Falsas expectativas
Vincent Palermo recorrió las calles del barrio italiano a la vieja usanza. Fue recabando información fragmentada que iba uniendo como un rompecabezas. Debía ser discreto, por ello se hacía pasar por agente de seguros. Era fácil obtener información sin dar nada a cambio. Dejó caer el apellido de Camus en un establecimiento de Rose Hill. El hielo en las palabras de su interlocutora finalizó la conversación. No volvió por aquel restaurante. En la otra punta del barrio italiano, los hombres asignados a su mando hacían ruido. Intentaban localizar a Camus por la puerta principal. Aquello camuflaba su rastro.
La última pastelería tradicional de Brooklyn le había dado una pista que seguir. El propietario había hablado de un viejo que alimentaba a las palomas en Guardian Square. La descripción era vaga. Nada perdía por comprobar aquel rastro. Aquel lugar de tránsito estaba lleno de gente. La gente de la oficina salía a almorzar fuera de la oficina. Aprovechaban el buen tiempo de Junio. Entre aquellos trajes y carteras, destacaba el raído aspecto de un mendigo. Era viejo, de edad aproximada a Palermo aunque más maltratado por la vida. Su perfil era similar al que recordaba en Camus. No cuadraba que estuviera vestido como un vagabundo aunque podía tratarse de un disfraz.
Adquirió un perrito caliente del puesto callejero mientras observaba de soslayo. El aspecto era parecido, sin duda. Maldijo las décadas de distancia que había pasado sin verlo. Estaba lejos de encontrarse seguro. Comió el perrito caliente y se acercó de forma distraída. No había dado el cuarto bocado cuando notó un pinchazo súbito en la espalda.
El perrito caliente rodó por el suelo. Palermo había perdido fuerza en los brazos. Antes de que se pudiera desplomar, dos hombres lo sujetaron. Su etnia era de pura raza americana. Aquellos indios eran fuertes, lo transportaron sin esfuerzo. Fue llevado hasta un coche cercano ante la mirada indiferente de los oficinistas. El resto del almuerzo acabó en el estómago de un fox terrier, amarrado a su dueño. En el coche, encontró a la persona que estaba buscando.
–Escuché que alguien estaba interesado en mi persona. No esperaba encontrar a un viejo compañero. Tenemos cinco minutos para charlar. La droga que te he inyectado dejará de hacer efecto en ese tiempo. Después, mis hombres te echarán del coche.
Los hermanos Cherokee asintieron al unísono. El conductor observaba por el retrovisor siempre que el tráfico de Brooklyn se lo permitía. Como copiloto, Camus hablaba mirando hacia delante.
–¿Qué quieres, Camus?
–Saber tus intenciones. ¿Qué buscas de mí?
–Alguien te quiere fuera de circulación.
–Pronto estaré criando larvas, ya tengo una edad. Tal vez en diez años ya no esté con vida. Dígale a ese alguien que tenga paciencia.
–Estás causando la ruina de sus negocios.
–Si es por una cuestión de dinero, creo que tienen más de lo que merecen. Pueden retirarse del negocio y vivir a cuerpo de rey por cuatro vidas consecutivas.
–No se trata de eso, ya lo sabes.
–Es el poder. Lo sé, Palermo. He estado en los dos platos de la balanza. Lo que hay más allá… El ser humano no es una mercancía. No puede ser un producto de granja, por estúpido que sea.
–Te has vuelto loco, Camus. Estás luchando contra un gigante al que no puedes vencer.
–No quiero vencer. Quiero redención. Mi mente no descansará hasta que haya enterrado a todos. Mancino, incluido. Voy a desmembrar su organización. Después, acabaré con toda la familia.
–Te has hecho blando, Camus. Estás herido de arrepentimiento a causa de tu moralidad cristiana. Nunca te perdonaste aquello. Jamás te perdonarás lo que hiciste por mucho que intentes redimirte.
–Es la única forma que tengo de solucionar mis conflictos, Palermo. El infierno, lo tengo asegurado. Sin embargo, me encargaré de que, gente peor que yo, llegue primero.
En aquel momento, el pitido de una alarma interrumpió al anciano de barba blanca y recortada. El conductor detuvo el coche y Palermo fue despedido por la puerta derecha. Impactó contra la acera, dejando como recuerdo la marca del pavimento en su frente. Buscó su arma. Faltaban todas sus pertenencias. La cartera con el efectivo, el teléfono móvil y la Glock 17 ya no estaban. Palermo se levantó de la acera, rodeado de curiosos. Se aproximó a una joven, había estado observando su desalojo forzado desde el comienzo.
–Niña, me acaban de robar. ¿Puedo usar tu teléfono un segundo?
La joven se limitó a levantar su dedo corazón. Acto seguido, sacó un monopatín de su espalda y se alejó con rapidez. Palermo aguantó la blasfemia y se acercó a otro viandante. Era un tipo barbudo, con pantalón corto y camisa con corbata aflojada. Iba hablado a través de su dispositivo sin necesidad de manos.
–Disculpe…
–Carl, perdona. Un hombre mayor me ha cortado el paso.
–Me acaban de robar, ¿puede dejarme su teléfono?
–Hay una comisaría a tres manzanas, ahí pueden ayudarle. Lo siento, Carl. Un anciano que ha tenido un mal día. Si pudiéramos firmar esta misma tarde…
Palermo enfureció de súbito. Tomó a aquel barbudo por el cuello, lo estampó contra la fachada del edificio y comenzó a golpearlo en la cara. Cuando estuvo sin sentido, arrebató el dinero y el teléfono a su víctima. Salió de la vista de los testigos curiosos, tomando la calle posterior. En el callejón, intentó usar el teléfono. Aquel ladrillo negro y plano disponía de un código imposible de descifrar. Lanzó el aparato con frustración y contó el dinero. Tenía pocos cientos de dólares. Decidió tomar un taxi. Se reuniría con sus hombres en el punto de encuentro.
Harry abrió la puerta de la mansión. Saludó al encargado de seguridad, que apretó el dispositivo de la segunda puerta. La plancha de acero se deslizó de forma lateral, abriendo paso al amplio distribuidor. Camus adelantó a su pupilo y fue directo a la cocina. Pidió a sus hombres que lo acompañaran. Michelle estaba allí, practicando química en una mesa orillada a la pared. Tenía el pelo rubio recogido en una cola de caballo. Camus fue al armario de los medicamentos. Tomó su medicina para el corazón. El temblor de las manos fue en disminuyendo. Sombra-de-Mapache le ofreció una taza. El anciano la aceptó con una sonrisa.
–Palermo está detrás de mí. Me figuré que había muerto. Ha sido un agradable encuentro, toda una sorpresa.
–¿Por qué no lo ha matado? –Harry se mostraba enfadado. Sentía que habían perdido una oportunidad de oro. Michelle levantó la vista de las probetas y calmó a su marido.
–Era un conocido mío. He trabajado con él en tres ocasiones. Le debía cierto respeto. Después de todo, él me salvó la vida en el último trabajo. –Hizo una pausa para beber. Se tomó unos segundos para desempolvar antiguos recuerdos. –Palermo es su apellido de trabajo, un hombre muy eficaz. La próxima vez que me encuentre, será la definitiva.
–Lo mejor es atacar a Mancino. Si el pagador desaparece, el contrato queda invalidado. –Buho Gris fue vehemente en el tono de sus palabras.
–Mancino está fuera de nuestro alcance –interrumpió Michelle –. Tiene su mansión principal en Los Ángeles, sin embargo viaja por todo el país. Y lo hace con un equipo de seguridad impenetrable, he estado informada. Ha contratado a Blackwatter, usa hasta los vehículos de la compañía.
–Estupendo –dijo Camus –, ahora estoy seguro de que Mancino es uno de los accionistas principales. Blackwatter está por encima de nuestras posibilidades. Si no podemos alcanzar el cuello, tendremos que conformarnos con la mano.
–¿Vamos a matar a Palermo? –preguntó Harry.
–Algo aproximado, sin que sea tan extremo. Le daremos lo que está buscando.
–¿Te entregarás? –Preguntó Sombra-de-Mapache.
–Usaremos al viejo Gregory. Arreglado y con uno de mis trajes, será una copia fidedigna de mi persona. Ahora, atended todos. Seguiremos el siguiente plan.
Palermo esperó en el punto de encuentro durante horas. Lo primero que hizo fue rearmarse y retirar dinero del fondo común. El almacén cerca de los muelles estaba vacío. Buscó un sitio donde comer y regresó al mismo lugar vacío. Cuando llegaron los primeros cuatro hombres, fue informado de las bajas sufridas.
–Little Italy es un infierno para nosotros. Steward y su coche han sido tiroteados en la salida de Brooklyn. Es como si estuvieran defendiendo a un líder religioso. Hasta las abuelas se enfrentaban a nosotros. Una me enseñó una automática sin ningún reparo. Estaban dispuestos a usarlas. Todos ellos. Me sentí un forajido reconocido en un pueblo del oeste.
–¿Qué ha pasado con los demás?
–Steward, Johnny y Stronza, fuera de circulación. Norman me llamó desde el doctor Lawrence, le habían herido en el brazo aunque pudo huir de la emboscada. El resto, estamos aquí.
–Si apenas podemos entrar en el barrio, Teo, olvídate de llegar hasta su casa. –Palermo comentó aquello sin acritud. Se sentía obsoleto en aquel mundo.
–Cambia de lugar cada cierto tiempo –dijo Marcus –. La gente lo acoge en su propia casa, por eso no podemos encontrarlo. Es como un fantasma.
–¿Tiene algún sitio predilecto? ¿Una cafetería, algo así?
–Sí, una señora nombró el Ricoletto, un restaurante de Rose Hill. Lo usa como punto de encuentro. Allí se cita con las familias que necesitan su ayuda. Los dueños lo adoran. Supongo que podremos vigilar la entrada.
–Creo que he estado allí. Me sentí fuera de lugar. Poned cámaras, espero que sea el lugar correcto. Lo podemos sorprender con la guardia baja.
Palermo escogió una habitación de hotel cómoda aunque sin grandes lujos. Se mantuvo al margen de la vigilancia. Tenía otro trabajo que hacer. Llamó a algunos contactos mientras era informado de los avances de sus hombres. Tuvo tiempo de sobra para adquirir el material que le hacía falta. Cinco días más tarde, recibió el aviso. Camus se acercaría al restaurante. Tenía una mesa reservada para comer a la una de la tarde, al día siguiente. Movilizó a sus hombres. Confió en las micro cámaras que Teo había colocado.
El señor Camus llegó puntual al restaurante. Le acompañaban dos personas, una joven de cabello rubio y aspecto informal. El otro era uno de los indios que lo había echado del coche, el menos corpulento. No esperó a que se sentaran. Sus hombres habían situado el maletín en la entrada, cerca del perchero. Accionó el control desde la furgoneta donde hacían el seguimiento. Nada ocurrió. Volvió a accionarlo repetidas veces. Los tres sujetos se alejaban del punto de deflagración, indemnes. Llegaron a su mesa, sin que la bomba del maletín estallara.
–¿Qué ocurre, Teo? El botón no funciona.
–¿Es un detonador por radiofrecuencia?
–Claro que es por radiofrecuencia.
–Tendrán inhibidores. Eso hace inútil el detonador.
Palermo, con furia contenida, salió del furgón.
–Vamos a hacerlo como siempre, ensalada de plomo antes del primer plato. Desenfundad y seguidme.
Palermo dirigió a sus hombres hacia el restaurante. Su furia era tan ciega que no se fijó en los detalles. Los clientes de las mesas permanecían alerta ante su entrada. En cuanto puso el arma a la vista, una veintena de cañones apuntaron en su dirección. Tras él, las sirenas de la policía surgieron de pronto.
–FBI, no se muevan o son hombres muertos.
Michelle, Búho Gris y el falso Camus se levantaron de su mesa mientras Palermo y sus hombres eran esposados. La mirada del jugador se fijó en ellos, jurando venganza en silencio. Los perdió de vista cuando lo metieron en el coche policial. Observó, con horror, como sacaban el maletín explosivo como prueba. Aquello era como haber firmado una confesión. Sus huellas estarían por todo el dispositivo. Camus se la había jugado por partida doble.