Encuentro inesperado
Alberto examinaba el rostro de aquella chica con detalle. Le recordó a una de sus ex novias. Era su cumpleaños número cincuenta y había contratado a la prostituta para toda la noche. Su cara era delicada, con grandes ojos verdes, claros, como agua de río. Tenía veintitrés años y Alberto notó su falta de experiencia.
–¿No te ha gustado? –Ella le devolvió una mirada llena de ironía.
–Claro que me ha gustado, mi amor.
–Seguro que lo dices por compromiso.
–No se nos permite defraudar a nuestros clientes. En el precio está incluido el cariño.
–Por lo que me ha costado, he supuesto que así era.
–Todavía tenemos tres horas por delante. Puedo complacerte más, si lo deseas. –Penélope reprimió el sentimiento de rechazo, tal y como Mariela le había enseñado. Alberto era agradable. Había conocido a hombres más repulsivos. Se trataba de otra sensación. La familiaridad hacía que se sintiera incómoda. Se centró en el aspecto positivo de aquel hombre. Alberto tampoco estaba relajado.
–Es mejor que descansemos. –Alberto notó la incomodidad de la chica pero no quería estar solo. Necesitaba tener a alguien a su lado, daba igual si volvía a tener sexo con ella o no.
–¿No quieres nada más?
–Quiero que permanezcas desnuda y te tumbes a mi lado. Vamos a hablar hasta que me quede dormido. Puedes marcharte después pero asegúrate de que esté roncando.
–¿Solamente quieres que me tumbe a tu lado?
–Mientras finjas que te importa, estaré contento. –Penélope se tumbó a la derecha de Alberto. Tenía canas en el pecho y las acarició con ternura. Él la besó en los labios.
–Cuéntame algo de ti.
–¿Qué te gustaría saber?
–Un poco de todo. No es curiosidad, solo quiero un motivo para conciliar el sueño.
–Me siento halagada… –Alberto la miró con condescendencia. Después de unos segundos, ella improvisó una historia. –Nací en Granada. Mi madre trabajaba en la Alhambra. Murió hace dos años.
–Oh, lo siento.
–No lo sientas. Yo no lo sentí. Me hizo la vida imposible. A los quince años me vine a Madrid. No sabía cómo sobrevivir hasta que me ofrecieron dinero por sexo.
–¿Y cómo fue?
–Fatal. Me entró pánico. Estuve un año entero sin poder follar con nadie. Durante ese tiempo conocí a Mariela. Ella me… educó a partir de entonces.
–¿Te educó?
–Aprendemos muchas cosas. No soy una puta de barrio, he tenido que hablar idiomas, a comportarme con gente importante, a desfilar, a actuar… Salgo en la lotería los martes y viernes como chica “decenas de millar”. Es apasionante… También se aprende a sonreír. ¿Sabes lo que cuesta sonreír en televisión? Tienes que hacerlo durante horas.
–¿Por qué te viniste a Madrid? He vivido en Granada, se vive bien.
–Tenía que romper con mi pasado.
–A mí me pasó lo mismo. Granada se quedó los mejores años de mi vida… -Alberto disipó los recuerdos antes de que surgieran.
–No me arrepiento de venirme a Madrid, todo lo contrario. Me alegro de haber dado con esta forma de vida. Vivo muy bien.
–¿Y tu padre?
–Mi padre se marchó de casa cuando yo tenía tres años. Siempre recordaré sus ojos. Verdes, como los tuyos. Por eso me fijé en ti. Se parecen a los de mi padre.
Alberto no pudo decir nada. Los recuerdos volvieron a él.
–El caso es que mi madre recordaba la fecha todos los años. Crecí odiando a un padre que nunca conocí. Cada veintitrés de mayo, la desequilibrada de mi madre montaba en cólera, se hundía en un paño de lágrimas y la emprendía a golpes conmigo. Era inaguantable.
Alberto comenzó a encajar las piezas mentalmente. Recordó a Claudia. Era un terremoto de mujer. Siempre tomando anfetaminas. La había dejado embarazada por accidente. Decidió apechugar con su responsabilidad hasta que no pudo más. El día de su cumpleaños, tres años y nueve meses después, abandonó a su histérica mujer y a su niña.
–¿Cuál era el nombre de tu madre?
–Claudia Moreno.
–Claudia Moreno… ¿crees en el destino, Penélope? –Tuvo que reprimir el escalofrío que sintió al escuchar el nombre.
–¿Te refieres a que nuestro futuro está condicionado desde que nacemos y estamos forzados a vivir ciertos sucesos inevitables? No, no creo en eso.
–A eso me refería, en parte. –Alberto se fue separando poco a poco de la chica hasta levantarse de la cama.
–¿Qué haces? ¿No querías dormir? –Llegó hasta la ventana y estuvo meditabundo un momento.
–Penélope… ese no es tu verdadero nombre. Te llamas Laura, como tu abuela materna.
–¿Cómo sabes eso? –Penélope se incorporó. La curiosidad la mantenía expectante.
–Laura, esto… Yo no sabía nada hasta ahora… Todo encaja…
–¿Qué estás diciendo? ¿Te ha dado un ictus? También he aprendido primeros auxilios.
–Laura… Yo… Yo soy tu padre.
–No. –La cara de Laura palideció. –Eso no puede ser…
–Examina tus sentimientos, sabes que es cierto.
–¡No! –Penélope saltó de la cama, sujetándose el pecho. La vergüenza surgía sin control. – ¡Tú no eres mi padre! ¡No puedes ser mi padre! –Alberto la siguió con la mirada; no había visto a nadie vestirse a tanta velocidad. Continuó hablando.
–Me fui un veintitrés de mayo. Era mi cumpleaños. Necesitaba liberarme de tu madre.
–¡Que no! ¡No quiero saber más!
–Pero es cierto… Yo soy tu padre, te vi nacer… bueno, en fotografías pero intenté cambiarte el pañal dos veces y…
–¡Que te calles, coño! ¡Ya lo sé! Esto me va a joder la carrera profesional… Ni en mis peores pesadillas…
–Jamás creí que esto podría ocurrir… créeme… No lo sabía. –Penélope se marchó con un sonoro portazo. –¡Laura! –Pero Laura no respondió.
Alberto permaneció un buen rato sentado en la cama. No sentía nada. Se hizo de día y no llegó a conclusión alguna con respecto a sus sentimientos. Estaba agotado aunque pletórico. Tomó el teléfono y marcó un número.
–Adrián… Sí, ya sé que es pronto. Me ha pasado una cosa, ¿a que no sabes a quién me he tirado esta noche?