La herencia de los Wilson
Tuve la suerte de conocer a Barnes Wilson como compañero de trabajo en Lancaster Accounts, la empresa que me contrató durante mi estancia en Reino Unido. Era un tipo encantador aunque reservado. Tenía un carácter cálido y adoraba el sur de Europa. Conmigo se abrió rápido ya que, al ser español, se sintió atraído por mi acento y mis gustos. Me quedé más tiempo en Londres para mejorar el idioma y, gracias a Claudia, tuve que prolongar esa estancia más de la cuenta. Mucho más de lo que había planeado, lo que me obligó a buscar trabajo, piso y nuevas amistades. El aristócrata era mi único amigo en la oficina. Cada vez que otro compañero se aproximaba a entablar amistad, Wilson lo menospreciaba y lo alejaba de nosotros. Lo hacía a propósito, ya que huía de la opinión pública inglesa. Yo no contaba, ya que era extranjero. De aquella forma, me convertí en su confesor, su compañero de fatigas. Su hermano de borracheras.
Barnes era alto y delgado, de pelo castaño y porte aristocrático. Sus modales recordaban a los de un caballero inglés de buena educación, al menos cuando estaba sobrio. De hecho, pertenecía a una familia vinculada con la realeza. El barón James Wilson era su abuelo paterno que ejerció como político conservador en la cámara de los Lores. Su prolífica familia, de nueve vástagos con un hambre insaciable por el dinero, acabó por darle ciertas nauseas. Barnes era el nieto menor de la familia y el único en darse cuenta de la animadversión que sentía el abuelo James por el resto de sus descendientes. Eso se debía a que era el nieto más sensato y menos proclive al despilfarro. Jamás había pedido dinero a la familia y se había abierto camino por su cuenta. Aquello admiraba al abuelo James por encima de todo, lo que le convirtió en el nieto favorito por amplio margen en comparación con sus primos.
James Wilson era un político preocupado por dar el mejor de los ejemplos. Extremadamente diplomático y de educación exquisita, trataba a todos con una bondad que no se correspondía con la realidad. Barnes pudo comprobar en más de una ocasión como su abuelo enfurecía después de uno de aquellos encuentros diplomáticos con sus familiares. Era cierto que sus hijos solo acudían a él para pedir dinero, incluido el padre de Barnes. El señor James Wilson se desahogaba delante del niño que fue Barnes y de su abuela, Margaret, argumentando razones de peso contra sus tíos, tías, padres y primos. Luego se volvía hacia él y le recomendaba que nunca fuera como el primo Manfred, con un roto en el bolsillo y muy amigo de la noche y sus placeres. O que no fuera como la prima Fiona, siempre ávida de joyas y vestidos de marca impronunciable. Ninguno de ellos era capaz de mantener una libra en el bolsillo por más de un minuto.
Todo esto me lo contaba al finalizar la jornada laboral, en Jenkins, el pub donde acudíamos a diario para ahogar en cerveza la tensión del trabajo. Yo, a su vez, le hablaba de ello a Claudia, que sentía atracción por la vida aristocrática inglesa. Ella era tan extranjera en el Reino Unido como yo aunque de origen italiano. Todavía me acuerdo cómo hablábamos una mezcla de inglés, castellano e italiano que volvía locos a nuestros amigos. Toda aquella historia de los Wilson entretenía a mi pareja como si se tratara de un serial televisivo emitido después de comer.
Las anécdotas de la familia Wilson eran inagotables. Barnes me contó como su primo Alexander compró el bar de copas más exclusivo de Londres para hundirlo en tan solo tres meses. Un lugar que iba como una flecha hacia arriba, de pronto, se acabó convirtiendo en un antro que no aportaba ni el diez por ciento de lo que generaba antes. La boutique de Fiona tampoco fue bien. Era tan escandalosa la deuda que generó que obligó a la gerente a traficar con cocaína para cubrir gastos. De aquella forma Fiona consiguió algunas miles de libras en positivo, que no disfrutó por la intervención de Scotland Yard en el negocio. Y pudo haber sido peor, ya que todo apuntaba a que ella había sido la cabecilla de aquel tinglado. La gerente acusó formalmente a Fiona ante las autoridades aunque de nada sirvió. El abuelo James intervino para evitar la acusación sobre su nieta y que fuera la gerente del negocio la que cumpliera toda la pena. Había otros veintitrés miembros que solo se ocupaban de malgastar la asignación familiar en fiestas, en lujo y en drogas. Quemaban el dinero como si fuera carbón en una locomotora de vapor. Las historias que los involucraban o Barnes no las conocía o eran demasiado aburridas para contármelas.
Manfred era el primo más destacado en anécdotas. Su gusto por la noche le hacía empalmar los clubs nocturnos con los partidos de Criquet. En una ocasión se quedó arruinado en el hipódromo de Wimbledon y provocó su detención cuando intentó recuperar sus pérdidas a la fuerza, entrando en las casetas de apuestas y agrediendo a los empleados con su hierro cinco, un palo de golf de titanio y tungsteno. Lo pillaron con tres taquilleros inconscientes en el suelo y casi tres mil libras en los bolsillos. Su estancia en la cárcel tampoco fue larga. El abuelo James intervino como siempre hacía con sus nietos, desde las sombras, con toda la discreción que era capaz de ejercer. Barnes me dijo que luego los convocaba a su presencia y les regañaba aunque con poca rigidez. El político que llevaba dentro le impedía romper las normas de diplomacia que se había fijado durante su vida.
Durante el periodo navideño recibí un aviso de Barnes. Quería verme de inmediato y parecía ansioso. Estábamos de vacaciones de navidad y Lancaster Accounts cerró dos semanas para regulación interna. Recuerdo hablar con Claudia acerca de la costumbre de tomar uvas en fin de año frente a la de las lentejas en Italia y notar la desazón de mi amigo a través del móvil. Me disculpé con Claudia y le dije que tenía que ausentarme unas horas. Ella entendió el problema y casi me echó de nuestra vivienda porque estaba deseosa de saber más de aquella familia. Me presenté en el pub de Jenkins y Barnes llegó antes de que me pusieran la pinta de cerveza. Estaba descompuesto y con la mirada desencajada, fija en el vacío.
Me dijo que había recibido un millón de libras y fue la primera vez que me sentí contrariado ante aquel semblante grave, intenso en drama. Yo le felicité y me alegré por él aunque me devolvió una mirada llena de ira. La frustración asomaba en cada palabra que pronunciaba. Dijo que aquello era una trampa de su abuelo y que el millón de libras venía acompañado de una carta con el escudo de la familia. En aquel momento me ofreció un sobre con sello lacrado de cera, obviamente ya roto, con un dramatismo que chocaba contra el ambiente de Jenkins en vísperas de navidad.
La misiva mostraba un exceso de protocolo que recordaba más a un contrato que a una herencia. El contenido que expresaba Sir James Wilson argumentaba que, debido a la cantidad de libras que malgastaba toda la familia había decidido adelantar parte de la herencia a cambio de dos condiciones. La primera era que no volvieran a solicitar dinero familiar en toda su vida. La segunda era que debían invertir parte de aquel dinero y prosperar.
No comprendí la preocupación de Barnes y le quité hierro al asunto. Sólo debía conservar el dinero, hacerlo rentable y disfrutar de los intereses generados. Me dijo que no era tan fácil. Estaba seguro de que su abuelo les estaba tendiendo una trampa a todos. Seguiría el rastro del dinero y examinaría hasta el último penique gastado. Estaría atento a cualquier transacción que hiciera su familia, tenía contactos en el banco de Inglaterra. Podía hacer eso y lo que se le antojara. Le comenté que el problema se acabaría si rechazaba el millón de libras. Sin embargo, Barnes no estaba de acuerdo con esa idea. Sus primos se lanzarían sobre él, le acusarían de creerse mejor que ellos por rechazar el dinero. Sabían que Barnes nunca había pedido nada, se había conformado con los aguinaldos en navidad y por su cumpleaños. Pero temía algo más, lo podía leer en su mirada. Temía ser excluido de la herencia si rechazaba aquel dinero. Era paradójico, me explicó Barnes, pero estaba en medio de un juego en el que no se habían contado todas las reglas. Así que, de aquella forma, me convertí en cómplice de Barnes y en una especie de guardián de su patrimonio. Aquella noche ideamos una estrategia para mover el dinero de la herencia y hacerlo crecer.
Me convertí en un gestor para Barnes y recibía un sueldo de cinco mil libras mensuales solo por seguir saliendo a tomar cervezas con él. De Lancaster Accounts nos despedimos al mismo tiempo, fundando W&S con toda la documentación que pudimos extraer de nuestro antiguo trabajo. Durante nuestros encuentros planificábamos las inversiones a corto plazo que hicieran engordar el millón de libras de Barnes. Nos convertimos en visitantes constantes de la bolsa de Londres. En la apertura, tratábamos de ir a tiro hecho. Debíamos conseguir resultados a corto plazo. Apostábamos según el rastro que nos había facilitado nuestra antigua empresa. Gracias a aquel trabajo teníamos información para varios meses de inversiones seguras. Pudimos amasar trescientas mil libras por encima del millón impoluto de Barnes. Mi aristocrático amigo sentía auténtico pánico al dinero de la herencia. Estaba seguro de que su abuelo lo iba a reclamar en cualquier momento, bajo cualquier excusa. Entre tanto, los primos de Barnes no reparaban en gastos. Tenían coches de alta gama nuevos, artículos de joyería, inmuebles, caballos y viajes por todo el mundo. Alexander hasta se compró un equipo de fútbol de segunda división. El que compró los caballos era Manfred, quiso tener su propio semental; más de medio millón de libras costó el equino. No lo iba a dejar sin hembras, así que compró cinco yeguas para sus futuros potros sementales. Un auténtico disparate de gasto sólo para impresionar a sus amigos. Fiona estuvo en Italia, comprando boutiques que era incapaz de gestionar. Charles se fue de crucero por todo el mundo. El único que había seguido la recomendación de James Wilson era su nieto Barnes, el único también capaz de responder a la solicitud que llegó como había llegado el adelanto de la herencia.
Estábamos terminando marzo y nuestros beneficios se habían multiplicado por dos. Entonces Barnes me llamó con urgencia. El abuelo James pedía a cada miembro de la familia una contribución para las casas de campo del norte. Tenían que realizar una derrama de cien mil libras cada miembro de la familia. El abuelo James afirmaba en una nueva misiva que se había quedado sin dinero líquido a la hora de adelantar la herencia para todos. Así que sacrificamos aquella cantidad de nuestras ganancias en bolsa y seguimos a lo nuestro. Barnes me fue informando a lo largo de las semanas como el resto de sus parientes cercanos fueron incapaces de aportar su contribución personal. Tres meses más tarde, el abuelo James convocó a todos en La City de Londres, en el mismo despacho de la firma de abogados que gestionaba las cuentas de la familia.
Entonces, estalló la bomba en la familia Wilson. Barnes me contó la historia días después, sonriente, comiendo en el mejor restaurante que encontró en aquel momento. Claudia y yo fuimos hacia el centro de la ciudad con urgencia, pensando que Barnes se encontraba en problemas. Nada más lejos de la realidad, era pura alegría. Nos acomodó en la mejor mesa del restaurante y comenzó a explicarnos los acontecimientos tal y como los había vivido. De todos los familiares que habían contribuido a los gastos familiares, solo Barnes era el que había respondido. Así como un noble llama a sus banderizos a la guerra, nos narró con voz grave en clara imitación a su abuelo, yo os he convocado y solo uno se ha presentado. Decreto ahora, frente a mis abogados, que el grueso de la herencia cuyos fondos gestiono yo, quede a disposición de Barnes Wilson, por ser el único en hacer frente a las responsabilidades económicas que considero tan importantes. Todos guardaron un silencio sepulcral; todos excepto Barnes, que no pudo reprimir un exabrupto de emoción. Aunque se disculpó de inmediato no pudo borrar la sonrisa de su rostro, despertando la animadversión de sus tíos y primos. También fue el primero en marcharse de la reunión. Me dijo que había descartado volver a su apartamento habitual y que estaba usando la tarjeta de la empresa para hospedarse en un hotel Holiday Inn. Aquel restaurante donde nos contó todo estaba cerca de su nueva residencia. Le pregunté qué pasaría con nuestros negocios. Barnes fue extremadamente generoso. Tuvimos que disolver la sociedad, cierto. Sin embargo, el millón que custodiaba con celo, me lo cedió en concepto de indemnización por el cese de actividad económica.
Así fue como pude marcharme con Claudia a la Toscana, donde vivimos cinco largos y buenos años. Después nos marchamos a Cádiz, en España. Solemos viajar dos veces al año por todo el mundo. Y ya van más de doce años desde que tuvimos aquel golpe de suerte llamado Barnes Wilson. Tuve contacto con él hasta el día de su fallecimiento. Por lo visto, su coche perdió el control y acabó estrellándose en pleno centro de Londres, resultando herido de muerte. Las sospechas sobre su familia nunca serán disipadas en mi cabeza. Sé que alguno de sus primos o tíos tuvo algo que ver. Sin embargo, me encuentro demasiado lejos para investigarlo. Supongo que la herencia acabó de nuevo en manos de aquellos parásitos. Hago un brindis por Barnes cada vez que puedo. El hombre que me salvó la vida. La persona que me proporcionó un millón de libras y la posibilidad de conservar a una mujer excelente. Hasta el final de mi vida, brindaré por él.