El huésped
Crecí en un pueblo pequeño del interior, el mismo en el que sigo viviendo. No me gustaría darlo a conocer pues todavía siento escalofríos pensando en mi último huésped. Es turístico, un entorno ideal para disfrutar en verano y fiestas señaladas. Muchos visitantes se acercan en temporada alta. El resto del año, lo habitamos cincuenta personas. Por ello me sorprendió ver a aquel extranjero en tiempo de pocas visitas. Es un pueblo como el tuyo, donde los forasteros destacan entre las caras conocidas. El frío comenzaba a ser insoportable.
Cuando llegó, estaba atendiendo mi negocio, situado en la entrada de la población. Sigue siendo una pequeña hospedería con bar. Me preparaba para el invierno, calculando cuánto dinero podía invertir en calefacción. Debía ser la tercera o cuarta semana de octubre. Me había acomodado en la barra de roble, con la caja registradora abierta. No sentí pasar a nadie y, sin embargo, aquel tipo de negro apareció frente a mí. Era de piel blanca, muy pálida. Sus facciones resultaban normales, casi anodinas. Incluso hoy me cuesta recordar su rostro, a pesar de todo lo que hizo. Llevaba un sombrero de los años cincuenta. Me resultó llamativo, primero porque ya nadie usa sombrero. No un gorro cualquiera, un sombrero con el ala ancha que tapaba la mirada de aquel extranjero. Era negro, a juego con su abrigo, y parecía nuevo, recién estrenado.
El tipo era de fuera de este país, seguro. Le hablé en mi precario inglés, después de probarlo en francés y castellano. Regresé a mi idioma natal tras ver que no era capaz de seguirme. Mediante señas se hizo entender, quería una habitación. Le ofrecí la única que tenía arreglada. Él me dejó una identificación con nombre imposible de pronunciar. Era un documento con una bandera irreconocible. Tal vez Islandia. No podría asegurarlo. Tras aquel carné, extendió cuatrocientos euros en billetes de cincuenta. Señaló en el calendario dos semanas. Hice el cálculo y entregué el cambio. Aquella persona no reaccionó al entregarle más de la mitad de aquellos cuatrocientos euros. Tomó la llave y dejó los billetes y la calderilla sobre el mostrador de roble. Subió las escaleras sin decir una palabra. Acepté aquel dinero como una donación desinteresada. Después de todo, tenía que pagar la calefacción.
Recuerdo que no bajó ni a comer ni a cenar el día que llegó. Era mi primer cliente desde finales del verano y le dedicaba más atención de la que suelo prestar. Yo esperaba hasta las diez y media, viendo la televisión. Aquel hombre no dio señales de vida. Me acosté como cada noche pero no descansé, en absoluto. Alrededor de las tres de la madrugada, escuché un sonido estridente y continuo. Era tan molesto que tuve que levantarme de la cama. Salí hacia el exterior de mi edificio. Me puse el abrigo encima del pijama, resuelto a encontrar la fuente de aquella molestia. Sonaba como una alarma antirrobo estropeada. Asomado por la terraza encontré a mi huésped, emitiendo aquel sonido. Intenté llamar su atención, hasta lancé pequeños objetos para que detuviera aquel sonido. Parecía en una especie de trance, nada lo hacía salir de su estado tan peculiar. Pensé que tenía unas cuerdas vocales fuera de lo común. Seguía vestido con su pesado abrigo negro hasta los tobillos y aquel sombrero nuevo. Me estremecí al ver que no causaba reacción en la figura. Fui consciente de la imagentan siniestra que ofrecía. Temí que los vecinos me acusaran de tener a un alborotador alojado en mi hospedería. Armándome de valor, saqué la llave de reserva y me planté en la habitación ocupada. Cuando abrí la puerta, temblando de miedo, el sujeto no estaba. Me asomé por la terraza, esperando encontrar el cuerpo herido en el suelo. Nada de aquello resultó cierto. Lo vi alejarse pueblo adentro, ajeno a la bajada de diez metros hasta el suelo. Supuse que había huido ante mi presencia. No quise plantearme como había bajado hasta la calle. Regresé a mi habitación pero no volví a dormir. La inquietud había hecho que acudiera al armario de la escopeta. Una vez armado, me senté frente a la puerta de mi habitación, vigilando la entrada.
Tras pasar la noche en vela, el día se hizo demasiado largo. Abelino, mi cliente habitual, preguntó por el nuevo huésped. Ni siquiera pude hablar del tema. Mi mente se negó a rememorar al siniestro extranjero. Como si aquel ser leyera mis pensamientos, apareció de nuevo en cuanto Abelino se marchó. Volvió a hacer las mismas señas para hacerse entender. Dejó ocho billetes de cincuenta sobre la barra. Los tomé y le entregué la misma habitación. De alguna forma, la llave estaba de nuevo en el casillero. Ni siquiera me pregunté como demonios había regresado. El huésped tomó la llave y ocupó la habitación. De nuevo, en cuanto entró la madrugada, el extraño comenzó a emitir aquellos sonidos desagradables. Con unos tapones de cera y varios aguardientes, pude pasar la noche sin demasiados problemas. La escopeta estaba conmigo, a mano, por si se le ocurría atravesar la puerta de mi habitación.
Me di cuenta, al cabo de una semana, que aquel ser hacía la misma rutina todos los días. Por las mañanas, a las doce y treinta y tres minutos, aparecía a mis espaldas. Daba igual si me encontraba en la cocina, en la barra o realizando la limpieza. Hacía los mismos gestos, como si hubiera olvidado lo del día anterior. Extendía el dinero y se marchaba a la habitación en cuanto le daba la llave. En aquel momento ya no temía aquella presencia. Parecía más bien un pobre retrasado que sufría una especie de amnesia. Cada mañana me ofrecía cuatrocientos euros en billetes nuevos, pulcros, y yo le daba la misma habitación. La llave, a pesar de que no me era entregada, aparecía en su lugar correspondiente. Aquel ingenuo me estaba ayudando a salvar el invierno. Fui llevando aquel asunto con discreción. Hasta que comenzaron a denunciar la muerte de animales. Abelino comentó que a la Juana le faltaban gallinas. Era relativamente normal… Vivíamos en el monte. Las alimañas podían haberlas matado. Sin embargo, encontrar perros y gatos muertos en la calle, era otra cosa. Muchos de aquellos animales eran mascotas. La mañana de aquel día se habían encontrado demasiados animales en la calle. Murieron diez gatos y cinco perros. No se habían contentado con matarlos. Según Abelino, los habían abierto en canal. Era como si trataran de encontrar algo en sus entrañas. A todos les faltaban los ojos y las vísceras.
Puse todo mi esfuerzo en hablar del tema con el huésped. Traté de escribir al sujeto sospechoso. Fue imposible. Las notas se agolpaban debajo de la puerta, ignoradas. Después intenté hablar con aquel extranjero. Tampoco me resultó útil. Mis palabras eran distintas cada vez que lo intentaba. Hablaba de fútbol, religión o política, en lugar de expresar aquello que quería decir. Lo único que recibía debajo de aquel sombrero era una siniestra sonrisa. Abelino me informaba todas las mañanas por si había alguna novedad. Yo ya estaba rendido. Si aquel hombre seguía pagándome, no encontraba ningún problema en que matara animales. Mi vecino se marchó, en aquella ocasión, confundido por mi indiferencia.
Estaba refunfuñando tras la salida de Abelino cuando volvió a aparecer aquel extranjero, con su sonrisa artificial. Realizó el mismo proceso. Dejó cuatrocientos euros sobre la mesa. En aquella ocasión le increpé. Conseguí gritar a aquel idiota cuatro verdades. Le dije que se marchara, que estaba harto de sus rarezas de subnormal. Para mi estupefacción, el idiota sacó un fajo de billetes y los dejó en la barra, al lado de los cuatrocientos euros. Era de gran volumen, tanto como para despertar mi curiosidad. Le entregué la llave habitual y me quedé a contar aquella cantidad de dinero. Cinco mil cuatrocientos euros como pago por una habitación. Hacía días que me limitaba a meter aquel dinero en la caja registradora sin emocionarme. Solo me preocupaba que comenzaran a aparecer personas abiertas en canal.
Durante aquel día, estuve reuniendo valor. Debía asumir cierta responsabilidad en todo aquello. Aquel idiota podía matar a alguien, con o sin intención. No podía sentirme cómplice de un crimen. Cerré el bar, me armé con la escopeta y esperé a que aquel idiota comenzara el cántico cacofónico, imposible de soportar. Mis recuerdos de aquel suceso son vagos, ambiguos. Desperté abrazado a mi escopeta, como si nada de aquello hubiera sucedido. Sin embargo, recuerdo seguir al extranjero durante la noche. Bajó de un salto hasta la calle, como si levitara. Se debió valer de una cuerda o algo así porque pisó el suelo con suavidad. Anduvo por las calles del pueblo, emitiendo extraños sonidos. Eran mucho más bajos que cuando estaba gritando por el balcón. Yo le seguía, con la escopeta preparada. El andar del extranjero era pesado y descoordinado. Se paró de pronto frente a la puerta de Felipe. El horror me invadió cuando la puerta se abrió y salió el pequeño Luis. Era de los pocos niños del pueblo. El hombre del sombrero sonrió mientras acariciaba la cabeza del pequeño. Temiendo el destino que sufriera aquel muchacho, grité al idiota mientras apuntaba con la escopeta. El pequeño Luis reaccionó a mis gritos y se metió de nuevo en casa. El extranjero se encaró a mí, señalándome con el dedo. Disparé dos veces y puedo asegurar que le acerté. Sin embargo, una especie de descarga eléctrica me derribó en menos de un segundo. Al abrir los ojos, había regresado a mi habitación. Todo me pareció un mal sueño.
Comprobé la munición del arma. Estaba intacta, con los seis cartuchos que había introducido la noche anterior. Me desconcerté, ya que el sueño que tuve era demasiado vívido. Aquel día no abrí el bar. Tuve que echar a Abelino, que tardó en comprender el por qué de mi obcecación. Se marchó, diciéndome que estaba siendo un lunático.Tuve que darle la razón. Observé el reloj de pared con la escopeta preparada. Estaba en las doce y media. Los tres minutos de espera me ofrecieron una tensión jamás conocida ni antes ni después de aquel incidente. El corazón me bombeaba tan fuerte que notaba los latidos en la vista. En cuanto la aguja grande se situó en el tercer minuto, aquel ser apareció frente a la barra. Era como si se materializara de la nada. No pasó por la puerta. Apareció frente a mí, sin más.
Accioné el gatillo con los ojos cerrados. Volví a disparar sin mantener contacto visual hasta agotar los cartuchos. Cuando volví a mirar, aquel hombre de negro seguía frente a mí. Uno de los disparos había derribado el sombrero. Pude ver cables y muchas chispas saliendo de la cabeza. El semblante estaba contraído por la furia. Me encaró y levantó su dedo en mi dirección. De la manga comenzaron a salir cientos de billetes de cincuenta euros. Iban empaquetados en fajos de mil. Se proyectaban contra mí a toda velocidad. Aguanté los golpes de cinco o seis ladrillos de papel. Cuando me golpeaban en la cabeza o el torso, se rompían, creando una lluvia de dinero. El último golpeó en la zona más vulnerable que cualquier hombre posee. Caí al suelo, sin respiración. La escopeta saltó de mis manos hacia la puerta. Totalmente derrotado, me mantuve en el suelo. Estuve una media hora, esperando a que aquella máquina extraña terminara con mi vida. Cuando reuní valor para mirar al ser, este se había desvanecido. En el suelo quedaron marcadas las suelas de unos zapatos. Jamás conseguí quitar aquellas manchas.
Nunca he tenido la certeza de que aquel suceso hubiera concluido. Permanecí en guardia durante meses, siempre con la escopeta cerca. Cualquier ruido despertaba cierta ansiedad en mí. Sin embargo, aquel ser jamás apareció de nuevo, hasta el día de hoy. El único que había visto a aquella criatura había sido el pequeño Luis. El chico comenzó a acercarse al bar poco después de aquel suceso. Se queda casi siempre en la barra, sin decir nada. Lleva meses así, observándome. Lo hace con un aire de acusación que me incomoda. Ayer me comentó que aquel extranjero tenía pensado volver. Iría a su casa y serían amigos. No puedo correr el riesgo de que vuelva a aparecer. No permitiré que el huésped regrese a este pueblo. En cuanto vea al pequeño Luis, lo mandaré al más allá.
1 COMENTARIO
Sorprendente. El final me hizo ver que todo lo que paso pudo ser fruto de la imaginación. Gracias.