Un ajuste rápido
Cristian logró parar el coche a tiempo. El indicador de temperatura comenzó a subir justo cuando miraba el salpicadero. Detuvo el coche en la cuneta y apagó el motor. Notó como el coche se desangraba; accionó el pestillo del capó frontal y salió del vehículo. Notó el calor del sol en cuanto puso un pie en el asfalto. Después de observar un tiempo el motor, vio que el manguito de la refrigeración se había soltado. Estaba inmovilizado. Se frotaba la cabeza afeitada con preocupación y maldecía sin cesar. No se percató de que había parado un coche y un tipo se acercaba a socorrerle. Iba bien vestido, con chaqueta oscura y pantalones a juego. Llamó la atención de Cristian.
–¿Tiene algún problema, amigo? –Cristian levantó la mirada y vio al hombre sonriente con las manos detrás de la espalda. Su imagen arreglada contrastaba con la que ofrecía él, con sus perforaciones y los tatuajes visibles de los brazos.
–Se ha roto un manguito. Es fácil de arreglar.
–Llama al seguro, está para estas cosas.
–El coche no es mío, es de un amigo. ¿No tendrá un maletín con herramientas?
–No, ¿puedes arreglarlo? –Cristian asintió apesadumbrado.
–Podría hacer un empalme y llegar a Madrid. Allí ya se encargaría mi amigo de la avería.
–Me presento, soy Manuel Belmonte.
–Cristian de la Torre, para servirle. ¿Podría hacerme un favor? He visto un garaje en el pueblo que acabamos de pasar. ¿Me acerca hasta allí?
–Creo que deberías llamar a tu amigo y que te mande la grúa del seguro.
–No puedo hacer eso, no llevo móvil.
–Puedes llamar con el mío. –Cristian tragó saliva.
–No me sé el número.
Manuel guardó el teléfono que ofrecía y mostró una expresión de desconfianza. Cristian trató de salvar la situación.
–Manuel… Te pagaré si me acercas. Está aquí al lado.
–Tengo que trabajar, amigo. Soy comercial de seguros. He quedado con un cliente.
–¿Cuánto ganarías con ese cliente? –El hombre bien vestido hizo un cálculo rápido.
–Unos cincuenta euros, según mi comisión.
–Te doy doscientos. Toma, –Cristian rebuscó en su bolsillo trasero, sacó un fajo de billetes y le entregó el dinero –sólo tienes que acercarme a ese garaje.
Manuel comprobó el dinero, parecía auténtico. Se guardó los billetes y asintió ante la petición. Aplazó la cita con una rápida llamada de teléfono mientras se dirigía a su coche.
–Monta, amigo. Te llevaré donde me pidas.
–Antes debo coger mi mochila. –Cristian sacó del maletero del coche averiado una enorme mochila de montaña. Por lo que vio Manuel, debía pesar mucho.
–Pon la bolsa en el maletero.
–Prefiero llevarla conmigo. –El joven situó la bolsa entre sus piernas cuando se hubo sentado en el asiento delantero. Manuel lo interrogó con la mirada; no arrancó hasta que Cristian soltó su excusa.
–Esta mochila es de mi amigo. –Dijo sin convicción. Manuel continuaba con el coche parado, mirándolo con los ojos entornados.
–Llevas drogas. Por tu forma de sudar, es mucha cantidad. –Cristian tartamudeó unos instantes antes de contestar.
–No, no. Qué va. Son… otras cosas.
–¿Otras cosas ilegales?
–Créeme, no te interesa.
–Son drogas, lo sé. –Manuel metió la cuarta marcha con una sonrisa de complicidad. –Yo también he hecho alguna cosilla para sobrevivir, Cristian. Puedes estar tranquilo aunque voy a darte un consejo. En el próximo trayecto que hagas, no llames tanto la atención con tu aspecto.
–¿Por qué lo dices?
–Por esos piercings, los tatuajes en los brazos y tu ropa. Debes vestir discretamente, dejarte crecer un poco el pelo y quitarte todo lo que tengas brillante en las orejas. Eres un reclamo para la guardia civil. Ten por seguro que si te paran, te van a desmontar el coche por completo. –Cristian estaba desconcertado aunque Manuel percibió que se relajaba en el asiento del copiloto. –Es la primera vez que haces algo así, ¿me equivoco?
–No te equivocas.
–Ahora, cuando paremos, deberías quitarte todos los aros. Es por tu seguridad. Si tienes ropa más formal en lugar de esa camiseta ajustada que llevas, póntela.
–Que va, no traigo otra ropa.
–Te daré una camisa que tengo en la maleta.
–Gracias.
–Nada, hombre. Por doscientos euros puedo darte una de mis camisas.
–Ya casi estamos, es aquel edificio alejado del pueblo.
Manuel puso el intermitente y tomó la bifurcación sin asfaltar. El cambio de pavimento hizo que los dos botaran sobre los asientos. Manuel corrigió rápidamente la dirección y velocidad de su vehículo y recorrieron la pequeña distancia hasta su destino. Un hombre de mediana edad los observaba desde la entrada.
–Deja la mochila en el coche, Cristian. No tardaremos mucho. –Cristian se puso tenso de nuevo. –No te preocupes, no voy a desaparecer. Mira, dejo las llaves puestas. ¿Te quedas algo más tranquilo?
El joven asintió y los dos salieron despacio hasta encontrarse con el hombre. Era alto, de complexión fuerte y piel tostada por el sol. A los dos les llamó la atención su mirada. En cuanto Cristian explicó qué era lo que necesitaba, el recién conocido puso los ojos en blanco y permaneció en silencio. Manuel intentó comunicarse con él.
–¿Vive usted en el pueblo? –El hombre seguía en silencio. –¿Cómo se llama? –Tampoco hubo respuesta.
–¿Qué hacemos, Manuel?
–No sé, este parece idiota… –El hombre dirigió su mirada vacía al comercial y lo miró con seriedad. Manuel sostuvo aquella mirada con una sonrisa; se alejó del individuo hasta el coche y pidió a Cristian que se acercara a él. Sacó del maletero una pequeña maleta de viaje y le entregó una camisa levemente arrugada. –Toma, ve cambiándote. Iré a ver si este hombre conoce a un mecánico.
Cristian comenzó a cambiarse mientras veía como Manuel se adentraba en el edificio siguiendo al extraño señor. Tardó un poco en quitarse los piercings. Cuando hubo terminado, transmitía un aspecto mucho más amable que antes. Tras unos minutos aguardando la llegada de Manuel, comenzó a impacientarse. Decidió pasar a buscarlo.
Avanzó unos metros hasta que en su nariz se agolpó aquel hedor. En seguida, su estómago se volvió del revés dentro de sí. No pudo continuar. Salió al exterior a tomar aire y llamó a su compañero. No hubo respuesta. Fue de nuevo al coche y tomó su camiseta. Se la puso alrededor de la boca, anudándola en la nuca. Con aquella improvisada máscara se adentró de nuevo en el edificio. Aquel lugar era un matadero. No había restos de animales pero el olor resultaba muy intenso. Había manchas de sangre seca por todo el suelo. Escuchó unos sonidos detrás de una puerta de metal entornada. La empujó con lentitud. Un charco de vómito fue lo primero que vio. Manuel estaba tumbado, inconsciente. Los restos de vómito por su cara delataron la procedencia de lo que había en el suelo. Cristian apretó con sus manos la camiseta que le cubría el rostro. En aquella habitación el hedor era más intenso.
–No soy idiota, no soy idiota. –Decía el hombre de mirada perdida, fijada en Manuel. Sostenía un largo cuchillo ensangrentado. Sus nudillos estaban blancos y la hoja temblaba con arrepentimiento. Cristian no necesitó más para correr como un galgo. Llegó al exterior del edificio en tiempo record. Encendió el coche y salió quemando rueda de aquel lugar. Levantó un rastro de polvo hasta llegar a la carretera asfaltada. Iba centrado en huir de allí como para ver aquel patrol verde y blanco saliendo del pueblo. Se incorporó peligrosamente delante de él y pisó tan fuerte como pudo. Al cabo de un momento, Cristian se alarmó mucho más cuando se encendieron las luces azules en el coche que dejaba atrás. El patrol lo estaba alcanzando y le hacía señas con las luces. Cristian estaba perdido. Si no paraba, alertarían a otras unidades y la guardia civil lo pararía en el siguiente pueblo. Decidió hacer lo más sensato en aquella situación, contar lo sucedido. Paró el coche en la cuneta.
No fue fácil para Cristian relatar toda la historia, la pareja de guardias civiles mostraba cierta incredulidad. Le pidieron que lo acompañaran de vuelta al edificio para corroborar aquellos hechos. Cristian montó en el vehículo y lo dirigió de vuelta al matadero, seguido de cerca por el patrol. En la puerta se encontraba el propietario con la mirada perdida. Los agentes saludaron con familiaridad nada más bajar.
–Alfonsito, hombre. ¿Cómo va la mañana? –Alfonsito no dijo nada aunque palideció al ver a Cristian. El hombre entró en un estado nervioso que rayaba el autismo.
–No te pongas nervioso, hombre. Vamos a comprobar unos hechos que este joven ha denunciado. Pase usted con él, cabo. Después de todo, es familiar suyo.
–A la orden, sargento. Vamos Alfonsito, cuéntame lo que ha pasado. –El hombre de mirada perdida balbuceó unas palabras. En el exterior, el sargento había ordenado abrir el coche a Cristian y presentar la documentación pertinente.
–No es mi coche, agente. Me trajo hasta aquí Manuel. Todo lo que hay dentro es suyo.
–¿También esa mochila del asiento delantero? –Cristian dudó un instante, lo suficiente como para despertar cierta sospecha en el guardia civil.
–También, señor. Todo es de Manuel.
–Haga el favor de abrir eso. –Cristian vaciló. Estaba a punto de oponerse a la orden cuando escuchó los gritos del cabo de la guardia civil desde el interior. El sargento acudió rápido a la llamada, se adentró en el matadero dejando al joven sin vigilancia. Cristian fue formándose una idea en la cabeza. Descubrirían el cadáver, el idiota lo acusaría a él. Los guardias civiles le creerían, uno de ellos era familiar de aquel retrasado. Saltó como un resorte. Si se quedaba, perdería la mochila con todo su material. Montó de nuevo en el coche de Manuel y salió disparado de allí antes de que los guardias volvieran a salir. Pisó el acelerador y se alejó de aquel escenario tan rápido como pudo. Los agentes tan solo alcanzaron a ver el rastro de polvo que dejó el coche. En seguida notificaron los datos de Cristian y el vehículo por radio. El joven se sabía en un apuro, a pesar de todo, aceleró. Si lo hacía bien, sería capaz de llegar a Madrid. Debía llegar a una ciudad pequeña y abandonar el vehículo. Allí tomaría un autobús o alquilaría otro coche pero no lo atraparían por aquella jugada del destino.