Voluntad, como refuerzo
La aldea Shimota había enviado un mensajero pidiendo ayuda al clan Takeda. El joven campesino, casi un niño, se desplomó delante del patriarca. Llevaba cinco días de viaje sin descanso. El chambelán de la fortaleza bajó los tres escalones y comprobó el estado del mensajero. Seguía respirando, solo estaba agotado. Encontró el mensaje redactado por el magistrado de la aldea y se lo ofreció a su señor. Takeda Yubai observó por encima del hombro de su padre, tratando de leer al mismo tiempo. Pudo captar algunas palabras sueltas. Eran noticias alarmantes. El señor Takeda arrugó el papel entre sus puños.
–Los bandidos aprovechan nuestra debilidad. Con el ejercito fuera de la región, se creen invulnerables. Según este informe, saquearon las despensas de la aldea. Volverán a atacar en cuanto se les acaben las provisiones.
–Es lamentable… Me ofrezco a solucionar este problema, padre.
–No puedes ir. Te llevarás a soldados que resultarán imprescindibles para la defensa. Nuestras reservas deben estar preparadas para un posible ataque.
–Puedes prescindir de una docena de hombres, padre. No necesitaré más.
–Imposible, Yubai. No has contemplado la idea de que sea una estratagema de Akama Takeshi. Es famoso por su astucia. Puede querer sembrar el caos y eliminar la guarnición bocado a bocado antes de lanzar su ataque. Debemos confiar en que los aldeanos puedan defenderse por sí mismos.
–¿Cómo lo harán? No hay ni un solo samurái en aquella zona. Ni siquiera soldados eventuales, todos marcharon ante tu llamada. Debes ceder ante esta situación. Son mujeres, ancianos y niños indefensos.
–No voy a insistir en los argumentos que he compartido contigo. Ya he insistido en que necesitaremos de todos nuestros hombres mientras el ejército se encuentre con Oda Nobunaga.
Takeda Yubai se levantó de un salto, airado con las órdenes de su progenitor. El jefe del clan lo siguió con una mirada contrariada.
–Entonces, iré solo.
–Tienes una responsabilidad aquí. No te doy ese permiso.
–No lo requiero. Me debo a la gente y ahora necesitan nuestra ayuda. Necesitas que el pueblo confíe en tu eficacia. Obsérvalo desde esta perspectiva.
El señor Takeda quedó pensativo durante un instante. Al final, concedió el permiso ante su hijo. El joven tomó al mensajero del suelo y lo llevó hacia un domo vacío. Tras una noche de descanso, ambos partieron hacia Shimota. Yubai sentó en su caballo al chico y fueron a paso ligero. Aquel muchacho rondaba las trece primaveras. Yubai supuso que era poco hablador. Lo había visto inconsciente y aquello lo predispuso al error. El chico no paró de hablar desde que partieron. Se llamaba Ryo, tenía nueve hermanos, cinco se marcharon con su padre ante la llamada del señor Takeda. Esperaba convertirse en soldado, como su padre y sus hermanos. Durante el trayecto hasta Shimota, el joven noble se puso al día con las costumbres de la aldea. También supo los nombres de gran parte de los vecinos de Ryo y casi todas las anécdotas. Eran cerca de quinientos.
La llegada al pueblo se produjo en el anochecer del cuarto día. El olor del mar llegaba hasta la zona habitada. Según el chico, los pescadores pasaban media hora caminando hasta llegar a sus barcas. La madre de Ryo, junto a sus hermanos pequeños, fueron los primeros en recibirles. Yubai desmontó al chico del caballo. Poco a poco, la mayor parte de la aldea se aproximó para contemplar la anhelada ayuda. Yubai observó a muy pocos hombres adultos. La mayoría eran mayores de cincuenta aunque mostraban arrojo en su mirada. Cuando se cercioraron de tan escasa ayuda, muchos aldeanos bajaron la mirada. Con la llegada del magistrado, el joven noble inició el protocolo.
–Soy Takeda Yubai, hijo mayor del clan. Presento mis respetos al magistrado Tanaka, responsable de la aldea. Veo vuestras miradas y percibo decepción. Es normal que dudéis de la fuerza de un solo hombre. Sin embargo, puedo solucionar este problema.
–Mi señor es bienvenido. Puede alojarse en mi propia casa. Es lo más decente que podemos ofrecer.
–Me alojaré en la hospedería. Según me ha contado Ryo, es la casa más céntrica del pueblo. No quiero un trato de favor, tan solo que obedezcáis mis órdenes.
–Seguiremos sus indicaciones al pie de la letra, señor Takeda.
–Avisen al resto de aldeanos. Nos reuniremos en el templo en seguida. Le hablaré a usted, magistrado, aunque pueden escucharnos todos aquellos que lo deseen.
Tras aquellas palabras, Yubai dirigió su montura hacia la plaza principal. En aquel lugar coincidían las cinco calles de la aldea. Observaba con atención aquella zona bajo la luz crepuscular, cada vez más escasa. El templo se distinguía del resto de construcciones por sus columnas rojas. Era pequeño, más de lo que él esperaba. El monje saludó al noble con una reverencia. Tras acomodar al caballo, pasó a aquella casa de dos plantas. Saludó al tabernero y a su familia para invitarles a reunirse con los demás. Dejó sus bultos en la habitación que la mujer del tabernero le ofrecía. Después, fue al exterior. La gente se agolpaba, expectante.
La multitud creó un pasillo para el joven señor hacia la entrada del templo. Yubai sintió el miedo de la población pero también esperanza. Debía motivar a aquella gente. Mantenerlos ocupados en algo útil.
–Magistrado Tanaka, antes de marcharnos a descansar necesitamos organizar algunas tareas. Conozco su temor y lo comparto. Sin embargo, entre todos podremos superar este problema. Cuénteme todos los detalles del ataque.
–Los bandidos irrumpieron a caballo hace diez días. Todos quedamos sorprendidos, mostraban una osadía fuera de lo común. Estoy convencido de que conocían la vulnerabilidad de nuestra aldea.
–¿Viste algún distintivo? ¿Cuántos eran?
–Vinieron con ropas oscuras, sin ningún símbolo que reconocer. Yo diría que eran unos cincuenta. Algunos portaban mosquetes. Tuvimos que esconder a las mujeres fuera de la aldea, querían llevarse a las más jóvenes. Dijeron que, la próxima vez, esperaban ver unas cuantas o nos matarían a la mitad.
–¿Quién dijo aquello?
–Su jefe. El señor Odachi. Era el que más gritaba. Después de amedrentar a los pocos aldeanos presentes, tomaron las provisiones del granero y se marcharon hacia el noroeste. Nuestro mayor temor es que regresen y cumplan con su promesa.
–Es normal sentir miedo. Estáis desprotegidos. Lo más urgente que debemos hacer es planificar la defensa. Hay que construir una muralla. Primero, necesitaremos troncos de cuatro varas de alto. Cuando tengamos una buena empalizada, cavaremos zanjas delante de ellas. Las llenaremos de estacas y las camuflaremos. Hay suficientes árboles alrededor de la aldea. Los usaremos como soporte para crear trampas. Necesitaremos las redes de los pescadores para tal efecto.
–Así se hará, señor Takeda.
–He observado que la calle más aglomerada es la que lleva hacia la capital. Bloquearemos con barricadas el resto. Como os he dicho, comenzaremos mañana temprano. Descansad, mañana necesitaré de todas vuestras fuerzas.
La multitud se retiró a sus respectivos hogares con otro ánimo. A la mañana siguiente, cada aldeano había olvidado el temor. Yubei organizó a la gente en grupos de trabajo. Las mujeres comenzaron a tejer las redes y la cobertura del camuflaje. Los mayores de cuarenta años, recogían madera del bosque cercano. Los niños se dedicaban a asistir en las cocinas y eran bajados a las fosas para fijar las estacas. Los hombres de cincuenta, preparaban los árboles con trampas y estacas. El joven noble descubrió a cinco veteranos, rozando los setenta años, que se ofrecieron a ayudar.
–Nuestra población es vulnerable en el cuerpo a cuerpo. Debéis enseñar a todos como disparar con el arco, arrojar lanzas y ser efectivos con las piedras. Deberán huir ante hombres con catana y mantenerse alejados. ¿Seréis capaces de hacerlo? Nuestra supervivencia depende de ello.
Los ancianos asintieron. Yubai se mostró confiado con ellos y les concedió el rango de capitán. Se marcharon a realizar sus tareas, alegres por aquel reconocimiento. La gente trabajaba de mejor humor. A pesar de aquella disposición, Yubai no estaba tranquilo. La información sobre el enemigo era escasa. El adiestramiento se practicó por la tarde, cuando las tareas de fortificación pausaron la actividad. Los cinco veteranos se centraron en la práctica del tiro al blanco. Tras dejar instrucciones para los siguientes días, el joven noble se alejó de la aldea.
Tomó su montura y cabalgó hacia el lugar por donde huyó el enemigo. Todavía podía encontrar alguna huella de los bandidos. Ocultar a cincuenta hombres con sus monturas era difícil. Ellos no se tomaron aquella molestia. Se alejó durante dos días hasta dar con ellos. Se mantuvo a una distancia prudente. De sus alforjas, sacó un tubo extensible de metal. Pertenecía a un holandés borracho. Su padre lo compró por unos pocos Ryu en un viaje a Okinawa. Yubai heredó aquel cilindro extensible cuando cumplió la mayoría de edad. Observó entre unos arbustos.. Su caballo esperaba a cinco metros, tras una pequeña loma. El artefacto ampliaba la imagen desde la distancia, evitando el riesgo de ser detectado. Había contado cincuenta y dos personas. Tres hombres partían del campamento hacia el norte. Portaban un estandarte que reconoció al momento. Su padre tenía razón. Eran hombres de Akama. El clan enemigo sabía que apoyaban a Oda Nobunaga. Habían introducido a un pequeño destacamento para crear el caos. Debía interceptar a aquellos jinetes o regresarían con más hombres. Saltó sobre el caballo y rodeó el campamento, buscando la trayectoria que le llevaría hasta los tres mensajeros.
Tras veinte leguas de persecución, alcanzó a sus objetivos hacia la hora de almorzar. Habían parado para reponer fuerzas, ofreciendo a Yubai una oportunidad de oro. Se acercó a ellos con sigilo y a pie. El polvo del camino lo había ensuciado lo suficiente como para hacerse pasar por mendigo. Suplicó algo de comida y los bushi reaccionaron con desprecio. Desenvainó la catana en cuanto estuvo a la distancia adecuada. El ataque fue furioso, inesperado por su desproporción ante aquel comportamiento servil. Acabó con los tres pese a estar empuñando sus armas. Escondió los cadáveres entre la maleza, cargó todas las pertenencias del enemigo en las monturas y regresó a la aldea. Fue evitando cualquier encuentro gracias a su artefacto extensible. Al cabo de tres días de marcha, llegó a la aldea.
El paisaje había cambiado con notoriedad. Habían levantado tres cuartas partes de la empalizada. Decenas de troncos yacían apilados en espera de ser alzados. A su paso, saltó un aldeano mayor. Indicó el peligro de hacer saltar un resorte. Estaba colocando las redes y ocultándolas con hojas secas. Yubai sonrió, apartándose de la zona. Llegó hasta el corazón de la aldea con la satisfacción de comprobar aquellos avances. El magistrado Tanaka salió a su encuentro en cuanto descabalgó.
–Señor, me preocupaba su ausencia. Ha pasado casi una semana.
–No son bandidos, Tanaka. Son fuerzas del clan Akama, comprobando si nuestro ejército está en la provincia. ¿Cuántos caballos hay en la aldea?
–Unos quince, que puedan servir para montar. Entre veinticinco y treinta si contamos los viejos.
–Necesitaremos todos. Sobre ellos montaremos a hombres de paja. Los haremos pasar por jinetes de nuestro ejército. Esconderemos a esta caballería de paja en el camino de la capital. Mande a uno de los equipos a confeccionar este engaño.
El magistrado desapareció para cumplir con las órdenes. Yubai entró en la hospedería, repuso energía y estudió los documentos del enemigo. Era una petición de refuerzos con un informe detallado sobre la costa de Shimota. Pensaban recibir ayuda por barco. Sin embargo, la presencia del ejército Takeda anularía aquel intento de invasión. Yubai descansó hasta el día siguiente con una estratagema clara para la defensa.
La empalizada se terminó aquel día. Dejaron una entrada por la calle principal, reforzada por una puerta hecha de troncos sin pulir. Las demás calles estaban bloqueadas por estacas, maderos, carros y rocas. La plaza de la aldea había sido forrada de tablas y maderos. Un andamio rodeaba la estructura para que los aldeanos pudieran disparar desde lo alto. Lo más importante para el joven noble era la moral de los aldeanos, alta como la empalizada.
Dos días de espera indicaron a Yubai lo justo que había estado de tiempo. Detectaron al enemigo a primera hora de la tarde. El noble dio la señal al sacerdote en cuanto Ryo informó del avance enemigo. Hizo sonar la campana con todas sus fuerzas. La gente comenzó a tomar posición a lo largo de la calle principal y en la entrada de la aldea. El portón de troncos sin pulir quedó cerrado y reforzado. Desde el Noroeste, una nube de polvo anunciaba la llegada de los bandidos.
El avance de las fuerzas hostiles se frenó en seco. Aquella empalizada no estaba en sus planes. Yubai observó al líder. Dudaba. Temía una emboscada. Tras varios minutos de deliberación, el jefe lideró una embestida frontal. A mitad de trayecto, su grupo se dividió por tres, rodeando la empalizada. Yubai sonrió ante aquella decisión. Las zanjas llenas de estacas se cobraron cinco víctimas. Las redes capturaron a otros tres jinetes con sus monturas. En cuanto estuvieron inmovilizados, cayó sobre ellos una lluvia letal de proyectiles.
La pérdida de hombres no evitó el envite contra las puertas de troncos sin pulir. Yubai movilizó a los aldeanos hacia la entrada. Las flechas, lanzas y piedras volaban hacia el enemigo. Había más voluntad que eficacia en aquellos disparos. A la sexta embestida, los bandidos derribaron la barrera. Entraron en tropel hacia la calle principal.
El joven noble comprendió el plan de Odachi. Tenía que controlar la aldea para el desembarco de refuerzos. No sospechaba que el mensaje jamás llegó a su destino. La lluvia de proyectiles se intensificó sobre los primeros jinetes, haciéndolos caer de sus caballos. Algunos pescadores arrojaban redes sobre ellos, causando más confusión entre los atacantes. El líder no cejaba en su intento, pese a haber perdido a la mitad de sus hombres. Yubai decidió intervenir. Hizo la señal para que la caballería de paja saliera de su escondite.
–¡Odachi Sama! Soy Takeda Yubai.
–¿Qué quieres, chico? ¿Tu padre no es suficiente hombre para presentar batalla?
–Ríndete. Has fracasado en tu misión. El ejército Takeda tiene rodeada la aldea.
–No lo haré. Es mentira. Este pueblo es mío.
–No lo entiendes, Odachi. No van a acudir las tropas de Akama. Hemos hundido los barcos que esperas.
El líder enemigo perdió el color de su rostro. Los hombres a su alrededor revolvieron a sus monturas, nerviosos.
–Mientes. No hay ejército en tus tierras. Sabemos que luchan con Oda Nobunaga.
–Creo que nos has subestimado. ¿Iba a enviar mi padre a su hijo sin protección? Debes estar loco… Si miras hacia el camino, observarás a la caballería acercándose. Podrás enfrentarte al señor Takeda en persona, está liderada por mi padre. Rendíos y disfrutaréis de una ejecución limpia o escapad bajo las faldas de vuestro amo, lo que prefiráis.
Odachi sucumbió al miedo. Dirigió al resto de sus hombres en retirada, que se alejaron rápidos como el viento. Al cabo de unos minutos, llegó la caballería de paja conducida por uno de los veteranos sexagenarios. Los aldeanos rieron y jalearon al anciano. Las fuerzas hostiles se habían perdido en la distancia. Yubai estaba satisfecho consigo mismo. Había contado con su voluntad, como único refuerzo, y había triunfado.