Cambio de rumbo
El galeón San Mateo llegó al puerto de Santo Domingo, procedente del nuevo continente. En sus bodegas transportaba una tonelada en oro y plata. Cuando atracaron en el puerto, el capitán Gutiérrez de Padua dio permiso a sus marineros para desembarcar. Debía atender en persona al protocolo y presentarse ante el nuevo virrey. Se refugió en su camarote para vestir como correspondía al rango. El calor de aquellas tierras y el salitre del agua, arruinaban las ropas de valor. Tras cerrar el baúl, con su nuevo aspecto distinguido, salió a puerto con los demás hombres. Ver al virrey de Nueva España exigía aquella etiqueta. El alto dignatario había llegado hacía seis meses. Álvaro Gutiérrez era la primera vez que se reunía con él.
Atravesó las puertas custodiadas por la guardia personal del virrey. Fue recibido con indiferencia. Realizó la reverencia pertinente y esperó a que el representante del rey Felipe se dirigiera a su persona. Esperó largo rato. Cuando Diego Fernández de Córdoba consideró oportuno, habló hacia Gutiérrez de Padua de forma indirecta.
–Puede descansar, capitán. ¿Qué trae a este palacio?
–El quinto del rey de este año junto con las tropas veteranas del cuarto regimiento, majestad.
–¿Y el resto del oro?
–Se repartirá entre la tripulación y los soldados, como se acordó desde el inicio del servicio. –Diego Fernández de Córdoba esperó unos segundos antes de insistir. La sonrisa de Gutierrez de Padua fue borrándose a cada segundo.
–El rey ha iniciado una guerra en Flandes. Ha reclamado el cien por cien de las riquezas para financiar la campaña.
–Con el debido respeto, señor… Eso soliviantará a los hombres.
–Pues tendrá que meterlos en vereda. Es decreto real.
–¿No puede hacerse nada? Tal vez un tercio del total, eso será suficiente para…
–No me he expresado bien, por lo que parece. Es decreto real. El mismo rey Felipe ha requisado el tesoro, no solo el que tenemos visible. El previsto por la explotación de las minas, también. Deje de insistir. No haga que llame a la guardia y lo haga detener.
–A la orden, majestad.
–Puede retirarse.
Álvaro Gutiérrez de Padua salió del palacio, de regreso al galeón. Las pasarelas estaban pobladas de gente a medio descargar. En el interior, sus oficiales mantenían un círculo defensivo junto a algunos soldados de los tercios. Se abrió paso entre la multitud hasta subir a cubierta.
–¡Señor, estos bastardos quieren nuestro oro!
–Lo sé. Déjales pasar, Heredia. Es para la guerra en Flandes.
–Pero capitán… nuestra paga…
–Tendrá que esperar, segundo capitán. La corona siempre cumple, aunque sea tarde. Eso ya lo sabe. Llame a toda la tripulación. Partimos hacia Veracruz al amanecer.
Álvaro Gutiérrez se refugió en el camarote. Tiró sus vestimentas al baúl y se puso la ropa de navegación, unos harapos en comparación. Conservó el sombrero que distinguía su rango y las armas. Abrió el armario del vino y descorchó una botella. El sueño lo encontró de madrugada.
La campana de cubierta lo sobresaltó. El sol estaba surgiendo por el este. Había dormido sobre el escritorio donde establecía los rumbos. Tres botellas rodaban sobre la mesa por el leve bamboleo del galeón. Fue hacia la palangana de agua y se lavó el rostro. Abandonó el castillo de popa directo a la cubierta, ajustándose el sombrero sobre la testa.
–Desplegad el velamen del palo mayor. Partimos rumbo norte-noroeste. Fije el rumbo, timonel.
–Rumbo norte-noroeste fijado.
–Tras la primera milla, desplegad el resto del velamen. Corregiremos rumbo oeste hacia Veracruz. –El segundo capitán ascendió hacia el puente. Su mirada era furiosa. Como la de muchos de los marineros y soldados.
–¿Qué hay de nuestro oro? Muchos necesitamos la paga del rey. Nuestras vidas dependen de ello.
–La mía también, capitán Heredia. Este barco lo hizo mi familia, hipotecando las tierras. Si no regreso con el oro que debemos, será la ruina para los míos.
–¿Qué propones, Gutiérrez?
–Debemos recuperar lo que es nuestro, de un modo o de otro. El Galeón Santa Mercedes parte desde Cartagena dentro de dos semanas. Va cargado con oro y plata de las minas. ¿Podrás gobernarlo?
–¿Qué pretendes? ¿Asaltar el barco del marqués de Villanueva? Vamos en dirección opuesta. Cartagena queda en pleno Atlántico. Por no sacar a la luz lo de la alta traición.
–Asaltaremos a la Santa Mercedes, en efecto, pero no como supones. Los esperaremos en la ruta del Atlántico cuando se dirijan a España. Nos aproximaremos con bandera de parlamento. Ahí, neutralizaremos las defensas, nos haremos con el barco y regresaremos a casa con nuestro oro.
–Te has vuelto loco. Nos ahorcarán por esto.
–Créeme, podemos hacerlo sin bajas. Bajas de las nuestras, me refiero.
–Es traición.
–El rey nos ha traicionado primero. No ha cumplido el acuerdo. Todos queréis vuestro oro –dijo el capitán, elevando la voz –. Si el rey nos lo roba, nosotros lo recuperaremos de sus barcos. No pretendo tomar más de lo que nos corresponde.
–¿Y qué haremos con la tripulación del Santa Mercedes? Tendremos que matarlos.
–Les daremos la oportunidad de que se unan a nosotros. Quienes acepten, podrán conservar la vida. Viajaremos con el San Mateo de vuelta a España. Saldaremos nuestras deudas y regresaremos. El galeón Santa Mercedes se quedará en el Caribe, perdido entre sus aguas para los ojos del rey.
–Y nosotros seremos perseguidos para siempre. Debemos votar. Nuestras vidas están en juego.
El murmullo se extendió entre los tripulantes. Recuperar el oro era la prioridad de todos. El capitán había presentado un plan sólido y esperanzador. Al cabo de unas horas, cualquiera embarcado en el San Mateo estaba de acuerdo con aquella campaña. Tras pertrecharse en Veracruz de munición y víveres, el galeón salió del mar Caribe hacia océano abierto.
Esperaron durante días, guardando la posición por la ruta que Gutiérrez había escogido. Sabía que el Santa Mercedes recorrería aquellas aguas. Durante aquel tiempo, divisaron varios barcos, demasiado lejanos para reconocer la bandera.
–Vigía Olmedo, ¿No ve la bandera o no tiene bandera?
–No podría asegurar ninguna de las dos posibilidades, capitán.
–Los declararemos piratas, en cualquier caso. Realicen el aviso a través de las banderas. Abriremos fuego si están a tiro. Es posible que los puercos ingleses estén rondando nuestra presa.
Durante una semana, el galeón San Mateo esperó al galeón hermano. Alrededor, el tráfico marítimo era inusual. Varios navíos aparecían por el norte y los rodeaban, sin llegar al alcance de los cañones. Seguían por el este, manteniendo la distancia. Después, desaparecían. En la mañana del lunes, el capitán Gutiérrez de Padua cambió el rumbo del galeón. Se dispuso a deshacer la ruta hacia Cartagena. Aquellos barcos habían levantado su desconfianza.
–¡Quiero el San Mateo a toda vela! –Gutiérrez gritó mientras pisaba los escalones de subida al castillo de popa.
–¡A toda vela! –repitió el capitán Heredia. –¡Vamos, rápido! –Diez marineros se descolgaron de los travesaños con cabos atados a sus cinturas, liberando las velas altas del segundo y tercer mástil.
–Timonel, abandone su puesto. Yo le relevaré.
Con el timón en sus manos, corrigió el rumbo y dirigió al galeón hacia el sur. Tras navegar doce millas náuticas, comenzaron a escuchar el estruendo de los cañones. El vigía Olmedo avisó sobre los barcos a la vista. Habían encontrado al galeón Santa Mercedes en mitad del océano. Varios barcos más pequeños acosaban al navío, atacando y saliendo del rango de fuego. El marqués de Villanueva trazaba una circunferencia cerrada como protección. Disparaba a las naves en el límite de su alcance. Había provocado algunos daños en los barcos asaltantes. Nada que les hubiera planteado la huída.
–¡Preparaos para el combate! ¡Abrid las troneras! ¡Preparad cañones de cubierta, babor y estribor!
La tripulación se movió como el engranaje de una maquinaria compleja. Doscientos cañones surgieron de cada lado del galeón, esperando la orden de disparo. Tomaron a una embarcación por sorpresa. Retiraba su ataque cuando se encontró con el galeón en su trayectoria. Gutiérrez de Padua giró el barco gigante hasta tener al barco a tiro.
–¡Cañones de babor! ¡Fuego!
El bergantín recibió la oleada de balas sin posibilidad de evasión. El casco se quebró en decenas de puntos, ladeando la embarcación hasta hundirla en el océano. El capitán Gutiérrez continuó el giro, situando el lado de estribor en su siguiente objetivo. Ordenó prender los cañones de aquel lado. A pesar de estar más lejos, la munición cayó por la línea de flotación de popa. La proa del segundo bergantín comenzó a elevarse poco a poco. Una nueva andanada terminó por aniquilar aquella embarcación.
Tras la demostración de fuerza, los demás veleros se alejaron de la zona. Desaparecieron tan rápido como habían surgido, dando vía libre al galeón San Mateo hacia su objetivo.
–Realizad señas de aproximación con las banderas. Los del marqués de Villanueva deben reconocernos.
Tras obtener la respuesta de confirmación, los galeones maniobraron para unirse en un abrazo de cabos engarzados y pasarelas de madera. Gutiérrez buscó al marqués, sin conseguirlo. Al cabo de un tiempo, descubrió al capitán. Era Grijalbo, un joven teniente que conoció hacía años.
–¿Dónde está el marqués?
–Gracias por la ayuda, capitán. El marqués está de regreso a España. Adelantó su partida dos semanas.
–¿Dejó el barco de su familia con usted? ¿A alguien con tan poca experiencia?
–Órdenes del rey, mi señor. Nos vimos obligados a ello. Su majestad Felipe necesita los recursos y los hombres para Flandes.
El capitán del San Mateo sintió un vértigo repentino. Aquellas palabras las había oído con anterioridad.
–¿Qué hay del oro y la plata del Potosí? ¿Están abordo?
–Salieron hace dos semanas, junto con el marqués de Villanueva. Nuestra carga es de azúcar de caña, café, cacao y patatas.
Gutiérrez buscó la mirada de Heredia. Estaba tan contrariado como él. Tuvo que improvisar una salida. Desde luego, quería comprobar si lo que decía era cierto.
–Nuestra presencia en esta ruta es accidental. Necesitamos una prueba de que os hemos prestado ayuda. Tomaremos una cuarta parte de vuestra carga.
–Pero señor…
–No hay peros que valgan. Mis oficiales hablarán con los suyos, solo espero que nos dejen hacer nuestro trabajo. Entre tanto, vayamos a su camarote. Bebamos y festejemos esta victoria. Nos lo hemos ganado. ¿Verdad, capitán? ¿Su primera victoria naval?
–Así es…
–Pues cuénteme sus pareceres y dudas, Grijalbo. Vayamos a la privacidad de sus dependencias.
Los dos oficiales se retiraron después de dar sendas órdenes a los subordinados. El capitán, además de atracar la carga, vació una botella del mejor brandy mientras esperaban. Grijalbo lo puso al día de la guerra, las órdenes de la corona y el endurecimiento de la ley contra aquellos que consideraban traidores.
–Es un buen momento para nuestro país, señor. Sería una lástima estropearlo con una carencia de valores cristianos.
–Sé de lo que me hablas, Grijalbo. Yo siempre he sido una persona recta, cristiana y con alta consideración por nuestra corona. Brindemos por ello.
Una vez realizaron el traslado de mercancías, Heredia se personó en el camarote del capitán Grijalbo. Gutiérrez decidió eliminar su presencia de la Santa Mercedes. Los vítores de los compañeros se escuchaban a dos kilómetros de distancia. Agradecían que les ayudaran con el ataque de aquellos piratas. Una vez a solas, Heredia se volvió con la expresión torva que le caracterizaba.
–¿Qué pasa con nuestro oro?
–¿Era cierto lo que dijeron los del Santa Mercedes?
–Cada palabra. Tenemos café, azúcar, patatas y cacao para una ciudad pequeña. Sin embargo, no tenemos oro.
–No desesperes, capitán. Pondré rumbo a las Afortunadas. Allí venderemos la mercancía, pagaremos a los hombres y regresaremos al servicio. De las órdenes, Heredia.
–Una buena idea, al fin… Jamás me había costado tantas molestias cobrar la paga del rey. ¡Cambio de rumbo, timonel! ¡Nos vamos a las Afortunadas! ¡Vamos a ver un poco de casa!