Declivistas
Raquel escuchaba las delirantes palabras de Rafael Alud conteniendo su ánimo. Los nuevos acólitos debían estar en primera fila. Tenían que ser reconocidos por el responsable de aquel movimiento. Ella simulaba una expresión de devoción absoluta. Las barbaridades que estaba escuchando contra los dotados estaban cambiando su semblante, haciendo peligrar el disfraz que había mantenido hasta aquel momento. Las citas hacia el personaje de Pedro de la Fuente salpicaban el discurso. Se encontraban cerca de trescientas personas en aquel salón principal. Rafael Alud era interrumpido con comentarios, cada uno más fanático que el anterior. Para todos los ajenos, aquello no era más que la presentación de un nuevo libro. Sin embargo, existía un código en aquellas palabras.
El equipo Presagio llevaba cuatro días en Barcino, siguiendo el rastro de aquellos que se autodenominaban Declivistas. Eran escurridizos, moviéndose entre la sociedad durmiente con claves secretas que Raquel había desentrañado en parte. Declararon la guerra a los dotados, mostrando una ira desesperada hacia las grandes congregaciones. Detestaban el nuevo culto de Jaziel, impuesto por la Hermandad Roja y se refugiaban en la figura de Pedro de la Fuente. Se movían por todo el país en grupos pequeños y sin control. Pudieron averiguar que se celebraría un evento, reuniendo a todos aquellos fanáticos. El equipo Presagio los localizó en el hotel Puerta del Marenostrum, cerca del puerto comercial de la ciudad costera. Raquel pudo infiltrarse con facilidad. Estaban acogiendo a nuevos miembros y ella fue bien recibida. A Fernando le dijeron que no quedaban plazas disponibles. La Prelada no quiso forzar la situación e introducir a Loana por temor a ser descubiertos. Trató de entrar en la cabeza de Rafael Alud en aquel breve encuentro, antes de la conferencia. Algo impedía que accediera a sus pensamientos más superficiales. Podía sortear la barrera aunque temía que aquello activara alguna alarma desconocida. Se dejó llevar por la situación mientras el resto de su equipo esperaba en sus respectivas posiciones.
Octavio Varcei estaba presente, invisible para el público. Dominaba la esfera astral como pocos que Raquel hubiera conocido. Su cuerpo físico descansaba en el coche que conducía el veterano Fernando, siempre atento al futuro inmediato. El conductor significaba un enorme apoyo para la Prelada. Ningún equipo quería al agente porque no encontraban utilidad a su don. La edad tampoco lo ayudaba. Raquel lo consideraba indispensable para que sus misiones salieran bien. Ofrecía siempre un margen de tiempo que oscilaba entre los veinte minutos y la media hora antes de que se produjera la catástrofe. Falló en una ocasión. Fue con la manifestación del incidente de Canalejas, en Capital. Para un equipo novato, las visiones de Fernando eran de valiosa utilidad. El último miembro del equipo Presagio era Luana Grisol, especialista en barreras y defensa energética. Su atractivo exótico también servía de ventaja para Raquel y su equipo.
La clausura del acto se realizó con la misma pomposidad que manifestó desde el comienzo. Las citas a las escrituras sagradas hablando del Declive eran constantes. Raquel hizo caso omiso a las frases recitadas mecánicamente. Se centró en la figura del hombre canoso de poblada barba que hablaba como el líder de aquel movimiento. La gente hizo cola para firmar los ejemplares que habían comprado allí mismo.
La Prelada esperó paciente a que terminara de hablar con su público. Lo siguió hasta la recepción del hotel, donde pidió la llave de su habitación todavía envuelto en una nube de seguidores. Raquel avisó a Luana a través del vínculo mental. Cuando la vio entrar por la puerta del hotel, caminó hacia el señor Alud. Se miró en uno de los innumerables espejos de la recepción. Su imagen sencilla estaba realzada por un maquillaje suave. Había recogido su melena en una coleta poco apretada, dejando sus rizos amplios sueltos por la frente. Despejó de gente los alrededores con sencillas órdenes mentales hasta aislar al señor Alud. Interrumpió su paso, mostrando timidez.
–Oh, discúlpeme. –Mientras sondeaba por decimoquinta vez su mente sin ningún resultado, simuló sorpresa –. Es usted el de la charla. Me ha gustado mucho su exposición –mintió Raquel –. Espero que tenga éxito con el libro. –Mostró el ejemplar que había adquirido mientras esperaba a que se alejaran sus seguidores.
–Gracias, señorita. Recuerdo su fuerte mirada, estaba en primera fila. –Levantó su brazo con distracción y colocó el meñique en la sien. El gesto fue tan natural que Raquel estuvo a punto de pasarlo por alto.
–Así es, señor Alud. Deseaba empaparme de su sabiduría. Acerquémonos a aquellos más sabios y dejemos que nos embeban de sus conocimientos–Con un movimiento igual de discreto, la Prelada realizó el mismo gesto.
–Estrofa décimo quinta, versículo tercero. Pedro de la Fuente cita a la multitud. Muy bien, señorita…
–Señora Burdeos. Abril Burdeos. –Raquel ofreció el libro a su interlocutor.
Rafael Alud se subió los anteojos y sacó una pluma bajo su chaqueta. La Prelada había localizado el foco del bloqueo. El artilugio de escritura brillaba a sus ojos con un aura especial. Para ojos no entrenados era una pluma cualquiera. Para los despiertos, el vínculo con las esferas latía con vida propia. Los Académicos eran expertos en la fusión de aquellas artes. El vínculo de la pluma con la esfera mental era poderoso. Si hubiera sobrepasado la barrera, una frecuencia de castigo hubiese atacado su psique. Con toda probabilidad, la hubiera dejado inconsciente. Luana pasó al lado de la Prelada en aquel instante. Raquel envió la imagen mental de la pluma y la atractiva mujer de piel oscura tropezó con Rafael Alud en su siguiente paso. Vestía una camisa blanca y falda de tubo. Cautivó la mirada del horondo intelectual. La Prelada observó a su compañera apoyar la mano sobre el brazo del escritor hasta tocar la pluma que esgrimía. El brillo místico de poder se desvaneció al instante. Intentó un nuevo sondeo. Los pensamientos del señor Alud se abrieron como almejas en agua hirviendo. Pensamientos obscenos, llenos de lujuria donde la imagen de Luana ocupaba todas las escenas. Aprovechó aquello en su propio beneficio.
–¿Qué le parece una dedicatoria especial en la intimidad de mi habitación, señor Alud? –El hombre barbudo dudó un instante antes de contestar. No veía a Raquel, contemplaba a la mujer con la que había tropezado. Después de manifestar su atracción por él le insinuaba un encuentro a solas. Su satisfacción en sí mismo iba a explotar aquel día tan completo.
Raquel acompañó a Rafael Alud hasta su habitación, manteniendo la ilusión en su mente. Cerró la puerta y puso el cartel de no molestar. El hombre quería satisfacer todos sus deseos corporales, empezando por el sexo y terminando por la comida. Primero se ocupó de sus lascivos deseos. Raquel dio la espalda al horondo barbudo mientras se frotaba contra las cortinas de la habitación. Terminó diez minutos después, embistiendo el vacío al borde de la cama. Cuando culminó su fantasía sexual, manifestó su apetito con brusquedad. Hizo aparecer a una camarera con un carrito repleto de comida. Los manjares que engullía iban acompañados de los ojos oscuros y amorosos de Luana. La Prelada sintió asco por ver aquel sujeto desnudo, simulando comer langosta de cara al espejo. Mientras Rafael Alud vivía su propia ilusión autogenerada, Raquel vaciaba el mini-bar. Con el alcohol pudo sumergirse en las capas más profundas de su anfitrión. Su convicción era fuerte y la creación de aquel foco de resistencia se sustentaba en la propia idea de supervivencia. Observó complejos de inferioridad que trataba de superar con expresiones narcisistas. A través de la imagen de Luana, vio como sentía un odio extremo hacia los despiertos, simplemente porque no podía acceder al poder de las esferas. Aquella revolución se solucionaba con un poco más de poder en las manos de quien lo solicitara.
Rafael Alud quería acceder a los restos sagrados de Pedro de la Fuente y adquirir su poder. Aquella insinuación era insultante, la Prelada preguntó de forma directa.
–¿Cómo pretendes infiltrarte en el templo de Gudecia? La Hermandad Roja guarda el lugar con más celo que el edificio Canciller.
–Cuento con mucha ayuda. Sé que te resultará extraño pero me ronda desde hace tiempo un nombre que no conozco. Me otorga un poder desconocido.
–¿Qué nombre?
–Saituk. –Raquel sintió un escalofrío que paralizó su cuerpo. Una presencia yacía acechante en el fondo de aquella mente. La presencia sostenía un espejo. Dentro de la imagen, se movía el vacío. Sintió el reclamo mental de Fernando. Había detectado peligro. La tensión de su sistema nervioso fue aumentando.
La presencia parasitaria había fijado sus sentidos en Raquel. Se removió en el interior de Rafael Alud. Saituk había despertado. Ella comenzaba a perder el control. La ilusión comenzó a desfallecer, creándose aberturas en el pensamiento del orondo barbudo. Manchas en el techo de la habitación, un grano blanco en mitad de aquel precioso rostro negro, grietas en las paredes… Su satisfacción iba en descenso con cada detalle que descubría. Raquel le ordenó que durmiera mientras mantenía un cerco mental alrededor de la presencia. Al instante, Rafael Alud se dejó caer en la cama, tal y como había venido al mundo. Comenzó a roncar a los pocos segundos. La Prelada aprovechó para huir.
El esfuerzo comenzó a afectar al estado físico de Raquel. De sus oídos resbalaron dos hilos de sangre, dejando el cuello señalado de rojo en ambos lados. Cortó el enlace mental justo cuando la presencia se lanzaba al asalto. Su enlace empático con el equipo Presagio había cesado. Los oídos le dolían y su terminal vibraba frenético. Al otro lado estaba Fernando, tratando de localizarla. Era inútil descolgar, estaba momentáneamente ensordecida.
No se atrevió a usar el ascensor. Las luces parpadeaban desde que puso un pie en la moqueta del pasillo. Se sentía desorientada. Recordó cuando Ventura tuvo su episodio de sobreesfuerzo. El malestar era constante, llegando a perder el sentido de la orientación. Cuando descendió hasta el tercer piso, el dolor la obligó a caer de rodillas. Las luces fallaron por completo en aquel instante. Su mermada percepción quedó atrapada en la oscuridad. El único sentido útil que le quedaba era el del tacto y no le gustaba aquello que sentía. Desde las escaleras superiores notaba como la materia perdía consistencia. De Raquel se apoderó el pánico. No podía escuchar sus propios gritos a pesar de sentir la garganta agarrotada. Cuando un par de manos fuertes la sostuvieron por la espalda, el colapso nervioso fue instantáneo. Su mente pasó a estar en estado de fuga, desdoblando su esencia y expulsando su ánima del cuerpo. Volvía a poder ver su entorno. Las manos fuertes eran las de Fernando. Había cargado su cuerpo y bajaba las escaleras escoltado por Octavio y Luana. Se sintió ridícula por un instante. Entonces giró su mirada hacia las escaleras superiores. La realidad se desmenuzaba a pasos agigantados, alcanzando el rellano del último tramo. Más allá había oscuridad fría, absorbente, desintegradora. La disolución de todo rastro individual. El miedo hizo que su doble astral regresara al cuerpo. Recuperó la vista y el oído en su mayor parte.
–Bájame, Fernando. Iremos más rápido.
–Ni hablar, Prelada. Te llevo yo. Acabo de ver algo que deja el suceso de Canalejas como simples fuegos artificiales.
El equipo Presagio salió del hotel dejando a decenas de personas confundidas tras de sí. Montaron en el coche y se alejaron del puerto lo más rápido posible.
–¿Dónde vas?
–Nos vamos de la ciudad ahora mismo. No sé qué coño has hecho, Raquel. La ciudad está en peligro y tenemos que salir de aquí ahora, cagando leches. –Pisaba el acelerador por la autovía de salida hacia el exterior de la zona metropolitana. Revisaba continuamente el reloj.
–Veinte minutos desde que me sacasteis del hotel. ¿Qué va a ocurrir, Fernando?
–Raquel, he visto algo tan extraño que soy incapaz de describirlo. Hay algo que me preocupa más en este momento. Estamos entrando por la gran avenida y es imposible. Estaba saliendo de la ciudad.
–Para un momento –dijo Octavio –, creo que tenéis que ver aquello.
Los tres pasajeros volvieron sus miradas para contemplar el núcleo urbano que dejaban atrás. Fernando dejó el coche en la cuneta y salieron del vehículo. Sobre ellos veían un fragmento de la Gran Vía de la ciudad. A su izquierda tenían una imagen cenital de la Plaza del Condado. Frente a ellos se encontraba el mar como si fuera un cielo inmenso. La realidad era un caleidoscopio roto en mil pedazos.