El Melón Verde
Olía a nuevo todo el despacho. El interior de aquel edificio lucía como recién acabado. Las salas anteriores, incluido el bar, enmascaraban aquel residuo con ambientadores. Clarise sabía que el edificio había sido reformado. Le sorprendió ver un frutero en la mesa lateral. En ella, relucían varias clases de melones. El hombre respondió sin que hubiera pregunta alguna.
–Es por el nombre del local.
Ivan Kuruskov no escondía sus vicios. Esnifó una raya de cocaína con rapidez, extendida sobre la madera de su escritorio. Después de frotarse la nariz, aguantando la sensación de adormecimiento, observó el currículo delante de su mesa.
–Te llamas Clarise Newton, por lo que veo aquí. ¿Llevas mucho practicando esto?
–Unos nueve meses. Seis días a la semana.
–Queda claro que te contrato para bailar en la barra de Striptease. –El acento estaba suavizado por el tiempo que había pasado en el país. –Si quieres sacar más pasta con otros clientes, es asunto tuyo pero en este establecimiento se paga por habitación.
–No sé a qué se refiere, señor Kuruskov.
–A vender tu cuerpo. Sexo a cambio de dinero. Si lo necesitas, tenemos habitaciones para ese cometido. Están preparadas con todo: condones, lubricantes de todo tipo, vibradores, consoladores… Tengo unas muestras por este cajón… –Dejó sobre la mesa varios sobres individuales de gel, vibradores de los baratos y condones de sabores.
–No será necesario. Solo quiero bailar.
–Bueno, en cualquier caso, Lorena se encarga de las habitaciones. Está en la recepción para socios. Cobramos veinticinco pavos la hora. Puedes cargárselo al cliente o que salga de tu bolsillo pero deben abonarse de inmediato.
–De momento, me dedicaré al baile. Será mi única actividad en el Melón Verde.
–Mucho mejor para ambos, así no tengo que enseñarte el resto del local. Habla con Lorena, será tu madre superiora.
–¿Madre superiora?
–Tiene su gracia. Antes, este local era un convento. Lo terminé de reformar hace poco. Como guiño a sus anteriores dueños, hemos conservado cierta ambientación. Ahora, ve a conseguir los horarios para tus actuaciones. Estoy deseando verte. Tal vez tengas futuro.
Iván Kuruskov intentó acariciar el pelo moreno de Clarise. Ella se apartó antes de que lo hiciera con un gesto distraído. Salió del despacho sin mirar a aquel hombre. Se había levantado de su asiento y se colocaba los testículos entre el pantalón del traje.
La joven observó con más detalle la decoración de la sala. San Jorge vencía al dragón mediante la sodomía, la virgen María recibía una lluvia dorada o el propio Jesucristo contemplaba, comprensivo, la última orgía de sus apóstoles. Clarise se dirigió hacia la zona de socios y se presentó como la nueva bailarina. Lorena fue simpática en todo momento. Le asignó tres noches por semana. Los jueves, viernes y sábados eran suyos. La misión había comenzado.
Aquella semana, Clarise deslumbró ante el público. El propio Ivan Kuruskov lamentó haberse perdido las dos actuaciones anteriores. Aquella mujer desprendía una inocencia cuando bailaba que despertaba la lujuria de la masa. El propietario del Melón Verde se obsesionó con aquella chica. En la quinta llamada a su teléfono personal consiguió hablar con ella. Kuruskov preparó un encuentro en su despacho. Clarise aceptó. El día de la cita, Kuruskov tenía todo controlado. Había fijado la hora por la mañana, cuando el club estaba vacío. De tener que insistir con la chica, nadie los interrumpiría. Esperó, impaciente, el día de aquel encuentro.
–Gracias por venir, señorita Newton. He tenido el placer de observar su trabajo. Es un espectáculo que ha levantado muchas pasiones. He recibido ofertas jugosas por usted. Quería promocionarla, representarla. Ser su manager. ¿Desea tomar una copa?
–No, gracias.
–¿No bebe alcohol? ¿Un refresco, tal vez?
–No.
–¿Agua?
–Estoy bien así.
Kuruskov ocultó una mueca de disgusto. El plan de la droga en la bebida no había funcionado. Se levantó de su asiento y paseó con simulada distracción alrededor de la chica.
–Creo que podrías ganar enormes sumas de dinero, Clarise. Tienes un talento innato. Te imagino en Las Vegas, cobrando millones por tu espectacular danza.
–No me interesa el dinero.
La frustración de Kuruskov crecía a cada minuto. Puso sus manos sobre los hombros de la chica, dejando que el aroma de su cabello castaño llenara sus pulmones.
–¿Y para qué has venido, Clarise?
Fue interrumpido por varios golpes de la puerta. Iván fue hacia su escritorio pero se quedó helado cuando la chica lo apuntó con un revólver. El último golpe abrió la puerta, estallando la cerradura en el impacto. Lorena pasó al despacho, empujada desde el pasillo. Seis figuras armadas pasaron a continuación. Vestían con pasamontañas aunque se distinguían sus siluetas de mujer. Dos de ellas bloquearon la puerta con el mobiliario de Kuruskov. Una apuntó a Lorena todo el tiempo con un pulso poco firme. Las demás encañonaron al ruso con el mismo temblor de manos. Lejos de amedrentarse, el hombre desafió con la mirada a los asaltantes. Clarise le pidió que se alejara de su escritorio.
–No me obligues a disparar, guardas un arma en el cajón.
Los asaltantes se abalanzaron sobre Kuruskov y comenzaron a golpearlo con las culatas de sus armas. Lorena entró en pánico y gritó. Su vigilante trataba de calmarla aún estando más nerviosa que el mismo rehén. La pistola realizó un único disparo, matando en el acto a la mujer secuestrada. Uno de los que golpeaban a Kuruskov dejó de hacerlo en cuanto sintió el disparo. Se quitó el pasamontañas. Era el único hombre del grupo. Tenía unos sesenta años y estaba calvo. Trazó la señal de la santa cruz en el aire y absolvió de los pecados a la mujer que había disparado.
–¿Un cura? ¿Uno de verdad? ¿Quién coño sois?
Una patada en la cabeza silenció a Iván Kuruskov. La consciencia del ruso se fundió a negro. Cuando recobró el sentido, se encontró completamente desnudo. Estaba esposado al firme escritorio de su despacho. Clarise y otras cinco mujeres lo rodeaban. Habían revelado sus rostros. El hombre mayor rezaba en todo momento.
–Soy la Madre Superiora Helen Novak. Ellas son lo que queda de nuestra congregación.
–¿Monjas?
–Las antiguas moradoras de este convento.
–¿Qué quieren?
–Venganza –dijo una de las hermanas. La Madre Helen silenció de inmediato a la novicia levantando un dedo. Tomó al ruso por el cuello, apretando con firmeza.
–Arruinasteis nuestra congregación; comprasteis este edificio muy por debajo de su valor real, expulsasteis a treinta y siete huérfanos de su hogar y a veinte ancianos sin techo. Hasta aquí, nada hemos podido hacer. La ley está con vosotros. No contentos con ello, convertís este santo lugar en una burla a nuestra fe. Os reís con suma crueldad de nuestra congregación y de la bondad que había entre estas paredes. Las Guadañas de Cristo no consentiremos más este insulto.
–¿Y qué pretendéis hacer? ¿Matarme?
–No, eso sería demasiado fácil. Vamos a torturarte hasta que nos digas como se abre la caja fuerte. Nos darás todo el dinero como donación personal y después quemaremos este lugar de perversión.
Con un chasquido de dedos de la Madre Helen, Clarise y tres novicias más inmovilizaron más al corpulento hombre. El padre Foster continuaba absolviendo de sus pecados al grupo de religiosas. Pusieron sus pies en el frutero vacío, lo llenaron de agua y metieron un cable de lámpara. El ruso parecía inquebrantable. Chocaron los melones contra su cabeza, azotaron su cuerpo y aquel tipo se mantenía ajeno al dolor. La Madre Helen hizo un gesto negativo.
–No va a funcionar. Jamás confesará, prefiere morir.
–Podemos cortarle los dedos.
–Hermana Agnes, por favor… No somos unas sádicas.
–¿Y con astillas? Podríamos metérselas entre las uñas.
–Creo que podemos hacerlo de otra manera… –Clarise había rebuscado entre los cajones del escritorio. A parte un arma de fuego, había distintas clases de fármacos. Tomó el bote de viagra y se lo llevó a Madre Helen.
–Esto es para una erección duradera, según pone aquí.
–Le daremos una pastilla. Probará de su propia medicina.
–De eso nada, le daremos todo el frasco. Practicaremos hasta dónde llega el límite de este hombre.
–Tiene de todo –añadió Clarise –, consoladores, vibradores, lubricantes, condones con sabor a fresa…
–Hermana Marie, suministre las pastillas de tres en tres.
Un brillo extraño iluminó la cara de la novicia. Se aproximó al hombre e introdujo una por una las pastillas. Iván Kuruskov estaba debilitado por la paliza y se negaba a tragar. Acariciaba su cuello para forzarlo, interrumpiendo su respiración. En cuestión de minutos, la erección del ruso era evidente. Poco después, las novicias comenzaron su plan para forzar la confesión del número secreto. No se privaron de usar cada vibrador, gel lubricante o consolador que estaba a mano. Algunas que jamás habían probado el sexo, lo hicieron aquella mañana a pesar de los lamentos de aquel ruso. A la hora y treinta minutos, cuando había eyaculado veinte veces, Kuruskov cantaba la combinación de su caja fuerte.
A una señal de la Madre Helen, el padre Foster tomó de cada una de ellas las bolsas que llevaban consigo. Llenó con fajos de mil dólares las enormes bolsas de deporte. Mediante un cálculo rápido, dedujo que había tres millones de dólares.
–Os encontrará la policía. Van a condenaros a muerte.
–Las Guadañas de Cristo conocemos las consecuencias de nuestros actos. Puede que nos encierren, tal vez. Solo tienes que contarle a la policía que las antiguas inquilinas de este convento te torturaron y violaron para que les firmaras una donación de tres millones de euros. Después, cuando hayamos preparado nuestra defensa, todo terminará. Será en la cárcel, será en un nuevo convento, nos da igual. Treinta y siete huérfanos y veinte ancianos tendrán un techo donde vivir.
La madre Helen tendió un papel con un bolígrafo al lado. El ruso fue liberado de las esposas y obligado a firmar aquel documento. Acto seguido, fue encapuchado y arrastrado hacia la entrada principal.
Clarise y Marie acudieron a la furgoneta episcopal, regresando poco después con bidones de gasolina. Prendieron fuego a todo el edificio. A Iván Kuruskov lo dejaron en la entrada con magulladuras por todo el cuerpo. El pene seguía erecto, con una tonalidad morada que alarmaba sobre su estado de salud. El padre Foster se puso al volante de la furgoneta. Esperó a que las hermanas se pusieran el hábito y salió tan rápido como le permitían las normas de tráfico. El sonido de los salmos se perdía calle abajo mientras las llamas se apoderaban del edificio. Ivan Kuruskov consiguió arrastrarse hacia el exterior del edificio. Los bomberos lo protegieron con una manta térmica y apagaron el fuego. Jamás realizó aquella declaración que iniciaría la investigación del caso.