La muñeca
Lucía y Pablo habían decidido pasar las vacaciones en la playa. El verano en la capital resultaba insoportable. Buscaban un lugar tranquilo y sin demasiada gente. Aquel pequeño pueblo costero en Alicante parecía el lugar apropiado. No quedaba hueco en el pequeño hotel aunque había varias viviendas en alquiler por días. El apartamento que escogieron era ideal para la pareja y la pequeña Claudia.
Marisa e Isidro se presentaron como los propietarios. Isidro les mostró el piso, reformado con las últimas comodidades. El matrimonio quedó enmudecido unos segundos antes de conocer a los turistas. La niña rompió aquel extraño silencio lanzándose en brazos de la mujer. Isidro terminó de mostrar las habitaciones. Marisa jugaba con Claudia, persiguiendo a la niña de tres años por el pasillo. Lo hizo tantas veces que se quedó agotada. Cuando se detenía para tomar aliento, Claudia iba hacia ella y reclamaba que siguiera con el juego. La mujer de cuarenta años se ponía a correr de inmediato, despertando gritos de entusiasmo en Claudia. Lucía la miraba llena de ternura.
–Se te dan bien los niños. ¿Tienes alguno? –La mujer se quedó muy seria. Fue su marido el que la rescató de la incómoda pregunta.
–Tuvimos una niña. Vuestra hija nos ha traído muchos recuerdos –tomó a su mujer por el hombro. Marisa sólo acertaba a aguantar el llanto.
–Lamento de verdad haberle despertado recuerdos dolorosos, no era mi intención.
–Ya conocen el apartamento. Si necesitan cualquier cosa, vivimos arriba.
Lucía se disculpó de nuevo aunque ninguno de los dos prestó oídos a sus palabras. Isidro parecía enfadado. Pablo pagó parte del dinero en aquel momento y se despidió de los propietarios. Cuando cerró la puerta de la vivienda, se encogió de hombros, reunió a su pequeña familia y deshicieron sus maletas. Aprovecharon las últimas horas de luz para ir a la playa.
Ocho bañistas, la mayoría jóvenes, se remojaban en la orilla. El agua estaba en calma, con oleaje suave y constante. La arena se extendía hasta donde llegaba la vista. A unos pocos kilómetros, en dirección opuesta, un monte desafiaba al océano. La vertiente en contacto con el agua formaba un acantilado. Pablo observaba la distancia y se preguntaba cuánto tardaría en llegar caminando. Su mujer estaba seria desde que despidieron a Marisa e Isidro.
–No hemos empezado muy bien en este pueblo, ¿verdad?
–Hay que tener mucho cuidado en estas zonas –dijo Pablo con tono despreocupado –, suelen ser muy susceptibles.
–Claudia no debe entrar en el agua, no lleva flotador.
–Está jugando en la orilla. Ha encontrado algo.
–Voy a ver.
–Estupendo, después podemos buscar un sitio donde cenar algo. Estoy muerto de hambre.
–No, cenamos en el apartamento. He traído comida de casa.
–Está bien, dejaremos la cena en el pueblo para mañana.
Lucía se acercó a la pequeña. Peinaba con sus pequeños dedos a una muñeca arrastrada por las olas. En cuanto estuvo cerca, enseñó el juguete a su madre.
–Vaya, veo que tienes compañía, Claudia.
–Es mi muñeca, se llama Teresa y la había perdido pero ya la he encontrado.
–Así que es tu nueva amiga, qué bien.
–Ya era amiga antes pero se perdió. Ahora la sujetaré fuerte para que no se vuelva a escapar –Lucía se sintió intrigada ante aquella respuesta. Nunca había tenido un juguete parecido. Pablo alcanzó a las dos. Al ver que su hija tenía una nueva compañera, construyó un castillo de arena para Teresa. La marea fue subiendo sin que se percatasen y el castillo fue derribado por una ola. Empapados, Pablo tomó a la niña en brazos y la secó a conciencia con una toalla. La luz iba decayendo en el horizonte. Tras un rápido cambio de ropa, los tres se dirigieron al apartamento.
La noche ya había caído y el calor inundaba aquella pequeña bahía. La comodidad de aquel apartamento se centraba en el aire acondicionado. La temperatura les permitía dormir con placidez. No lo hicieron. La pequeña lloró durante gran parte de la noche. Estaba desconsolada, sacudida por pesadillas. Decía que quería volver a casa. Aquel día se levantaron tarde, logrando dormir algunas horas ya por la mañana. Claudia pudo conciliar el sueño de madrugada. Era la primera vez que dormía fuera de su casa.
El día fue plomizo. Tanto para Pablo como para Lucía, el ambiente acogedor había cambiado. El bochorno era constante. Las horas de playa se redujeron a apenas cuarenta minutos. Su humor también estaba encrespado. Decidieron comer en su apartamento. Se habían sentido algo intimidados por los habitantes de la zona. Muchos se sentían atraídos por el joven matrimonio. Dos chicas de diez y doce años quisieron hacerse una foto con Claudia. Una mujer se santiguó al cruzarse con ellos. Pablo, molesto más por el cansancio que por los vecinos, tomó la decisión de regresar.
Marisa e Isidro se presentaron sin previo aviso, con varios platos de la región. Solo llevaban tres minutos en el apartamento. La niña se lanzó a abrazarlos nada más verlos. La pareja propietaria se acomodó en la mesa, extendiendo los platos de comida. Pablo y Lucía se vieron forzados a aceptar aquella invitación. Sonreían y se relacionaban bien con ellos. Estaban de mejor humor al finalizar el almuerzo. Marisa sonreía y daba de comer a la niña trozos pequeños de chipirón. Lucía comenzaba a incomodarse por la atención que ponía aquella mujer sobre su hija. Isidro contaba anécdotas locales del año anterior. Golpeaba con frecuencia el hombro de Pablo. Al terminar de comer, Marisa preparó café para todos mientras Lucía acostaba a la niña.
–Quiero que me acueste ella.
–¿Quién es ella? Ah, la muñeca –Claudia señalaba a su más reciente posesión.
–Te voy a acostar yo aunque Teresa puede quedarse, si quiere.
–Claro que quiere, es mi amiga. Ella me cuida desde siempre.
Lucía situó a la muñeca al lado de la almohada. Claudia la tomó entre sus brazos y se quedó dormida al poco tiempo. Lucía salió de la habitación en escrupuloso silencio. Una vez en el salón, Pablo fumaba con nerviosismo en la terraza. El calor atravesaba la cortina del salón, desvaneciendo el efecto del aire acondicionado. Isidro ocupaba el sillón individual frente al televisor. Marisa servía el café, acercando una taza a la recién llegada.
–Creo que necesitamos descansar –dijo Lucía. Marisa la interrumpió con brusquedad.
–Tenemos que hablar con ustedes. Es sobre su hija.
Pablo apagó el cigarro en la barandilla y cruzó al salón lleno de interés. Se cruzó de brazos y escuchó con atención.
–Su hija es la viva imagen de la mía. He traído fotografías para que lo comprueben –La mujer mostró las imágenes de su teléfono 3G. Todas las fotos correspondían a una niña similar a Claudia. Lucía pasaba imagen tras imagen, incrédula por aquello que observaba. Tras un intenso escrutinio, Pablo reaccionó.
–¿Y qué esperan que hagamos? ¿No pretenderán que entreguemos a nuestra hija?
–Exacto. Ella es más importante de lo que parece. –respondió Isidro, levantándose del sillón.
Pablo arrojó un puñetazo al curtido hombre de campo. La amenaza de secuestro lo imbuyó de una fuerza desconocida. Tambaleó al hombre y lo volvió a sentar en el sillón. Lucía, con más alarma que Pablo, fue a buscar a la niña mientras Marisa auxiliaba a su marido. Isidro apartó a su esposa y trató de levantarse de nuevo. Pablo lo volvió a sentar, esta vez de una patada. El impulso hizo caer de espaldas aquel asiento. Marisa gritó impresionada. Pablo logró agarrar las llaves y sacó de allí a su pequeña familia. Cerró la puerta del apartamento con doble vuelta de llave. Lucía, con la niña adormilada en sus brazos, accedió a la calle y fue directa al coche. Acomodó a su pequeña en la silla trasera todo lo deprisa que pudo. Pablo ya se encontraba al volante cuando ella cerró la puerta. Se quedó en la parte trasera del vehículo, pendiente de los crecientes llantos de su hija. Pablo fue directo al cuartel de la guardia civil.
En la oficina, les tomaron declaración a los dos. Uno de los agentes distraía a la niña. Claudia estaba enfadada. Quería su muñeca. Cuando los padres terminaron su declaración, el teniente se quedó mirándolos con fijeza.
–Me temo que no puedo ayudarles, señores.
El matrimonio no se esperaba aquellos algodones repletos de cloroformo. Lo inhalaron a la fuerza, por la espalda y sin poder oponer resistencia. Cuatro agentes habían sido los responsables de sumirlos en el sueño químico. El comandante alzó el teléfono y solicitó a su interlocutor que se moviera hacia el cuartel. La niña no presenció aquello, había puesto su atención en la entrada. Marisa e Isidro habían salido con facilidad del apartamento. El hombre curtido siempre llevaba todas las llaves en su bolsillo. La mujer mostraba la muñeca de la niña y Claudia fue a su encuentro.
–Querías mucho a esta muñeca, siempre jugabas con ella.
–Se llama Teresa, es mi amiga. La perdí al caerme al mar.
–Menos mal que la has encontrado, ¿verdad? –La niña asintió.
–¿Te acuerdas de todo? ¿Sabes quién soy? –La niña volvió a asentir, abrazando con alegría su juguete.
–Eres mi otra mamá –Marisa suspiró con alivio y sonrió.
–Es mejor que vayamos a casa, pronto hay que merendar.
Los guardias civiles saludaron al matrimonio casi con reverencia. El teniente sacó su cartera y extrajo un calendario. El párroco los había hecho el año pasado. En el dorso estaba impresa la imagen de la virgen local. La fotografía pertenecía a un fresco del siglo XVII, dentro de la iglesia. La cara de la virgen era idéntica a aquella niña.
Isidro encendió la furgoneta. Marisa montó con Claudia en sus brazos. El cura cruzó en aquel momento en dirección al cuartel. La furgoneta se detuvo brevemente, saludando los tres al sacerdote. El cura los bendijo y beso a la niña con ojos repletos de fervor religioso. El matrimonio retomó su camino y el sacerdote se introdujo en el cuartel. Fue el teniente el que le explicó los contratiempos que estaban sufriendo. Sin perder un segundo, el cura bendijo a cada uno de ellos y los confesó por sus pecados pasados y futuros. Al matrimonio los bañó con agua bendita que portaba en un frasco. Los agentes colocaron los cuerpos inconscientes dentro de su vehículo. Lo dirigieron a lo alto del cerro. Dejaron caer el coche hacia el mar. Media hora después, dieron parte del accidente a la jefatura de tráfico. Sus conciencias estaban tranquilas. La divinidad había regresado al pueblo. Era deber de todos protegerla.