Cañón Alto
El mensajero llegó desde la frontera oriental del reino de Castilla. Su caballo resoplaba con desesperación. El jinete apenas se sujetaba en la silla. Mantenía las riendas asidas incluso con el caballo detenido. Tres flechas en su espalda revelaban la gravedad de la situación. Atravesó el patio de armas con la noticia más funesta.
–¡La frontera ha caído! ¡Nos atacan los sarracenos!
El conde Morán escuchó la alerta desde el interior de la fortaleza conocida como Cañón Alto. Acudió con presteza hacia el soldado herido. Lo habían trasladado a las cocinas. El barbero se ocupaba de su estado en aquel instante. Dos de las flechas salieron junto con la armadura. Una tercera había atravesado la correa de sujeción. Comenzó a sangrar en cuanto el barbero desalojó el proyectil de la espalda. Bloqueó la sangre con un trapo limpio y fue regando la herida con vinagre.
–Has tenido suerte, soldado. Creo que la flecha no ha perforado el pulmón. Adela, entréguele una jarra de agua. Que se la beba entera.
El señor Morán esperó con expresión inquisitiva frente al agotado soldado. El hombre apenas podía mantener la jarra entre sus manos. Había cabalgado durante tres días sin descanso. Señaló a las alforjas de su propiedad apoyadas en la pared. Con una seña, uno de los hombres que acompañaba al señor, se acercó a los fardos. El sacerdote Laredo rebuscó hasta sacar una carta lacrada con el emblema del reino. Se la entregó al señor de la fortaleza, que rompió aquel sello de inmediato. La caligrafía era de su hermano, rápida por la urgencia del momento. En la carta, se le instaba a fortalecer aquella plaza. Evitaría que el ejército tomara la reconquistada Al-Medina Qunca. El sacerdote se movió alrededor del señor, en espera impaciente.
–Malas nuevas, Laredo. Debemos defendernos. No tendremos refuerzos. ¿Cuál es tu nombre, soldado?
–Íñigo, hijo de Ramiro, señor Morán. Serví con su hermano hasta que la frontera cayó.
–¿Cuanto tiempo tardarán en llegar?
–Una semana, señor. Como poco. Tal vez Cristo se apiade de nosotros y nos conceda algún día más de vida.
–¿Cuántos son?
–Cinco mil efectivos, tal vez un millar más. Tienen una caballería formidable.
–No podrán usarla contra nuestros muros. De todas formas, nos superan cuarenta a uno.
–Así es, mi señor.
Alonso Morán se volvió hacia su secretario. Estaba preparado con el carboncillo y el pergamino. Fue apuntando las órdenes para enviar mensajeros de inmediato.
–Que se haga acopio de víveres en la fortaleza. Cada hombre capaz de luchar debe presentarse en Cañón Alto en menos de dos días. Debemos reforzar la muralla y construir torres para los arqueros cada quince pies de distancia. Moviliza a los ocho banderizos de nuestro condado. Su majestad, el rey Alfonso VIII, nos necesita.
En las siguientes cuarenta y ocho horas, un goteo continuo de personas acudió a la plaza fortificada. Eran asignados a la muralla o a las cocinas según su profesión. A los dos días, Cañón Alto había quintuplicado su población. Las murallas se habían revestido con cinco torres de madera y se realizaban tareas de mampostería. Al finalizar el plazo seis de los siete banderizos habían llegado a la fortaleza.
–Qué ha pasado con Nuño y Sándalo? –Morán no encontró una respuesta inmediata. Nadie tenía noticias. Respondió Recaredo, llegó poco después. Era el más cercano a sus regiones.
–No vendrán. Se niegan a dejar el paso de la sierra sin vigilancia. Si el ejército accede por aquella ruta, la capital puede darse por perdida.
El señor Durán fue a replicar pero guardó silencio. Necesitaba enviar un mensajero con una orden directa. El soldado que había alertado a Cañón Alto se ofreció voluntario. Al día siguiente, Íñigo tomó su caballo y se dirigió al paso de la montaña. Tenía que persuadir a aquellos banderizos. Eran los más numerosos en tropas y se hacían indispensables.
Tras dos jornadas de viaje, Íñigo llegó al feudo de Nuño. Aquellas tierras ofrecían un valle fértil tras las pedregosas cimas. A continuación, las tierras de Sándalo abarcaban la mitad del valle y el paso de montaña. Veía grupos de jinetes realizando maniobras militares. La infantería se agrupaba en centurias, practicando con la lanza y el escudo. Nada más arribar, un grupo de cinco cristianos a caballo interceptaron al mensajero.
Tras preguntar por los hombres al mando, Íñigo fue llevado al epicentro de la actividad. Nuño y Sándalo adiestraban a sus hombres como lo haría un padre con sus hijos. El mensajero esperó con paciencia hasta acabar el adiestramiento. La herida bajo su omóplato le molestaba aunque había sanado bien gracias a los puntos del barbero. Entregó el mensaje del señor Morán a Sándalo. Era el más joven de los dos. Estaba lleno de vitalidad y sonreía con frecuencia.
–Entiendo al señor Conde. Representamos la mitad de sus fuerzas aunque no nos queda más remedio que desobedecer. ¿Ves aquel estrecho entre los dos picos? Nuestros hombres están reforzando el paso. Si el ejército sarraceno cruza por este lugar, lo perderemos todo. No hay nada que se interponga entre nosotros y los invasores.
–¿Cómo esperáis parar a todos los herejes? Sois menos de un millar. Nos quintuplican en número.
–Nuño te lo mostrará. Yo estoy hambriento, maese Íñigo.
El banderizo se alejó del mensajero con amplias zancadas hacia uno de los fuegos. Sus hombres le ofrecieron un cuenco de madera. A su espalda, un grave carraspeo atrajo su atención. Nuño era un hombre veterano, calvo y con barba gris. Lo esperaba montado, con mirada impaciente. Íñigo subió a su montura y siguió al veterano con las últimas horas de la tarde. Un serpenteante camino descendía por el otro lado de la cordillera. Habían apilado centenares de troncos y piedras más o menos redondas. Aquellos obstáculos estaban sujetos por cuerdas enredadas, preparadas para cortar en caso necesario.
–¿Será suficiente?
–No lo sabremos hasta que llegue el momento –respondió Nuño –. Lo único que podemos hacer es apilar tantas rocas como podamos antes de que lleguen. Los veremos antes que ellos a nosotros. Tenemos puestos de vigilancia por toda la cordillera.
Descendieron al campamento para reponer fuerzas. Los soldados habían levantado las tiendas, hechas a base de pieles de cabra. El mensajero se adaptó a la rutina militar mientras aportaba detalles sobre el enemigo. Aquello les ayudó a preparar una estrategia.
La llegada del enemigo se anunció con un día de antelación. Nuño y Sándalo movilizaron a sus tropas. Situaron a la infantería en el paso. Con la caballería, descendieron al encuentro del enemigo. Íñigo les hizo ver el error de aquella maniobra.
–Vamos a provocar al enemigo. Desvelaremos la existencia del paso para que podamos diezmar sus tropas. Si conseguimos realizar muchas bajas, la defensa del conde Morán será definitiva.
Los oteadores sarracenos detectaron al centenar de caballos. Nuño se negó a mover al contingente hasta confirmar la movilización del ejército sarraceno. Sándalo rompió a reír en cuanto el espía confirmó que habían picado el anzuelo. Dejaron un rastro visible y deshicieron el camino hacia su puesto de defensa. Pocas horas más tarde, detectaron a la vanguardia del ejército musulmán. Los estandartes con la media luna fueron poblando la explanada anterior al camino serpenteante.
En cuanto la primera unidad intentó llegar al puesto defensivo, las flechas de los arqueros y las piedras de los honderos los hizo retroceder. El siguiente intento fue con tres unidades ligeras. Ganaban terreno con facilidad. Llegaron a la entrada para ser arrollados por una cascada de rocas. Los sarracenos en retirada eran arramblados por los cascotes, creando gran daño entre ellos. Hubo un siguiente intento de asalto. La caballería ligera, con quinientos jinetes diestros, se lanzó al galope colina arriba. Sándalo esperó a dar a orden hasta que estuvieron en la empalizada. Todos los caballos se debían reagrupar en aquel cuello de botella. Cortó él mismo la cuerda, liberando los centenares de troncos apilados. Aquella rambla aplastó a la mayoría de animales, dejando a los jinetes con monturas inservibles o muertas. Los supervivientes eran alcanzados por los proyectiles de los cristianos, causando estragos entre los sarracenos. Tras aquel ataque, Nuño y Sándalo estuvieron alerta ante una treta del enemigo.
Íñigo sangraba por los dedos. Había agotado el último proyectil atravesando la pierna de un jinete. Se aproximo a Nuño y a Sándalo. Estaban expectantes. Había caído la noche y el ejército encendió fuegos de campamento.
–Intentarán una incursión nocturna, con pocos hombres. Volverán a fracasar.
Sándalo, Íñigo y Nuño esperaron durante toda la noche. Escuchaban ruido procedente del campamento que duró hasta el amanecer. Con el primer despunte del alba, sus ojos no daban crédito a lo que veían. El ejército había desaparecido. En su lugar, cientos de postes sujetaban piezas de hojalata. El viento las hizo sonar toda la noche. Íñigo sintió un vértigo repentino.
–Han simulado levantar un campamento. Su intención era seguir hacia Cañón Alto, viajando de noche. Ya deben haber iniciado el asedio.
–Entonces, no necesitamos defender el paso de montaña. Seguiremos su camino, los atacaremos por la retaguardia.
El señor Morán había recibido el mensaje a tiempo. La fortaleza esperaba el ataque durante la noche. Fue en la primera hora de la mañana cuando vieron al enemigo. Los estandartes formaron frente a la fortaleza. Morán había preparado el campo de batalla con marcas. Las más lejanas, correspondían a las catapultas. Una estaba en la parte norte, detrás de la muralla. La segunda estaba armada en el patio del sur de la fortaleza. En cuanto los sarracenos atravesaron la señal, lanzaron las rocas.
Aquel ejército no se amedrentó, a pesar de las bajas. Siguió avanzando hacia la siguiente señal. Los arqueros cristianos comenzaron a disparar flechas en llamas. Los proyectiles se clavaban en los escudos sarracenos sin mayores consecuencias. Morán ordenó el cambio de munición. Las dos catapultas comenzaron a lanzar pellejos de brea. La sustancia negra salpicó las formaciones como una mancha oscura de corrupción. En contacto con las llamas, el fuego era inevitable. Laredo, desde la muralla, invocó el poder de Cristo, insuflando en sus hombres el valor ciego de la fe. La brea comenzó a prender y se extendió por la línea enemiga con velocidad milagrosa. Tres unidades de vanguardia fueron disueltas. Jamás llegaron a la muralla.
Un nuevo intento sarraceno obligó al conde a repetir aquella táctica. En aquella ocasión, los sarracenos se desprendieron de los escudos en llamas y corrieron hacia la muralla. Los honderos y arqueros se ocuparon de tumbar hasta al último soldado. Sin embargo, habían logrado establecer escalas a lo largo de la muralla. Una acometida de caballería llenó de soldados la explanada defensiva. Saltaban de la grupa de los caballos, tomando los puntos de ascenso hacia la muralla. El general sarraceno realizó aquel movimiento con cuatro unidades montadas. Los soldados saltaban de las grupas hacia las escalas y cuerdas fijadas con anterioridad. A su vez, fijaban nuevas escalas según llegaban a lo alto de la muralla. Los cristianos se vieron sobrepasados por aquel movimiento. El sector norte, más cerca de la roca desnuda, cayó por el enemigo.
El avance sarraceno se realizó en masa cuando dejaron de llover proyectiles. Una de las catapultas no molestaría más. La otra disparaba rocas y brea aunque con una efectividad mermada. Solo desde el interior de la fortaleza seguían disparando. En la muralla se había iniciado una refriega entre unidades por el control del enclave. Aunque los cristianos recuperaron terreno, los sarracenos llegaban en masa. Asaltaban la muralla con un fanatismo que los cristianos apenas podían frenar.
Laredo, en la refriega, comenzó a rezar a voz en grito mientras decapitaba a los herejes sin piedad. Fue avanzando entre la segunda y la tercera torre de arqueros, limpiando la muralla de enemigos. Los hombres enfervorecieron al ver al sacerdote. Derribaba sarracenos como si desnucara gatos en un callejón. Los rezos acabaron por extenderse por la tropa cristiana. Más espadas se unieron a la del sacerdote, que se convirtió en cabeza de ataque. Los sarracenos retrocedieron, desconcertados. El terror había cambiado de bando y aquella actitud no era la única razón.
Nuño y Sándalo habían forzado la marcha de sus hombres. Acarreaban solo lo necesario para el combate. Tras jornada y media de viaje, divisaron la retaguardia sarracena. Íñigo destacó la presencia de la caballería. Sándalo afirmó que habían contado con ello. Las picas de dos metros y medio iban a la cabeza de la formación. Nuño flanqueaba la infantería con cincuenta caballeros. Sándalo e Íñigo formaban el otro ala con los otros cincuenta. En el medio, la infantería esperaba la carga sarracena mientras se acercaban a la confrontación. Los sarracenos cargaron contra la línea. La vanguardia aguantó aquella embestida. Clavaron las picas en el suelo y formaron una muralla de púas y escudos que acabó por empalar a las monturas. Nuño y Sándalo se lanzaron hacia los flancos de la caballería sarracena, evitando la reagrupación. Sumieron a la formación en un embudo donde las espadas remataban hasta el último jinete.
Las murallas cristianas fueron recuperadas con Laredo a la cabeza. Cuando el último sarraceno calló al vacío, Morán formó a su propia caballería. Bajaron el portón de Cañón Alto e iniciaron el galope. Las tropas enemigas estaban dispersas, con la caballería atrapada en una emboscada por retaguardia. Masacraron a los soldados y cargaron como refuerzo de Nuño y Sándalo. En las puertas de la fortaleza, la infantería cristiana había formado, con el sacerdote como nuevo líder de la lucha. Limpiaban sus tierras de vidas infieles, mandándolas al infierno hasta que la moral sarracena se quebró para siempre.
Tras la aniquilación de la caballería, los sarracenos tocaron retirada. Una décima parte de aquellas fuerzas consiguieron huir. Laredo y sus infantes remataban a los heridos mientras les daba la extremaunción. Nuño había muerto en el ataque. Íñigo estaba herido de nuevo en el brazo derecho. Sándalo solo estaba hambriento. Las tierras del rey estaban a salvo.