Ballesteros, oficina de investigación
Rufo Ballesteros no se dejaba llamar por su nombre de pila. Tan solo lo usaban su marchita madre y su difunta esposa. Los demás lo conocían por su apellido, que presidía la puerta principal del despacho. Ofrecía el servicio de investigador privado. Había empezado por su cuenta en el año ochenta y dos. Treinta años transcurrieron desde el primer caso en solitario. No fue nada del otro mundo, tan solo conseguir pruebas para el divorcio de un actor conocido. Realizó el trabajo con rapidez. Aquello le proporcionó fama. Los casos fueron goteando hasta que se comprobó la eficacia de R. Ballesteros. Su oficina creció hasta que resultó innecesario su trabajo de campo.
En aquel momento contaba con dos investigadores más. Muchos de los casos de corrupción se habían destapado gracias al trabajo indirecto de Ballesteros, oficina de investigación. Alfredo Montes fue el primer trabajador de la oficina. Aquel joven entusiasta que contratara en el año noventa se había convertido en su mejor agente de campo. Observaba al jefe a través de la puerta acristalada. Ballesteros estaba reunido con el comisario, nervioso ante el expediente frente a sus ojos.
–Necesito que te ocupes personalmente. –El comisario Gregorio Buendía no había permitido la entrada de los demás colaboradores al despacho privado.
–Es otro asunto de faldas, por lo que veo. La familia no lo aprobará…
–Tú obtén más pruebas contundentes. Audios, videos, fotos… Cuanto más, mejor.
–¿Qué espera sacar de esto, Buendía? ¿Sabe que va a estrellarse contra un muro?
–Son órdenes. Yo no tengo ganas de meterme en jaleos. Por mí, como si nos invaden los americanos. Nuestro benefactor quiere que se haga de esta forma y su palabra es sagrada.
–Va a haber represalias.
–Si te preocupa que maten al mensajero, haz la entrega de forma anónima. Hay ocasiones en las que se deben remover las aguas para que acudan los tiburones. De lo único que tienes que preocuparte es de aportar pruebas definitivas. Contundentes. Van a alojarse en el hotel Gran Vía, dentro de tres noches. No pierdas detalle.
–¿Qué hago con la información? ¿Tienes algún medio predilecto?
–Ya sabes que El Nacional va a rechazar todo lo que desestabilice el país. Limítate a hacerlo público.
–Gracias por tomarme por imbécil. –Ballesteros se centró en el expediente. Valoró la operación y se lo comunicó a Buendía. –La tarifa será cuatro veces más cara. Hay plus de peligrosidad y me has tocado los cojones.
–El dinero no es problema. Viene de quien me ha hecho el encargo. Hazlo bien y tendrás tres kilos en la cuenta. Buena suma para tu jubilación, ¿no te parece? Retirarse por todo lo alto.
Ballesteros sonrió como única respuesta. El comisario Buendía desapareció del despacho a toda prisa. La figura obesa había tomado el ascensor antes de que el jefe convocara a sus detectives. Buendía había dejado un abultado sobre en concepto de adelanto. Aquel dinero en metálico merecía abandonar cualquier trabajo a medias. Alfredo Montes fue el primero en entrar. Rubén Mallorca cerró la puerta acristalada tras él.
–Hay un asunto importante que debemos llevar con mucha cautela. Los tres trabajaremos en el siguiente caso.
–¿Tú? ¿Trabajo de campo? Llevas siglos sin pisar la calle. –Alfredo hizo ademán de encenderse el cigarro apagado que llevaba en los labios. Una mirada de Ballesteros hizo abortar el proceso.
–Es un buen motivo para regresar. La condición de este trabajo es que me ocupe personalmente, Montes. Confío en tu habilidad para evitar mis cagadas.
–¿Y yo? ¿Qué pinto en esta misión?
–Necesito tu habilidad camaleónica. Ahora, escuchadme con atención. Hay que dejar en evidencia a un miembro muy importante de nuestra sociedad. Debemos filmarle, grabarle y registrar todo lo que hace dentro del hotel Gran Vía. Este es nuestro objetivo.
–¿En serio? –Rubén llegó a levantarse de la mesa para ver el retrato más cerca. –Pero si es el Duque…
–Así lo llaman en televisión, en efecto. Un miembro influyente que pertenece a la familia más importante de este país.
–Esto nos va a dar problemas…
–Más razón para ser invisibles, Montes. ¿Algún contacto, para empezar?
–Conozco a Alberto Jiménez, el gerente del hotel. He trabajado antes con él, para el caso de la periodista lesbiana.
–Lo recuerdo, fue hace seis años.
–También recordarás que su precio es de cinco mil. Si le ofrecemos a un chico de prácticas como botones, puede aceptarlo.
–Ese seré yo, como de costumbre.
–¿Sabes qué tienes que hacer, Mallorca?
–Debo averiguar en qué habitación se hospedará nuestro objetivo y llenarla de cámaras y micrófonos. A parte de subir las maletas de los clientes y todo ese rollo. –El tono del joven era apagado. La idea estaba lejos de sus preferencias. Ballesteros abrió el sobre del comisario y entregó dos mil euros a cada uno.
–Espero que os valga la pena. Si estáis de acuerdo, puedo empezar con el plan de acción.
La atención de Rubén se volcó en las palabras de Ballesteros. El jefe fue explicando los pasos a seguir. Aquella misma tarde, Rubén estaba en el hotel Gran Vía, tomando contacto con una profesión que no le interesaba. El gerente presentó el hotel como uno de los más lujosos de la ciudad. Era un pequeño palacete nobiliario reformado en el año noventa y tres. A pesar de su esplendor, el edificio era minúsculo. Cada una de sus cuatro plantas disponía de cinco habitaciones. El hospedaje salía por un número de cuatro cifras, bastante lejos del presupuesto de un bolsillo ordinario.
Rubén contactaba con la oficina a través de un micrófono. Ballesteros tuvo la información que necesitaba a primera hora de la tarde. El hotel estaba completo para el día señalado. Todas las habitaciones tenían una única cuenta asociada, la del Duque. Rubén facilitó los datos desde recepción. Colocó los aparatos de detección en la entrada. Los micrófonos eran del tamaño de una lenteja, pasaban inadvertidos en las patas de la mesa. Las cámaras miniaturizadas eran ideales para los espejos. Cuando supo donde se alojaría el Duque, completó el trabajo. Antes de terminar el turno, había colocado todos los dispositivos. Ballesteros y Montes recibían la señal en la furgoneta de seguimiento.
Rubén Mallorca libró el día señalado. El gerente le informó que aquel cliente disponía de su propio servicio. El personal ajeno debía quedarse en casa. Ballesteros lo puso a conducir la furgoneta donde realizaban el seguimiento. Aparcaron en la zona posterior del edificio desde las doce de la mañana. El objetivo apareció a las siete de la tarde. Hasta aquella hora habían goteado una serie de vehículos de alta gama. Bajaban una o dos personas y el coche desaparecía entre las calles del centro.
Una hora antes de la llegada del Duque, Ballesteros se removió con inquietud. El servicio trasladó el mobiliario de la habitación y, con ello, todos los dispositivos de escucha. Las cámaras situadas en los espejos no sirvieron de nada. Descolgaron los marcos de estilo rococó, invalidando las imágenes que ofrecían. Alfredo apagó las ventanas correspondientes en el ordenador portátil. Al cabo de unos minutos, la señal dio fallo general. La emisión de los dispositivos fue neutralizada. Ballesteros negó con la cabeza.
–Hemos perdido la visión y el sonido.
–Deben de tener un inhibidor de señales –dijo Rubén.
–La operación ha fracasado.
–No, todavía no. Coloqué otras dos cámaras ocultas de circuito cerrado. Usé los huecos del aire acondicionado. Pueden grabar dieciocho horas seguidas. Mañana podré recuperarlas.
–Entonces no tenemos nada más que hacer aquí –dijo Alfredo –. Vámonos a casa.
Ballesteros detestaba alejarse de su objetivo aunque cedió a la retirada. Quedaron a la mañana siguiente, antes del turno de Rubén. Desayunaron en una cafetería cercana. En cuanto se cumplió el horario, el joven fue a su puesto de botones. Saludó al gerente y comprobó el registro. El Duque había salido a las nueve y media. Tras dar esquinazo al jefe, fue a por los dispositivos ocultos. Retiró cada micrófono y cámara oculta que había colocado. Una vez tuvo las grabaciones en su poder, fingió una indisposición. Abandonó el puesto de trabajo, con las quejas del gerente a sus espaldas, y regresó a la oficina.
Situados frente a la pantalla, una hora más tarde, veían una panorámica de la habitación. Decenas de personas vaciaban el espacio y lo completaban con mobiliario antiguo. Se mantuvieron expectantes, nada de lo que ofrecían las imágenes correspondía con lo esperado. Tras dos horas donde la habitación se mostraba sin gente, apareció el Duque. Iba seguido de una larga comitiva, con máscaras y túnicas oscuras. Contaron veintitrés participantes. Tres chicas vestidas de blanco se situaron en el centro de la sala. Los demás ocuparon espacios estratégicos, pensados de antemano. Seguían una liturgia desconocida que perturbó a los investigadores.
Las reacciones de Rubén eran de incredulidad. Se levantó en tres ocasiones, la última negándose a ver el desenlace de aquel extraño rito. Las chicas parecían drogadas con alguna sustancia. No proferían gritos de dolor. Según avanzaba la grabación, las acciones se iban recrudeciendo. Ballesteros tuvo que detener la imagen. Alfredo se había encendido otro cigarro, tratando de conservar la entereza. Rubén vomitó en la papelera.
–¿Qué mierda es esta? –el joven se limpió con el dorso de su chaqueta. Todavía conservaba el uniforme de botones. –No quiero ver más.
–Hay indicios suficientes de delito, jefe. Es mejor enviarlo al ministro de interior. Que se ocupen ellos.
–Eso nos delataría –dijo Rubén –. Es mejor colgarlo en la red bajo un perfil falso.
Ballesteros quedó pensativo unos segundos. Aquello era una bomba a punto de estallar y se los llevaría por delante si no actuaba como debía.
–Haremos lo que nos han encargado. Haz una copia de seguridad, Rubén. Enviaremos el original aunque nos cubriremos las espaldas.
–¿Dónde lo vas a enviar? –Montes encendió el último cigarro de su cajetilla.
–A los medios públicos. Así nos curamos en salud. Lo haremos desde el anonimato, como ha dicho Rubén.
Tras la ejecución de la copia, Ballesteros tomó los soportes originales, los limpió y los introdujo en un sobre acolchado. Redactó una carta donde detalló las instrucciones que el comisario Buendía había especificado.
–Estaré aquí dentro de dos horas. No os marchéis de la oficina hasta que haya vuelto.
–¿Inicio la difusión?
–Hazlo, Rubén. Sé discreto.
Dirigió su vehículo hacia la comisaría del centro. Pasó al despacho de Buendía sin avisar. El comisario atendía a su trabajo ordinario. Ballesteros cerró la puerta y tiró el sobre acolchado hacia el escritorio.
–¿Estás al corriente de esta mierda?
–Entonces es cierto… El Duque ha perdido el control… El servicio secreto me informó de que podría haber matado a cuatro personas.
–Creía que estaba ante un caso de faldas. Pensé que la esposa de este personaje quería pruebas para el divorcio. ¿Sabes lo enfermo que es esto? Me encuentro con un triple crimen lleno de sadismo, envuelto en un extraño ritual. Quiero que me digas si te lo quedas o si va a los medios.
–Todo debe seguir su cauce, como te comenté.
–Pero si esto trasciende, el país…
–No trascenderá, imbécil. Nunca trasciende. Los medios de comunicación frenarán este soplo. ¿Cuándo han sido independientes nuestros periodistas? Está todo controlado. Lo único que quieren es agitar las aguas para incomodar al traidor oculto.
–¿Qué traidor? ¿De qué estás hablando, Buendía?
–De nada que te convenga saber, Ballesteros. Si eres listo, terminarás el trabajo, esperarás el generoso pago que hemos acordado y te olvidarás del asunto. Cierra la puerta al salir.
–¿Insinúas que esto es una operación para molestar a alguien en concreto? ¿No va a trascender este asunto?
–Así es. Vete y completa el encargo. Hazlo público.
El detective tomó el sobre acolchado del escritorio y se marchó a toda velocidad, dejando la puerta abierta. Dirigió su coche hacia la televisión pública. Buendía había insinuado que aquella entidad debía ser la escogida. Dejó el sobre en recepción y regresó a la oficina. Rubén y Alfredo discutían con acaloramiento acerca de su posición moral en aquel asunto. El joven había cambiado de aspecto, dejando el uniforme de botones en el olvido. Los dos guardaron silencio en cuanto Ballesteros cruzó la puerta.
–¿Van a hacerlo público? –Alfredo había comprado tabaco, fumaba de nuevo.
–Claro que no. Estamos ante un juego de poder. Quieren agitar las aguas para que salga el traidor. No fumes más en la oficina, salte al balcón. Rubén, borra la copia de seguridad.
–¿De qué hablas, jefe? ¿Qué traidor? –Alfredo apagó el cigarrillo en una lata de refresco.
–Es un asunto que no nos interesa. De todas formas cerraré la oficina, si todo va bien.
–He borrado el vídeo de seguridad pero ha estado expuesto una hora y media.
–¿Cómo dices, Rubén?
–Lo he publicado en varias plataformas, todas las que conocía. Lo han compartido por las redes sociales.
–Bórralo, quítalo de los perfiles que hayas creado. No dejes rastro. Elimina las copias de seguridad. Que no quede nada. No tenemos constancia de que haya existido este suceso.
Rubén comenzó a eliminar los datos. Al cabo de unos minutos su cara quedó lívida. El pánico lo paralizó. Mostró las cuentas antes de borrarlas. Llegaban todas al millón de visitas. Aunque la grabación había sido eliminada, se habían hecho copias por parte de otros usuarios. El vídeo del Duque era trending topic en todo el país. Montes se aproximó a la pantalla.
–No lo entiendo, ¿por qué no lo borras sin más?
–Ya lo he hecho, la gente lo ha copiado. Ha causado conmoción. Se ha clonado por toda la red.
–¿Y eso qué significa?
Ballesteros se volvió a su primer compañero. Sonreía con cinismo. Sentía que aquello era responsabilidad suya. Después de todo, había autorizado la publicación del vídeo. Con una mano en el hombro, solo acertó a decir una frase.
–Significa que estamos jodidos.