Última plegaria
El ejército de Siham defendió la muralla hasta el último aliento de vida. Los arqueros se precipitaban al vacío, víctimas de las flechas enemigas. La dotación de infantería se resguardaba en el exterior de la muralla, preparados para rechazar a quien osara traspasar la frontera. La lluvia de flechas caía también sobre ellos. Sus escudos frenaban los proyectiles sin causar daño alguno. El ejército invasor de Gushun portaba una fuerza devastadora. Tras la montaña, una serie de alaridos alertó al ejército de Siham. El campo de batalla se paralizó durante unos instantes. Irrumpieron dos gigantes en el nacimiento del valle. En su carrera, levantaban pedazos de tierra tan grandes como una carreta. El comandante de Siham interpuso a dos columnas de infantería en el avance de aquellos seres. Fue un error. Destrozaron las formaciones conforme avanzaban hacia la muralla. La mayoría fue aplastada por los enormes martillos que blandían. La caballería de Siham trató de detener a los leviatanes. El mismo rey iba en cabeza. Cargaron con sus lanzas, hiriendo las piernas de sus objetivos. El ataque, aunque logrado, fue ineficaz. Obligó a los gigantes a rodar por el suelo, causando la desaparición total de la caballería bajo su peso. El rey había caído en combate. Los soldados supervivientes quedaron desmoralizados.
Los titanes seguían destruyendo todo a su paso, al margen de su victoria en el campo de batalla. En una decena de pasos se plantaron delante de la almenara principal de defensa. El sonido del derrumbamiento llegó hasta ellos medio minuto después. Uno de los titanes había derribado la muralla. Centenares de casquetes cayeron sobre el ejército defensor. El último soldado murió aplastado bajo el peso de los escombros. El segundo titán se encargó de aplastar a los supervivientes. Crissen lo vio desde la atalaya, con el catalejo de su maestro. A su lado, el anciano se mesaba la barba. Veía el campo de batalla a través de su ojo interno.
–Es el fin… Siham ya no tiene ejército. Muchacho, vámonos.
–¿Estamos perdidos, maestro Grebs?
–Solo nos queda intentar una última cosa… El estandarte real ha caído bajo los pies de uno de los titanes. Baja de una vez, Crissen.
El muchacho descendió de las rocas donde se había encaramado para observar la batalla. Su maestro extendió la mano. Crissen entregó el catalejo al anciano Grebs. Lo plegó para guardarlo en su bolsa de viaje mientras regresaban a por sus monturas. Los caballos seguían donde los habían amarrado, nerviosos por el estruendo.
–Iremos a la gruta de Navik. Está cerca aunque debemos apresurarnos. El ejército de Gushun nos cortará el paso si esperamos demasiado.
–¿Cómo ha sucedido? ¿Por qué quieren reducir nuestro reino a cenizas? –el anciano se tomó un tiempo antes de contestar.
–Por arrogancia. Por altivez y soberbia. Por creer ser mejores que el resto de los seres de este mundo.
–Si tan malvados son los de Gushun, deberíamos formar una coalición de países y plantarles cara.
–No hablaba de Gushun. Vámonos, el ejército se está reagrupando. No van a acampar en el nacimiento del valle.
–¿Nosotros somos la causa? –El chico cabalgaba siguiendo a su maestro sendero abajo, conmocionado –Pensé que nuestro reino era el más poderoso. Aquí se reúnen los más sabios de nuestro mundo.
–Y se acabaron corrompiendo. Pensaron que el resto de países les debían pleitesía. La arrogancia se convirtió en estupidez y eso nos ha llevado a esta situación. Si salvamos este reino será con la ayuda de Zhes. Solo él determinará el futuro de esta región.
–¿Vas a pedir ayuda al dios de la tormenta?
–Es nuestro último recurso. Ni siquiera puedo asegurar que funcione. Ve más rápido, hay que llegar al otro lado del río.
El descenso de la montaña transcurrió en un suspiro. Atravesaron las aguas por el vado que habían cruzado horas antes. En aquel lugar observaron dos figuras en armadura. Un soldado llevaba a otro agarrado por el brazo. Exclamaba en su dirección, implorando ayuda. El anciano se acercó a ellos y descabalgó con una agilidad jamás esperada. Buscó dentro de su zurrón mientras se acercaba a los soldados. Dejó de hacerlo en cuanto vio la cara del hombre herido.
–Ayúdeme señor. Es mi hermano pequeño. Prometí cuidar de él.
–No hay nada que hacer, soldado. Nada que hacer.
El hombre sostuvo a su hermano unos instantes más. Dejó caer despacio el cuerpo ensangrentado.
–Vamos a la gruta de Navik. Puedes venir con nosotros o puedes quedarte y recibir al ejército de Gushun. Vienen hacia aquí para arrasar Sipolis.
–Entonces todo está perdido. Da igual que viva o muera. Me quedaré a proteger el cadáver de mi hermano hasta mi último aliento.
–Hablaremos con el dios Zhes. Él puede salvar esta nación y, de paso, traer a tu hermano de vuelta. Nos vendría bien un soldado en esta breve excursión.
–¿Habla en serio? ¿Quién es usted? ¿Uno de los magos de la torre central?
–En efecto –el anciano le entregó las riendas de su caballo –. El maestro Grebs. Le ayudaré a atar a su hermano a mi montura. Yo cabalgaré con mi discípulo, se llama Crissen. Vamos a ir muy rápido, no me pierdas de vista.
–Mi nombre es Kino. Les acompañaré si es posible resucitar a mi hermano. Gracias por la ayuda. –El anciano mostró una agilidad superior a la de un hombre de su edad. Montó detrás de su aprendiz y ambos caballos se adentraron en la espesura del bosque.
La gruta de Navik era un punto de acceso para el templo subterráneo de Zhes. Su entrada se abría veinte metros de altura. El paso era suficiente para entrar con los caballos. A su paso, el maestro Grebs encendía las antorchas laterales con una leve muestra de su poder. Instaba a su discípulo a que intentara hacer lo mismo. Crissen fue capaz de encender dos en todo el trayecto. Al final de la gruta, se alzaba el majestuoso templo de Zhes. Estaba construido en una planta circular, con columnas clásicas y sin tejado. Llevaba tiempo abandonado. Los habitantes de Siham prefirieron recurrir a la hechicería antes que al favor de los dioses. Zhes fue el último en ser olvidado.
El anciano bajó de la montura. Antes de entrar en el suelo sagrado, realizó el saludo a la deidad. Usó su poder para imbuir de energía aquel lugar santo. La conexión con el plano divino se había establecido. El templo circular tembló unos instantes antes de iluminarse en su parte central. La figura etérea de una persona flotó frente a ellos. Era joven y anciano al mismo tiempo; hombre y mujer a la vez; era Zhes.
–¿Qué quieres, maestro de los humanos?
–Vengo en horas aciagas para la nación de Siham. Un ejército enemigo ha traspasado sus fronteras. Desean destruirnos, no conquistarnos.
–¿Y qué pretendes, invocando mi presencia?
–Ayuda, mi señor. Le imploro ayuda para esta región y para sus ciudadanos. En el pasado, fueron devotos seguidores.
–Llevan décadas sin aparecer por cualquiera de mis templos. ¿Por qué debería ayudarles, cuando me han dado la espalda?
–Es una buena oportunidad para hacer ver a la gente que se equivocaron al abandonar su consejo, mi señor.
–Mi respuesta es negativa, maestro Grebs. No voy a salvar esta tierra. No hay nada que merezca ser salvado. Una vez que os preste ayuda, la gente de Siham volverá a olvidarme. Son desagradecidos, egoístas y presuntuosos.
–Se lo ruego, señor. Millones de vidas se perderán con esta guerra. No tenemos defensa alguna. El ejército del rey ha sido aniquilado.
–Entonces, asumid vuestro destino. Miles de reinos han existido y se han marchitado antes que este. Millones de vidas vuelven a nuestro jardín divino y parten de allá para encarnar de nuevo.
–Entonces no te importa que el reino de Gushun haya traído titanes. Quieren reducir a pedazos la ciudad que una vez fue tuya. Aquella donde pisaste por primera vez esta tierra y donde formaste una familia.
–¿Han despertado a sus titanes? –La imagen del dios parpadeó unos segundos. –¿Se han atrevido a tanto?
–Así es, mi señor.
–No podrán volver a encerrarlos. Acabarán con todo vuestro mundo. Cuanto más destruyen, más fuertes se hacen. De acuerdo, os ayudaré con vuestro problema. –La imagen de la deidad se difuminó. La luz, que parecía brotar de las columnas del templo, fue extinguiéndose poco a poco. Kino exclamó con sorpresa al ver el cadáver moverse sobre la silla de montar.
–Kuro… ¡estás vivo! –El soldado fue directo a la montura. Desató a su hermano y lo ayudó a tocar suelo. –Tranquilo, la batalla ha concluido. Hemos sido derrotados. Zhes te ha traído de vuelta. Te aplastaron los escombros de la muralla.
–Lo siento mortal. Tu hermano está a salvo más allá de esta vida. Es Zhes quien anima este cuerpo –la mirada del soldado mostraba sorpresa –. No iba a traerlo para que tuviera que morir de nuevo. La verdad, no tenéis ninguna probabilidad de vencer.
–Pero has prometido ayudarnos –dijo el maestro Grebs.
–Y lo haré, hasta que este cuerpo resucitado vuelva a morir.
–Vámonos, entonces –dijo el maestro Grebs –. El tiempo no está de nuestra parte. Crissen, a las monturas.
–¿Y dónde vamos ahora?
Un temblor profundo llegó hasta ellos. Al momento, un estruendo metálico y constante se escuchó procedente del exterior. Los cuatro viajeros deshicieron su camino con precaución. En la pared opuesta de la gruta, rebotaba el sonido que los soldados de Gushun realizaban al moverse.
–Están forzando la marcha, quieren llegar esta misma noche a Sipolis –dijo Kino.
–Los detendremos aquí –el anciano dibujó en la tierra la zona donde estaban –. El valle es un cuello de botella por su zona final. Aquí es donde las cordilleras se cortan y por donde se accede a Sipolis. Si Zhes no tiene objeción, derribará la montaña sobre el ejército y taponará esta entrada, ganando tiempo.
–Zhes cumplirá su palabra. El maestro Grebs puede estar tranquilo.
El grupo se apresuró a moverse entre la montaña. Se tuvieron que valer de todos sus recursos personales. Kino mostraba un conocimiento de la zona excepcional. Crissen fue pegando pergaminos de bola de fuego en distintos troncos, a la espera del paso enemigo. Grebs orientó a Zhes sobre qué partes de la montaña debería derribar. Su espera no duró demasiado.
Cuando el ejército invasor llegó hasta la zona de emboscada, el dios desató el caos. Elevó el cuerpo resucitado en las alturas, envuelto en una nebulosa eléctrica. Comenzó a generar rayos donde Grebs le había mostrado. Las saetas de energía se estrellaron en las rocas. Una avalancha de peñascos, grava y arena cerró el valle, aprisionando a la vanguardia del ejército de Gushun. Zhes descargó centenares de rayos contra aquellos que reptaban buscando auxilio. Entre tanto, Kino luchaba con su espada desnuda contra los desconcertados supervivientes. Crissen activó los hechizos de bolas de fuego, creando más confusión y pánico. La caballería fue de retaguardia a vanguardia, tratando de localizar el foco del ataque. Los arqueros disparaban hasta a la más mínima hoja que se movía cerca de ellos. Aquellos instantes de tensión se disiparon cuando los dos titanes aparecieron. Comenzaron a despejar el paso que había bloqueado Zhes, sin preocuparse por sus compañeros atrapados. El hombre resucitado volcó el poder del rayo en ambos titanes. Aquella energía capaz de derribar montañas apenas causaba heridas en ellos. Grebs observó aquello con preocupación. Sin duda, los titanes de Gushun eran fuerzas primordiales de la naturaleza, capaces de rivalizar con el mismo Zhes.
El dios, cansado de no conseguir dañar a los enormes seres, concentró su poder en sí mismo. Su cuerpo creció hasta doblar en tamaño a los titanes. Fue entonces cuando comenzó una furiosa lucha a corta distancia. Zhes agarró por el cuello al titán más cercano. Escapó antes de que fuera aplastado entre el antebrazo y el bíceps de la deidad. Como si fueran una misma mente, los dos titanes se lanzaron sobre Zhes, golpeando su cuerpo allí donde más dolía. El dios cayó de espaldas, aplastando a gran parte del ejército invasor. Una vez en el suelo, los titanes golpeaban al dios una y otra vez. Zhes agarró a uno de ellos, descargando todo su poder eléctrico hasta que el valle se anegó del olor a carne quemada. Uno de los titanes se desplomó sin vida. El segundo redobló los esfuerzos por aniquilar al dios. A pesar de la maraña de rayos que salía de Zhes, El titán fue capaz de aplastar la cabeza del dios con su gran martillo. Gerbs llamó a su discípulo, sabiendo que llegaba la hora de huir.
La oportunidad se había evaporado. Buscaron a Kino por los alrededores. En el lugar donde había estado combatiendo había una enorme huella de titán. La espada del soldado estaba doblada, al borde de la pisada. Crissen tiró de la toga de su maestro hacia el lugar donde estaban los caballos. Allí donde los habían dejado solo quedaban árboles tronchados. Una compañía de soldados enemigos salió de la espesura rota, apuntándoles con sus lanzas. Gerbs puso a su discípulo de rodillas. Realizó el mismo gesto, con rostro compungido. Dos docenas de lanzas los mantuvieron a raya hasta ser inmovilizados. Grebs lamentó la caída de Siham aunque no derramó lágrimas por ella. Había merecido aquel destino, tanto como su perdón.