Maestro de kenjutsu
Momoka observó a los dos niños por primera vez en la entrada de su humilde vivienda. Regresaba de cazar patos para comerlos antes del atardecer de aquel día de verano. Su enorme envergadura contrastaba con la pequeñez de sus visitantes. No eran hermanos, ni siquiera guardaban parentesco. Habían perdido a sus padres como consecuencia de la miseria que dejó la guerra. Momoka reaccionó con enfado en aquel primer encuentro. Enfurruñado, hizo levantarse del suelo a ambos y los echó de la puerta. A pesar de dejarlos fuera de la choza durante unas horas, los chicos no se marcharon. Ante la obstinación de ambos niños, el hombre grande se vio conmovido. Los invitó a entrar en su casa.
Quedaron paralizados cuando encontraron las armas de Momoka en el centro de la precaria vivienda. Catana, wakizashi y yari colgaban de la única viga del techo con soga trenzada. La insistencia de los niños se incrementó. Querían aprender a luchar. El guerrero meditó durante el tiempo que preparaban las aves. Había decidido abandonar su vida como samurái aunque no se esperaba aquel giro de la providencia. Una vez terminaron la comida, las súplicas de los niños crecieron otra vez. Momoka sabía que jamás se convertirían en verdaderos samurái. No era un señor con potestad para su nombramiento. A pesar de aquello, las habilidades les ayudarían para su propia supervivencia. Acabó admitiendo su tutela, advirtiendo a los chicos del arduo trabajo que les esperaba. Ambos se arrodillaron ante él, mostrando gratitud. Apenas durmieron por la excitación. Cuando el gallo cantó tres veces, Momoka levantó a los niños. Desayunaron los restos de la cena y comenzaron su primer día de entrenamiento. Kuro y Maro no esperaban aquella forma de enseñanza.
Acumularon arena, gravilla y madera junto con su nuevo maestro durante todo el día. El maestro se mostraba contento. Había meditado en sus horas de sueño, tratando de hacer lo correcto. Aquellos chiquillos los había traído el destino, desatenderlos sería un desafío a la providencia. No estaba dispuesto a provocar a los dioses, decidió que los chicos aprendieran a su lado.
–¿Por qué debemos hacer tantos giros con la pala, maestro? –preguntó Kuro.
–La posición de los pies te proporciona estabilidad. Imagina que tienes un yari en las manos. Si giras tu cuerpo a la vez, estás proyectando un buen golpe –El maestro repitió el movimiento bajo los ojos estupefactos de los aprendices –. Maro, no separes tanto las piernas o te caerás. Girad todo el cuerpo, con los pies alineados con vuestros hombros.
Poco a poco, los cimientos de su nuevo hogar fueron desarrollándose. El entrenamiento de los dos pequeños fue incorporado a la construcción. No cesaban nunca y el maestro incorporaba las tareas de caza y recolección al tiempo de enseñanza. Sus discípulos absorbían los conocimientos con atenta voracidad. El esfuerzo físico servía para que desarrollaran resistencia. El equilibrio en los andamios, mente centrada. Clavar despertaba sus reflejos y enyesar centraba su mente. Poco a poco, las paredes fueron creciendo. Cuando terminaron el tejado, Momoka estaba radiante.
–Buen trabajo. Este ha sido vuestro primer peldaño. Tenemos un dojo donde entrenar. Seguiremos con la cocina y los baños. Después el patio exterior, el jardín y los muros. Me gustaría levantar un lugar que sirviera como escuela.
–Nos llevará años, maestro.
–Será demasiado trabajo. –El maestro Momoka sonrió a los niños.
–Sabréis entonces cuando finalizará vuestro entrenamiento. Hemos terminado justo en mitad del otoño. Es buen presagio, uno debe hacer un cambio importante.
–¿Por qué, maestro? –Ambos estudiantes preguntaron interrumpiéndose el uno al otro. Momoka quedó pensativo un instante.
–Estamos en mitad del otoño, no ha llegado el frío y podemos alimentarnos de los animales. Este invierno estaremos bajo un techo mucho mejor. Vosotros habéis alcanzado vuestro primer nivel de aprendizaje. Sin duda, es un acontecimiento muy importante. A partir de hoy, renuncio al nombre de Momoka Tengu. Podéis llamarme maestro Yoshiaki.
–¿Nosotros también tenemos que cambiar de nombre? –preguntó Kuro.
–Si creéis que el momento guarda suficiente transcendencia para vosotros, hacedlo.
–Para mí lo tiene –dijo Maro –. Deseo llamarme Yoshio.
–Entonces tu nombre actual pertenecerá al olvido. Bienvenido, Yoshio. ¿Y tú, Kuro? ¿Deseas hacer lo mismo?
–No maestro. Entiendo la transcendencia del momento aunque no deseo desprenderme de mi nombre. Siento que no lo he ganado todavía. –Yoshiaki frotó las cabezas de los chicos y les instó a entrar en su nuevo dojo.
Durante el invierno, aprendieron el arte del yuri. El maestro Yoshiaki lo consideraba fundamental. Practicaban por la mañana y dedicaban la tarde a recolectar madera y fabricar enseres. Los aldeanos los observaban practicar en el exterior los días soleados. Pronto, fueron conocidos por la zona. Un monje llamado Dai comenzó a visitarles cada semana. Les ofrecía los textos religiosos para que practicaran su lectura. Las viudas les cosían prendas para vestir. Algunos campesinos les daban arroz y mijo de cuando en cuando. Aquella escuela de artes marciales era una garantía de protección para todos. Poco a poco, el maestro Yoshiaki fue recibiendo a más niños para su educación. El monje Dai contribuía desinteresadamente, enseñándolos a leer. Cuando surgieron los primeros brotes de primavera, Kuro y Yoshio habían logrado progresar mucho. Yoshiaki se mostraba orgulloso.
Con la mejora del clima, continuaron la construcción de su casa. El entrenamiento fue avanzando, con tesón y constancia. Recoger leña, limpiar el dojo o preparar los alimentos eran tareas acompañadas de una buena carga de sabiduría. Fueron tiempos felices y pasaron rápido. Los chicos se convirtieron en mozalbetes. El dojo sumó otro módulo a su estructura. Poco a poco, aquellas cuatro paredes se transformaron en una pequeña mansión. En menos de lo que esperaba Yoshiaki, sus aprendices se habían convertido en jóvenes guerreros. Había llegado el momento de entregarles sus armas.
–Ahora podéis practicar con estas espadas. Pertenecían a compañeros que estarían contentos de que las tuvierais. Sin embargo, todavía no sabéis lo suficiente; no os confiéis y mantened la mente centrada.
Kuro había desarrollado un carácter más reservado. Era reflexivo, nunca atacaba primero. Esperaba paciente a encontrar un punto débil y era letal en la contraofensiva. Yoshio se mostraba valiente, de estocada rápida. Impetuoso y osado, seguro de sí mismo. Resolvía el combate de la forma más rápida. El tiempo lo había hecho tan grande como el maestro Yoshiaki y usaba su envergadura como ventaja.
Aunque Yoshiaki sabía que jamás serían samuráis, les instruyó en caligrafía y aprendieron la ceremonia del té. Ninguno de los dos se tomó estos conocimientos muy en serio aunque pronto descubrieron que servía para complementar su educación. Paciencia, cultura, estrategia, sabiduría… el entendimiento de la vida y el mundo se asentó en sus mentes. Kuro encontró un refugio mayor en las enseñanzas de los libros mientras que Yoshio se volcó en el kenjutsu con mayor intensidad.
Se cumplieron ocho años desde que Yoshiaki viera por primera vez a sus aprendices. La mansión en la que se había convertido el dojo resplandecía con los brotes de sus jóvenes árboles. Kuro y Yoshio se encontraban en el interior, frente a su maestro, ataviados con ropa de viaje y con sus espadas frente a ellos.
–¿Dónde iréis ahora?
–Mi deseo es convertirme en samurái. Quiero que me acepte el gobernador entre sus servidores –dijo Kuro –. El monje Dai me dijo que buscaban gente versada en las letras.
–¿Y tú, Yoshio?
–Acompañaré a Kuro y le ofreceré mi apoyo como el hermano en el que se ha convertido para mí. Pondré mi catana al servicio del gobernador, como Kuro. –Yoshiaki mostraba su orgullo por ellos con una amplia sonrisa.
–Tenéis mis bendiciones y mi anhelo de que regreséis cuando consideréis oportuno. Aquí está vuestro hogar.
–Gracias, maestro. –Los dos jóvenes abandonaron el dojo con cierta excitación. El maestro los observó alejarse, despidiéndose de la decena de niños que salieron a su encuentro. La nostalgia se apoderó de él unos instantes. La mano del monje Dai en su hombro lo sacó de su ensoñación.
Yoshiaki aprendió a vivir a solas. No tuvo otros dos discípulos similares a Kuro y Yoshio. No pretendía encontrarlos, se limitaba a enseñar lo que los chicos demandaban. Poco a poco, el dojo fue transformándose en una escuela donde Dai iba cobrando mayor presencia. A los cinco meses de la marcha de sus aprendices, el monje llegó con noticias funestas. Kuro y Yoshio habían fallecido. La noticia petrificó al maestro Yoshiaki.
–¿Cómo ha ocurrido, Dai?
–Habían conseguido una audiencia con Isuki Yamada. El gobernador les dio esperanzas para convertirlos en samurái. Acto seguido, los ridiculizó y humilló delante de sus soldados. Cuando mostraron su descontento, fueron atacados.
–¿Isuki Yamada obtiene dos buenos hombres y los asesina sin provocación? Es incomprensible.
–Yo tampoco entiendo qué ha pasado. –Dai trató de justificar aquella tragedia –. Conoces a los Yamada, Isaki se mostraba cruel durante la guerra. Puede que se espíritu se haya corrompido. Hiciste un gran trabajo con los chicos. Vencieron a más de la mitad de los guardias. Los acorralaron mientras intentaban salir del castillo. Estaban agotados y, a pesar de aquello, cayeron con honor.
Yoshiaki no articuló palabra. En su interior, sintió como un rayo perforaba su corazón. Sus discípulos habían muerto. Al cabo de varios minutos, pudo recuperar la compostura. Había tomado una decisión.
–Tengo que irme, Dai. Necesito que te hagas cargo de la escuela, ¿podrás hacerlo?
–Guarda cuidado, amigo. Tendré todo bajo control hasta tu regreso. –El maestro miró con intensidad al monje antes de partir. No tenía intención de regresar.
Inició su viaje en cuanto preparó algo de provisiones. Vestía su vieja armadura de batalla, cubierta por un kimono raído. Quería pasar desapercibido el tiempo necesario. Su yari lo portaba como si fuera un cayado y mantenía fuera de la vista su catana y su wakizashi. Conforme iba acortando el camino, su furia iba en aumento. Cuando pudo divisar el castillo en la lejanía, comió el resto de sus víveres y se encaminó con su atuendo de batalla, dispuesto a apostar su vida.
El monje Dai tuvo que pedir ayuda al monasterio. Dos compañeros llegaron cinco días después de que partiera el maestro Yoshiaki. El tiempo transcurría y la normalidad gobernaba la escuela. Una tarde de finales de otoño se propagó la noticia. El gobernador había fallecido. Unos decían que un poderoso ejército acabó con toda su guarnición y decapitó al señor Yamada. Otros aseguraban que los fantasmas de los muertos encarnaron y atacaron el castillo por las injusticias del gobernador. La segunda versión tardó poco tiempo en propagarse, dejando la primera como un ascua apagada. Ambas historias coincidían en el enorme incendio que se propagó por el castillo. El fuego ardió durante una semana. Dai sentía que aquellas dos versiones eran falsas. Su gran amigo debía de haber participado de algún modo. Esperó el regreso de Yoshiaki durante varias estaciones. Pasado el tercer año, tuvo la certeza de que el maestro no podía regresar a su dojo. Pidió a varios alumnos que lo ayudaran a pintar el nombre del maestro Yoshiaki sobre el dintel de la puerta.
–¿Por qué hacemos esto, maestro Dai?
–Recordáis al maestro Yoshiaki, ¿verdad? –los alumnos asintieron –. Quiero que sepa dónde está su hogar, por eso pongo su nombre a esta escuela. –En aquel instante una ráfaga de viento abrió las puertas de entrada con un súbito impacto. Las hojas batieron dos veces antes de quedarse sin impulso.
–¿Volverá pronto, maestro?
–Tal vez. Nunca estaremos seguros pero seguro que ya conoce el camino de vuelta.