Una agradable cerveza
Antes de nada, quería explicar por qué estoy escribiendo esto. Recientemente he sufrido un bache en mi vida. Ha sido un bache de los que duelen. De esos en los que vas dejando un reguero de fluidos mientras avanzas. Por suerte, me estaba recuperando aunque todavía estaba susceptible. En Cuenca, como en todas partes, faltan las formas. Siempre te encuentras alguna forma de vida lindante a la estupidez que tiende a faltar al respeto sin provocación alguna. Es la típica situación que te obliga a actuar de una forma que no quieres.
No soy persona violenta aunque he de decir que tengo un pronto abrupto. Disfrutaba de una cerveza en el pub El Círculo entre amigos y bromas. Cuando digo que estaba disfrutando de una cerveza, es que estaba saboreando una cerveza artesanal Tormo Irish Red Ale, fermentada en barrica de madera artesanal. Se trataba de la cerveza de prueba que iban a comercializar en pocos meses y bebíamos las últimas que quedaban. La cerveza era espectacular, tenía brillo, un color rojizo, con cuerpo pero sin llegar a estar opaco. La espuma era crema que, mezclada con el fluido, estallaba en un sabor suave, con un toque de amargor que acentuaba el aroma del lúpulo. Aquella cerveza era una sinfonía espumosa y refrescante. Había bebido poco menos de la mitad de mi pinta cuando apareció aquel hombre a medio camino entre zombi y botella de whisky. Era viejo conocido, lamentablemente. Nos abordó con la insolencia habitual en él y, en seguida, se fijó en nuestras consumiciones. De las cinco, fue a fijarse justo en la mía. Es cierto que mis compañeros casi habían deglutido toda la cerveza, yo era el único que la estaba bebiendo pausado y con paciencia, atendiendo a los aromas y los matices. Mis reflejos fueron de felino; en el momento en que alargó el brazo para agarrar mi vaso, levanté su mano y le pregunté qué estaba haciendo. El dijo que quería un trago de cerveza, como si eso fuera lo normal. Entras en un bar y lo más habitual es beber de la cerveza que te apetezca, pasando por encima del que la está disfrutando. Es verdad que me sentó muy mal pero no bebo para alcoholizarme, estaba degustando una obra maestra artesanal. La última obra maestra artesanal que iba a poder encontrar en meses y aquel gilipollas iba a arruinarme el momento. No iba a permitirlo así que, cuando me solicitó un trago, me negué a dárselo. Insistió hasta el punto de crear tensión, la cuarta vez, la quinta vez, todas obtuvieron un no. Yo estaba obcecado y no cedí. No entiendo como uno puede preguntar lo mismo varias veces sin sentirse ridículo. Cuando me lo preguntó por décima vez y negué con la cabeza, mis amigos rompieron a reír, desquebrajando la tensión que se había generado. He de reconocer que estaba apretando los puños, listo para proteger a aquella pelirroja de sabor suave y placentero. No hizo falta usar la violencia. Entonces sí que aquel tipo comenzó a sentirse en ridículo. Con un último aliento de indignidad, me reclamó un trago, preguntando además por qué motivo no le dejaba probar. “¿Quieres que te de motivos?” le pregunté, todavía con los puños cerrados. Permaneció en silencio unos segundos y, cuando creía que iba a marcharse por fin, se dio la vuelta hacia mí y exigió que le diera un trago. Entonces me levanté, tomé el vaso de cerveza y absorbí largamente hasta que se me adormeció la garganta. Todavía con la espuma en mi bigote, le dije: “Esta cerveza es divina. Si quieres un trago, tendrás que arrodillarte”. Supongo que fue el cachondeo de mis amigos lo que le llevó a lanzarse sobre mí para quitarme la pinta. Lo aparté de un empujón, haciéndolo chocar contra la pared. A continuación montó un espectáculo de equilibrio sobrecogedor, manteniéndose en pie de milagro. En el proceso, observamos como se le había caído algo. Se encaró a todos nosotros y comenzó a insultarnos mientras se desplazaba hacia la salida. Le dijimos que esperara, varias veces. Salimos a la puerta para que volviera, pero el muy imbécil salió corriendo. Nuestra intención era devolverle el bulto que se le había caído. Era una cartera sin documentación y con doscientos euros. Sí, soy buena gente. Nunca me quedaría con tu dinero pero aquella cartera, sin documentación y con una cantidad respetable de dinero… Creo que el resto de la historia podéis imaginarla. Al fin y al cabo, si hubiera tenido modales, aquel tipo no hubiera perdido nada. Yo no era nada más que un instrumento del destino. Terminando y como moraleja personal concluyo con la siguiente idea: si te defiendes del acto de un imbécil, el destino te recompensa.
1 COMENTARIO
:)))
Buena moraleja, y buen relato.
Por cierto también leí el de Claudia (la virgencita), menos mal que no terminé como ella, santificada! 😉