada furiosa. Aferraba el tronco de un árbol a modo de porra. Fabio supuso que saltaría al otro lado de la empalizada. Se equivocó. El gigante comenzó a golpear las posiciones defensivas. Barrió a los legionarios por la espalda, sin posibilidad de protegerse. Cada golpe acababa con cinco hombres al mismo tiempo. El legatus palideció de pronto. De una patada, Goral derribó la empalizada. Los celtíberos aprovecharon para entrar a la carrera. La desorganizada defensa del barranco quedó superada. Fabio hizo soplar las trompas a su lado, dando la orden de disparo a los escorpiones. El decurión Mario se percató de la traición de Goral. Inició la lluvia de proyectiles contra el gigante.
Aunque aquellas flechas conseguían herirlo, Goral pudo llegar hasta la torre del legatus. Tumbó de un golpe la estructura. Fabio saltó en aquel instante. Su muerte estaba próxima. La caída contra el suelo fue dolorosa. Las piedras abrieron heridas en su espalda y su cabeza. Las piernas estaban rotas.
–¿Por qué, Goral? Eres un traidor sin palabra. ¡Solo te protegemos de tus enemigos!
–Romanos y cartagineses, sois todos iguales. Pretendéis someter al mundo bajo vuestros designios. No nos arrodillamos entonces y no lo haremos ahora.
–Puedes matarme pero Roma no cumple con traidores. El peso de mi pueblo caerá sobre el tuyo.
Goral fue rápido. Machacó el cuerpo del legatus con el tronco. Se volvió en busca de nuevos objetivos. Otras dos flechas hirieron su espalda. El decurión Mario mantenía la avalancha de proyectiles. Un nuevo dardo alcanzó el ojo izquierdo del gigante. Goral, Enfurecido, comenzó a golpear las paredes del barranco. Consiguió tirar a medio centenar de legionarios y destruir un escorpión. Sin embargo, el desprendimiento de rocas hizo el terreno difícil para los celtíberos. Los arqueros romanos fueron mermando aquella masa de guerreros. Habían alcanzado la segunda empalizada. Detrás, se encontraba el camino hacia Saguntum. El gigante, cubriéndose con la mano su ojo herido, trató de derribar la última barrera.
Mario ordenó prender fuego a los proyectiles de escorpión. Una nueva andanada de disparos paró el avance del gigante. La barba y el pelo de Goral se convirtieron en pasto de las llamas. El enorme ser entró en pánico cuando el fuego devoró su cuerpo. Nuevos proyectiles incendiarios se clavaron en él, extendiendo el fuego por todo el gigante.
–Disparad a la cara. Dejadlo ciego –dijo Mario, sosteniendo a duras penas el equilibrio. Goral golpeaba las laderas del barranco, causando pequeños terremotos y desprendimientos.
Cinco proyectiles más alcanzaron el rostro del gigante. Este había olvidado la empalizada. Se revolcaba, tratando de apagar aquellas llamas. Tras nuevos e insistentes disparos, el gigante dejó de moverse. Fue carcomido por el fuego, el dolor y la pérdida de sangre. Los celtíberos, atrapados en el desfiladero, terminaron ejecutados a golpe de pilum y gladius. Tras la derrota de la vanguardia, los demás salvajes se retiraron. Cuando el peligro se disipó entre las montañas, Mario ordenó sacar los cuerpos de la primera cohorte. En la fortaleza, informó a Lépido Pompeyo.
–¿El gigante, contra nosotros? Estábamos ayudando a ese bastardo…
–Estos salvajes no tienen palabra, por grandes que sean. También consiguió engañarme, señor.
–Acantone a la legión, Mario. Será usted mi mano derecha hasta la llegada del relevo.
–Eso ocurrirá dentro de dos años, señor.
–En efecto. Hasta entonces, no quiero más bajas. Perder una cohorte completa, con nuestro principal legatus incluido, es suficiente desastre para el resto del servicio.
–Entonces, nuestra conquista…
–Exacto, termina aquí. Yo me encargaré de hablar con el cónsul. Como decía Fabio Tulio, lo más importante en estas tierras es conservar la posición.