El árbol de los tres regalos
La entrada de la casa unifamiliar tenía una fila de niños que llegaba hasta el final de la calle. Se acercaban las navidades y la voz se había corrido por todo el barrio. Javier y Teresa tenían las luces apagadas para disuadir a los pequeños visitantes. Agustín esperaba en el patio trasero. Sujetaba un bate de beisbol y aguardaba bajo su árbol a que diera los tres frutos del día. En el tronco se notaban las abultadas bolsas de resina que resbalaban hacia el suelo. Agustín esperó a que alcanzaran el césped. Todo lo que había pedido, se había materializado dentro de aquellos sacos endurecidos. Con sonido sordo, cayó el primer regalo. Agustín levantó el bate de beisbol por encima de su cabeza hasta casi hacerle perder el equilibrio. Descargó un golpe enorme sobre la masa de resina endurecida. Retiró los restos y sacó una caja de madera de su interior. En la tapa estaba grabado el nombre del propietario. Jesús Cifuentes. Realizó el mismo proceso con los otros dos sacos endurecidos. Cristina Villa Héctor Fuenlabrada. Conocía a los tres, eran compañeros de clase. Tomó las tres cajas de una en una y las llevó al interior de la vivienda.
–¡Han salido!
–¿Cómo se llamaban tus amigos?
–Jesús, Cristina y Héctor. Los tres son compañeros de mi clase. –Su madre buscó el listado de nombres y tachó a los tres seleccionados.
Javier fue directo a la puerta mientras Teresa encendía la luz de la entrada. En cuanto hubo movimiento, la fila de niños, relativamente ordenada, se agrupó en la puerta del jardín frontal con papeletas en las manos.
–Dejad que se acerquen los tres compañeros de Agustín. Después recogeré vuestros nombres.
Los infantes accedieron a la entrada a través de un pasillo que formaron sus compañeros. Javier los hizo pasar a la vivienda. Sin quitarse los abrigos, los tres pequeños se dirigieron al salón. Agustín les hizo entrega de sus cajas. Abrieron allí mismo los regalos. En la caja de Jesús había una réplica exacta de una nave espacial Versen. Cristina extrajo la máquina de hacer palomitas que se le había antojado en la juguetería. Héctor sacó la video-consola último modelo, su objeto más deseado.
–Vamos, ahora marchad a casa. Debemos convocar a otros tres niños.
–¿Por qué va de tres en tres? ¿No pueden ser más? –preguntó Cristina.
–Porque el árbol solo da tres regalos. Aunque participaran más niños, no obtendrían nada –respondió Agustín, cerrando la puerta del jardín trasero y dejando el bate apoyado en la pared.
–Ah, vale. Nos vemos en clase.
Los tres salieron raudos con sus recientes posesiones. Una vez fuera, mostraron sus objetos como trofeos. Los niños aclamaron y se amontonaron de nuevo con las papeletas ondeando en sus manos. Javier se pasó la mano por su escaso cabello, había llegado el momento de seleccionar a los tres candidatos. Abrió la puerta y los niños invadieron el pequeño jardín de la entrada.
–Quietos, vamos a hacerlo poco a poco. Recogeré todas las tarjetas, sacaré tres de este pequeño saco de tela y el resto os marcharéis a vuestra casa.
Los pequeños introdujeron las papeletas en la bolsa de Javier uno a uno. El padre de familia sacó la primera papeleta.
–Victoria Nieto –La niña saltó disparada hacia el rellano de la entrada, junto a Javier. Una intranquilidad se manifestó entre los participantes. –Víctor García… Y el último es… Fernanda Granado. –Los gritos y las pataletas se apoderaron de la multitud. Javier, con gestos pacientes aunque con un deje quebrado en la voz, echó a todos los infantes de su jardín frontal. En varios grupos, los niños se fueron marchando hacia la calle. Javier consultó el reloj cuando los tres ganadores salieron de la vivienda. Nueve menos cuarto, tenía tiempo para poner las luces de navidad en familia.
Agustín acababa de introducir los tres sobres en la ranura central del árbol. Era una grieta imperceptible. Fue su tío Jonás el que le reveló cómo hacerlo. Trajo aquel retoño el año anterior y lo plantó en el centro del jardín trasero. Hacía mes y medio que había empezado a dar sus frutos. Al principio, otorgaba un regalo a la semana. En aquel instante, el árbol medía cinco metros de altura y ofrecía hasta tres regalos al día. Agustín había presumido en clase al presentarse con unas zapatillas de deporte nuevas. Pronto, todo el colegio se había enterado del prodigio. Agustín conseguía regalos por arte de magia. Aquello le hizo ser el chico más conocido de todo el barrio.
Al cabo de pocas semanas, Agustín ya no se sentía complacido. Conoció a mucha gente pero siempre estaba el motivo interesado de los regalos. En noviembre se negó a invitar a más gente a su casa. Fue cuando comenzaron las concentraciones delante de su vivienda. No solo eran compañeros del colegio. Los vecinos y otros chicos del barrio que apenas conocía se reunían alrededor de él cuando salía o llegaba de clase. Le ofrecían dinero a cambio de uno de sus regalos. Al final fue su padre el que tomó la determinación. Cobró diez euros por entrada, los chicos podían pedir un regalo de valor superior. No se permitía repetir. Si ya habías obtenido un regalo, no podías volver.
Javier había desenredado todas las luces y ofrecía un extremo a su hijo. Teresa estaba terminando de cocinar. Fue entonces cuando sonó el timbre. Agustín soltó las luces y agarró el bate de beisbol.
–¿Dónde vas con eso? Déjame a mí. –Javier le arrebató el palo abombado y lo balanceó con una mano mientras abría la puerta con la otra.
–¡Javi! ¡Hermano mío!
–¡Jonás! ¡No te esperaba tan pronto! –Javier soltó el bate y abrazó al inmenso hombre. Iba cargado con un árbol de navidad; arrastraba una maleta. –¿No será otro de esos árboles?
–No, no. Es plástico. Lo he comprado en el centro comercial, sabía que no tendrías la decoración preparada. –El hombre barbudo se abrió paso hacia el interior –¡Hola Agustín! ¡Un abrazo, Teresa! ¿Dónde dejo esto?
–Ahí mismo, no te preocupes. Luego lo colocaré en el salón. Tus maletas las llevas luego a tu habitación. –Teresa abrazó a Jonás, perdiéndose en el cuerpo del corpulento hombre. Tomó a Agustín acto seguido y lo sentó en sus hombros.
–¿Cómo está mi sobrino? ¿Cuántos años tienes ya?
–Nueve voy a cumplir dentro de tres meses. El árbol que trajiste es asombroso, no para de dar regalos.
–De eso quería hablarte –dijo Javier –. Hace poco que todos los niños del vecindario nos acosan.
–Os dije que guardarais discreción. Es un ejemplar único y muy valioso.
–¿Cómo lo conseguiste?
–Es algo que nos tienes que contar algún día –dijo Teresa.
–Mejor os lo cuento mientras cenamos. Me muero de hambre.
Los cuatro se sentaron alrededor de la mesa. Había un asado en el centro, puré de patatas y zanahorias hervidas con brócoli. Jonás llenó su plato en dos ocasiones. Bromeaba con anécdotas de sus viajes por el mediterráneo. Cuando toda la familia se quedó en silencio y con la mirada fija en él, comenzó a contar la historia del árbol.
–Fue en los andes, en un pueblecito de Perú que visité el año pasado. Tenía un nombre impronunciable. Vendían toda clase de plantas y árboles en un puesto del mercadillo. Me acerqué por curiosidad y me llamó la atención una semilla rojiza, del tamaño de mi puño. La tomé entre mis manos y estaba caliente. Era extraño porque aquel día llovía a cántaros. El tendero se negó a vendérmela así que comencé a comprar plantas de otras clases y semillas extrañas. Aproveché un descuido suyo y me la metí al bolsillo.
–¿La robaste? Eso no está bien hecho, tío.
–Él me estaba robando a mí, por todo lo que le compraba me pedía tres veces más. Lo consideré como un obsequio después de mi enorme gasto. Pero aquello no fue todo, tuve que visitar a un chamán. Me enseñó lo necesario para hacerla florecer.
–¿Y sabes si va a dar más regalos?
–¿Cuántos frutos dan ahora? –Jonás se llenó la boca con brócoli.
–Tres regalos al día desde hace dos semanas.
–No creo que de más regalos pero si te ofrece todo lo que pides, está muy bien. ¿Qué te parece si lo ponemos a prueba?
–No creo que sea buena idea, Jonás. Los niños han agotado los regalos por hoy y los de mañana ya los hemos introducido. Hasta Nochebuena no podremos usarlo. Tenemos comprometidos los regalos para navidad con el Hospital Infantil.
–Ah, hermanito… Tú siempre siguiendo las normas que te has dictado. ¿Es siempre tan estricto, Teresa? –La mujer sonrió. El hombre corpulento se limpió las comisuras de los labios y se levantó de la mesa. –Propongo que pidamos algo de mucho valor. Luego ya lo donaremos adecuadamente. Yo haré una petición, vosotros dos las restantes.
–¿Y yo?
–No te preocupes, Agustín. Si el árbol concede nuestros deseos, no te faltará de nada. ¿Mañana lo probamos? –El chico asintió inseguro. Javier y Teresa intercambiaron miradas interrogativas. Jonás sonrió con afabilidad mientras se frotaba la barriga. –Una cena estupenda, Teresa. Me encantaría descansar un poco.
–Puedes irte a tu habitación cuando quieras, te he llevado la televisión pequeña. –dijo Javier.
–Tendrás que poner las sábanas, no te esperábamos hasta mañana.
–Voy ahora a solucionarlo ahora mismo.
Mientras Jonás acondicionaba su habitación, Agustín fue acostado por su padre. Lo convenció a cambio de que pudiera llevarse su Ultraman 3000 a la cama. Después salió al salón, apagó todas las luces y se abrazó a su esposa.
–¿Qué tiene en mente tu hermano?
–Seguro que nada bueno. Ha estado huyendo de algo hasta ahora.
–¿Debo preocuparme?
–No, jamás nos pondría en peligro. Vamos a la cama.
Al día siguiente, la rutina de Agustín se repitió. Los niños acudían a él nada más pisar el asfalto. Trataban de ganarse su favor ofreciendo bocadillos y chucherías. Agustín tenía más razones aquel día para negarse. Transcurrió el día ignorando las aclamaciones y llamadas de atención de los demás compañeros. Cuando regresó a casa, su tío lo esperaba con una sorpresa. Cuatro enormes perros esperaban pacientes en los escalones de la entrada. En cuanto lo vieron, se levantaron a la vez. Jonás riñó a los canes y estos volvieron a relajarse.
–Qué bien que hayas llegado. Déjame uno de tus guantes y no te acerques más. –El chico obedeció y Jonás pasó la prenda por las narices de los cuatro cánidos. –Este es de mi familia, si lo dañáis pagaréis con vuestra vida. ¿Está claro? –Para sorpresa de Agustín, los perros asintieron.
–¿Te entienden los perros?
–Son más listos de lo que crees. Pasa adentro, dejaré a nuestros amigos sueltos por el jardín.
–¿Muerden?
–Oh, sí. Aunque solo el bajo del pantalón. Si te pillan, te llenarán de babas y ladrarán sobre ti hasta que alguien logre quitártelos de encima.
–¿De dónde han salido?
–Son de un amigo. Vamos, adentro. Antes de que te vean todos aquellos pequeños salvajes.
Los niños comenzaban a agruparse en las afueras del jardín frontal. Ante la muchedumbre, los perros comenzaron a ladrar. El terror ante la fiereza de los canes dispersó a la masa infantil. Tan solo aguantaron los tres ganadores del día anterior, subidos al techo de un coche. Jonás salió con los regalos, los dejó sobre el capó y volvió al interior.
–Decid a todo el mundo que no va a haber más regalos. Ni siquiera pagando por ellos. Felices fiestas, pequeños monstruos.
Cuando pasó a la vivienda, Jonás encontró todo preparado. Teresa había extendido las tarjetas en la mesa del salón. Los tres se sentaron a escribir sus peticiones. Acudieron las primeras dudas.
–¿Cuántos kilos puede dar un árbol como este? –preguntó Javier.
–No lo sé, por el tamaño de cada caja yo diría que treinta o cuarenta kilos.
–En ese caso yo sé perfectamente qué voy a pedir –dijo Teresa.
–Todos lo tenemos claro, ¿verdad? Debemos ser lo más específico posible. –Jonás se enfrascó en la escritura, dando detalles precisos de su regalo. Teresa fue la primera en terminar. Javier dejó el bolígrafo sobre su tarjeta unos segundos después. Jonás rellenó hasta el último hueco blanco de su pedazo de papel.
–No es la carta de los reyes magos –dijo Javier.
–Tengo que ser preciso, no sea que aparezca cualquier guarrería… Ya lo tengo; ahora lo metemos en los sobres y el árbol nos otorgará sus generosos presentes.
Los tres salieron al jardín trasero. El extraño árbol emitía un resplandor claro y solitario en mitad del césped. Agustín se acercó al tronco, introdujo los tres sobres y agradeció la generosidad que mostraba con ellos.
A la mañana siguiente, el día amaneció encapotado. En las noticias avisaban del riesgo de nevada. Agustín bajó en pijama a desayunar; encontró a sus padres y a su tío en el jardín trasero. Miraban hacia el cielo. El niño se acercó y fijó la vista en el punto en el que todos sus familiares mantenían los ojos. Una espiral de nubes estaba sobre ellos. En cuanto Teresa se percató de la llegada de Agustín, pasó a preparar el desayuno.
–¿Qué le pasa al árbol, mamá? Está más oscuro.
–No lo sé. Tal vez sea el frío. Tu padre y tu tío lo solucionarán. Toma el desayuno con tranquilidad, estás de vacaciones.
Las horas pasaron y Agustín las invirtió jugando, leyendo comics y viendo la televisión. Disfrutó de aquel día como ninguno en su vida. Solo tuvo que vestirse momentos antes de la cena, cuando su madre lo obligó a hacerlo. Durante la cena hubo tensión, aunque el niño no sabía a qué se debía. Sus padres y su tío estaban ansiosos, miraban hacia el jardín trasero todo el tiempo.
–Si queréis, voy a por el bate y abro los regalos. No sé por qué queréis esperar tanto.
–Es para que no se enfríe la cena, cariño. Si soy sincera, creo que se me cerraría el estómago teniendo mi regalo cerca.
–Creo que me pasaría lo mismo –dijo Javier. Jonás se quedó en silencio, devorando aquel delicioso pavo.
Fue la cena de Nochebuena más rápida de sus vidas. Tras vaciar un café solo de un trago, Jonás se levantó con brusquedad. Agustín sostuvo su vaso de agua para que no se volcara.
–Es la hora, Agustín. Vamos a abrir esos regalos.
El niño agarró el bate de beisbol y se dirigió hacia su árbol. Cuando abrió la puerta del jardín, un frio helado congeló su rostro. Los sacos endurecidos colgaban de la corteza ennegrecida del tronco. Agustín notó una particularidad que no se había mostrado antes. La resina contenía manchas negras. Supuraban y latían de forma extraña. En el cielo, la espiral de nubes seguía sobre ellos. Unos pocos copos de nieve comenzaban a caer en aquel momento. Con decisión, golpeó el primer saco resinoso. El fruto cayó a plomo sobre el suelo, rompiéndose en el acto.
–Javier Manso. Papá, esto pesa mucho. –Un relámpago cruzó el cielo. La brisa helada se elevó a viento suave.
–Yo lo tomaré, veamos si este árbol ha cumplido.
Con rapidez, el padre de familia destapó la tapa de su caja. Treinta kilos de oro en lingotes de medio kilo brillaron ante sus ojos. Javier mostró inseguro el contenido a su familia. Agustín bajó el segundo regalo. El saco resinoso se comportó de la misma forma, mostrando el peso de su interior. En la caja estaba grabado el nombre de Teresa Rodríguez. Ella se aproximó y también abrió el regalo allí mismo. Se echó las manos a la cara, tapando su boca, cuando observó el contenido. Quinientos diamantes brillaban en el interior de aquella caja. Uno grande, en el centro, fue el que obtuvo su atención. Le ocupaba toda la palma de la mano. Por último, el paquete de Jonás cayó de la corteza oscurecida con un golpe certero de Agustín. La nieve ya formaba una fina capa sobre el césped del jardín trasero. El viento se aceleraba en ráfagas inconstantes.
–Al ver vuestros regalos, me siento un poco avergonzado por lo que he pedido. –Abrió la caja de un tirón. Un enorme fardo blanco de treinta kilos de peso cayó sobre sus rodillas. Perforó el plástico con el dedo meñique, lo suficiente para introducir la uña. Se llevó el dedo a la boca. –Genial, es de primera. Espero que sean los treinta kilos de la… –Se percató de las miradas de su hermano y su cuñada. Agustín estaba expectante. –…La harina de Perú que he pedido.
–¿Eso es…? –Javier no podía creerse lo que estaba viendo.
–Harina, cielo. Ya lo ha dicho tu hermano. Es lo que Agustín necesita saber. Lo que tenga que hacer con ella no es asunto nuestro.
–Ya te vale, Jonás. De esto me acordaré toda la vida.
–Hermanito, tengo algunas deudas que pagar. Me he metido en algunos líos que no puedo ni contarte. Con este material puedo resolver mis problemas y hacerme rico.
–¿Y cómo vas a hacerte rico con la harina, tío Jonás?
–Verás, es una harina de una especie extinta. Podré hacer unos pasteles especiales que todo el mundo me quitará de las manos.
En aquel momento el suelo tembló bajo sus pies. Unas raíces ennegrecidas afloraron entre el césped. Toda la familia, de forma instintiva, se volvió hacia el árbol de los tres regalos. Las hojas habían cambiado a un gris oscuro y la resina caía negra por el tronco, tiñéndolo de oscuridad. Teresa gritó de pronto, una raíz atrapó sus piernas. La extraña resina se extendió hasta sus pies. La raíz se elevó, dejando a la mujer colgada boca abajo. Javier intentó defender a su esposa, arrebató el bate a su hijo y golpeó la raíz dos veces. A la tercera, el bate de beisbol quedó sujeto junto a sus manos en la masa pegajosa. Jonás acertó a alejar a su sobrino de una rama que pasó cerca de su cabeza. Tío y sobrino quedaron a salvo dentro de la vivienda. Un nuevo temblor sacudió el suelo.
–Está creciendo muy rápido, las raíces se abren paso por los cimientos. Sólo hay una forma de detenerlo.
–¿Cómo? Hay que hacerlo rápido, mis padres están atrapados.
–Hay que electrocutarlo. –Jonás tomó un cuchillo de la mesa y se dirigió a las luces navideñas. Cortó un extremo del cable con rapidez. El cable desnudo emitía un leve resplandor eléctrico. Con decisión, se acercó al árbol. Trató de esquivar la primera de las ramas que venía desde arriba. La segunda lo golpeó a la altura de las rodillas, derribándolo en el suelo. Dos raíces salieron del suelo y envolvieron los brazos del Jonás. Sobre ellos, la espiral de nubes giraba más fuerte. La nieve se había convertido en ventisca. Agustín se fijó en la tira verde sobre el esponjoso fondo blanco. Emprendió una carrera frenética, se dejó resbalar por el suelo nevado hasta alcanzar el cable navideño. Resbaló por el césped cubierto, evitando las raíces negras que surgían tras él. El impulso lo llevó hasta el tronco del árbol. Una vez al pie de la conífera, expuso los cables pelados sobre la resina pegajosa. La corriente fue leve, en un principio. Un ronco gemido parecía surgir de la profundidad del suelo. Al cabo de unos segundos, la tensión eléctrica fue creciendo. Agustín se apartó unos pasos hacia atrás. Un enorme estallido lo acabó impulsando hasta la pared. En el recorrido, levantó medio metro de nieve. Sus pelos estaban de punta. El cable navideño se consumió en llamas. Todo el barrio se quedó sin luz. El árbol de los tres regalos perdió su extraña aura. La resina negruzca comenzó a arder, perdiendo fuerza. Teresa y Javier quedaron libres de la pegajosa presa. Javier se apresuró a apagar las pocas llamas que lamían el suelo de la vivienda. Teresa fue directa hacia su hijo, que salía entre la nieve con cara de asombro. La planta se consumía desde el interior. Jonás se removió en el suelo y las raíces se deshicieron en una nube de cenizas. Al incorporarse, tomó su fardo olvidado entre la nieve y dio las buenas noches a todos.
Agustín no pudo pegar ojo. Se levantó unos minutos después del amanecer, al escuchar los sonidos que hacía su tío en la cocina. Cuando llegó hasta allí, sus padres hablaban acaloradamente con él.
–Ahora no tenemos que preocuparnos. Somos ricos, podéis pagar la instalación eléctrica otra vez. En cuanto a mí, debo saldar algunas deudas. Por cierto, los perros se han cagado en el jardín, me los llevaré pero no tengo tiempo de quitar sus caquitas –su sobrino esperaba en la puerta de la cocina –. Agustín, te despiertas a tiempo.
–¿Te marchas? ¿Tan rápido?
–Tiene que ser así. Debo cumplir una misión. Nos veremos el año que viene y tendrás una sorpresa mayor que este árbol.
–¿Como un dragón?
–Algo así. –Abrazó a su sobrino y besó a Teresa en la mejilla. Javier negó el abrazo de su hermano, seguía enfadado con él. Tomó su maleta y fue hacia el exterior. Con un silbido, los perros acudieron a su encuentro. Desapareció saludando feliz por la puerta del jardín frontal.
Agustín tardó en responder a su madre. Quería saber si iba a querer leche fría. Estaba preocupado. Se había quedado sin la fuente de sus regalos. Fue al jardín trasero de la casa. El árbol ennegrecido se retorcía sobre sí mismo en una expresión de dolor sordo. Por primera vez, Agustín sintió la pérdida de algo querido. Atravesó el patio nevado, todavía se notaban las huellas de la noche anterior. Se acercó al tronco y lo tocó por última vez. Estaba tan calcinado que se deshizo al instante, dejando una mancha negra sobre la nieve. La mugre cubrió su pelo y su pijama. Se marchaba hacia el interior cuando notó algo más. Había una pequeña esfera rojiza entre las cenizas. La fue a tomar con sus manos desnudas y sintió el calor que desprendía. Hizo una montaña de nieve alrededor hasta conseguir enfriarla lo suficiente. Con la semilla en la mano, temblando de frío y ennegrecido por las cenizas, fue corriendo hacia su madre.
–Tenemos que llamar al tío Jonás ahora mismo. Él sabe hacerla florecer.