Ladrón de guante blanco
La provincia de Kii amaneció con el grito ahogado del señor Tokugawa Yoshimune. Desde que recibiera la estatua de Kannon, iba a rezar frente a aquella pieza de oro. Visitaba el altar dos veces al día, una al amanecer y otra cuando caía la noche. Custodiaba aquel tesoro en el interior de su castillo, en un tatami dedicado en exclusiva a quien consideraba protectora de su familia. Las medidas de seguridad eran las más severas que podía permitirse un señor de su rango. Tanto la estatua como el altar estaban encerrados en una caja de hierro, construida a petición suya. Encontró la puerta forzada y el altar desarmado. La estatua había desaparecido. Llamó al capitán de su guardia en cuanto se recuperó de aquel golpe emocional. Mumashima Iganosuke se presentó tan pronto como escuchó su nombre. Quedó tan sorprendido como su señor al ver aquel desastre.
–Mumashima, necesito una explicación. ¿No estabas de guardia esta noche?
–Así es, mi señor. Solo me sentí indispuesto durante media hora. Me ausenté y regresé a mi puesto en cuanto estuve recuperado. Tanto al irme como al regresar, comprobé el estado de la caja fuerte. Estaba todo dentro de la normalidad.
–No veo la normalidad por ninguna parte, capitán Mumashima.
–Es verdad, mi señor. –El samurái cayó de rodillas y se mantuvo con la frente pegada al suelo. –Le ruego que perdone mi vergonzoso fallo.
–La estatua de Kannon era un regalo que nos otorgó el mismo emperador Higashiyama a nuestro clan. Solo existen tres de estas piezas. A parte de la que custodiamos aquí, están las de mis primos en Mito y Owari. Son piezas irremplazables.
–Entiendo, mi señor. Ofreceré mi vida como pago ante este vil latrocino. Me invade la vergüenza. He sido inútil para usted. –El samurái sacó su brazo de la manga del kimono, desenvainó el wakizashi de la saya y se dispuso a encontrar la muerte. Antes de que pudiera clavárselo en el vientre, Tokugawa Yoshimune lo detuvo.
–Espera, no tengas tanta prisa en morir. Aprecio la lealtad que me profesas. Sin embargo, me serás más útil si enmiendas este error. Deseo recuperar la estatua. Haz todo lo posible por traerla a mi presencia.
El capitán enfundó su espada corta de nuevo. Se puso en pie con lentitud mientras recomponía su kimono. A continuación, comenzó a examinar el lugar del robo. En la base del altar, había un origami con forma de grulla. Los cabellos se le erizaron al reconocer los kanjis escritos sobre aquel papel.
–Yayegumo.
–¿Qué quieres decir?
–Es el nombre con el que firma nuestro ladrón. ¿Le suena de algo? –Entregó el origami al señor del castillo.
–En absoluto. –Soltó el trozo de papel doblado, sin comprender.
–Yo lo he escuchado antes. Se trata de un ladrón famoso. Se le conoce por haber sustraído objetos valiosos a otros clanes, como a los Minamoto. Es demasiado arrogante para robar al pueblo llano. Solo atenta contra las grandes familias. Quiere lograr una humillación. Se burla de la seguridad de la que se jactan.
–Pues corre a detenerle. Rápido. Recupera lo que es mío. Si sabes quién es, podrás encontrar el lugar de residencia de su clan.
–No es tan fácil, mi señor Tokugawa. Yayegumo es sólo un seudónimo. Nadie conoce su verdadero nombre. Sin embargo, conociendo sus gustos, sé dónde encontrarlo. Sin lugar a dudas.
–¿Dónde está, entonces?
–De camino a Owari, es la provincia más cercana. Sin duda, quiere hacerse con las tres estatuas. Después viajará a Mino, a por la última de las piezas.
–Pues no te demores más. Toma, entrega el sello de la familia a mi primo. Explícale las circunstancias por las que te envío a sus tierras.
–Partiré ahora mismo, mi señor.
–Mumoshima, si no consigues la figura…
–Lo comprendo, señor. Haré lo posible por traerla de vuelta.
En cuanto dijo las últimas palabras, Mumashima Iganosuke salió de la sala a toda prisa. Abandonó el castillo y se dirigió al puerto de pescadores que quedaba a continuación de la ciudad. Los habitantes comenzaban la actividad matinal. Muchos lo reconocieron, emitiendo saludos al samurái de alto rango. El capitán iba a paso rápido, atento a las muestras de afecto y correspondiendo con una inclinación de cabeza. Cuando explicó que necesitaba ir a Owari en el menor tiempo posible, unos pescadores se ofrecieron a llevarlo. Durante el trayecto, pudo reponer fuerzas con el pescado que le ofrecieron. El pesquero lo dejó en la misma ciudad capital de Inazawa. Tras dejar una generosa recompensa, se encaminó al castillo sin perder un segundo.
Se presentó ante el señor Tokugawa Yorinobu mostrando urgencia al senescal del castillo. Una vez arrodillado frente al señor de Owari, mostró el sello del gobernante de Kii. Explicó los motivos que lo habían llevado hasta allí. Tras escuchar lo acontecido en la provincia de su primo, Yorinobu hizo llamar a su propio capitán de la guardia. Se personó ante ellos un viejo samurái de pelo largo y grisáceo.
–Capitán Matsure Fujiye, compruebe la seguridad del castillo. Tenga especial cuidado con la custodia de la estatua de la diosa Kannon. Hemos recibido la visita de Yayegumo.
–¿Se refiere al famoso ladrón de guante blanco?
–En efecto. Ya se ha llevado la figura de mi primo, en Kii. Debes detenerle. Te ayudará el capitán Mumoshima, aquí presente.
–Entendido, mi señor.
Ambos capitanes compartieron información una vez salieron al pasillo. Aunque Matsure Fujiye era mayor, se le veía en buena forma. Una de sus visibles aficiones era fumar tabaco en una extravagante pipa. La cazoleta era de oro, que vaciaba cada vez que el tabaco se consumía. La volvía a llenar casi de inmediato. Entre calada y calada, Mumoshima contó al veterano cómo había procedido el ladrón dentro del castillo.
–Entonces tendremos que encerrarnos con la estatua de la diosa. Lo esperaremos hasta que el ladrón se haga visible. Cuando entre confiado a por la figura, caeremos sobre él.
–Es un buen plan. ¿Dónde nos ocultaremos?
–Eso tendremos que decidirlo en cuanto estemos en la habitación. Ven, se ha hecho tarde. Iremos a las cocinas a cenar algo. Recobraremos fuerzas para aguantar toda la noche.
Cuando llegaron al tatami de la diosa, los dos capitanes se encontraron con la finalización de la ceremonia de adoración. El señor de Owari insistió en la seguridad de aquella sala antes de marcharse. Matsune Fujiye asintió con una sonrisa de confianza. Una vez a solas, hizo pasar a Mumoshima al tatami. Con la pipa en la mano, echando humo como una chimenea, examinó la sala. A parte de una caja fuerte similar a la de Kii, no había nada más en la habitación.
–Mumushima, el único lugar donde podemos escondernos es arriba.
Las vigas que sujetaban el techo estaban unidas por grandes travesaños. El veterano samurái, con la pipa todavía en sus labios, se impulsó hacia ellas. Lo hizo con tres potentes saltos entre dos columnas que estaban relativamente juntas. Mumoshima tomó carrerilla y lo imitó, sentándose en el travesaño opuesto. Esperaron con la tenue iluminación de un farolillo, situado sobre la caja fuerte. El veterano samurái guardó su preciosa pipa entre los pliegues de su kimono tras dos horas de vigilancia. Tuvieron que esperar hasta la madrugada para notar los movimientos furtivos de aquel ladrón. La luz del farolillo se había extinguido minutos antes. Entonces, el panel del lado opuesto a la entrada principal se deslizó en silencio. Mumoshima notó el movimiento de su compañero antes que la sombra.
Un hombre vestido de negro se había acercado a la caja fuerte. Sacó un frasco de cristal y lo arrojó contra la cerradura. El líquido comenzó a reaccionar contra el hierro forjado, oxidando la superficie con rapidez. A continuación, sacó un punzón y lo clavó sobre la debilitada cerradura. Golpeó el pomo tres veces hasta que cedió el cierre. La hoja de la puerta se abrió de par en par. Mumoshima observó a su compañero. Estaba ansioso por caer sobre aquel hombre. Fujiye le indicó que esperara. Hasta que no guardó la estatua en su bolsa, ninguno de los samuráis movió un solo pelo. En cuanto el ladrón dio un paso para alejarse, el veterano samurái se lanzó del travesaño con su espada corta en la mano. El filo rajó la bolsa con el botín, arrojando al exterior la figura dorada recién sustraída. El ladrón, sorprendido, trató de huir del samurái. Mumoshima cayó delante de él, cortándole la retirada.
Yayegumo era grande por sus recursos a la hora de escapar. Cegó a Mumoshima con polvo sacado de uno de sus bolsillos y esquivó el ataque del veterano Fujiye. Acto seguido, abrió el panel por el que había accedido a la habitación y corrió por el pasillo hacia una ventana abierta. Los samuráis lo siguieron tan rápido como les fue posible. Fujiye notó que algo volaba hacia él. Desvió el proyectil, en forma de estrella, interponiendo el filo de su wakizashi. Acto seguido, la sombra humana se arrojó por la ventana sin miedo al vacío. En cuanto se acercaron, observaron que Yayegumo se deslizaba entre dos cuerdas preparadas para aquella salida. Alcanzó el pavimento empedrado del exterior en pocos segundos. De ahí, corrió hacia la ciudad en dirección al puerto. Los samuráis tomaron una ruta más larga para alcanzarlo. El precavido ladrón había prendido fuego a las cuerdas antes de huir. El material era de seda puesto que se consumieron en un tiempo asombroso.
En la calle, siguieron la dirección que había tomado el criminal. Su captura era necesaria para recuperar la figura de Kii. Mumoshima estaba desorientado; apenas conocía aquella ciudad. Acertaba a seguir a su veterano compañero, sin poder aportar nada más que sus propios pasos. Fujiye señaló una marca oscura en el suelo. Los dos se acercaron a ella.
–Es sangre fresca. Mi estocada no solo ha dañado la bolsa de este ladrón. Está herido. Y por la cantidad que se ha derramado, es un tajo profundo. Se ha debido abrir más con la huída. Ahora será más fácil localizarlo.
Reemprendieron la persecución guiándose por los regueros de sangre sobre el pavimento. Yayegumo se había dirigido al puerto de Inazawa. Pretendía salir de allí por mar. Apretando más el paso, recorrieron los muelles repletos de embarcaciones amarradas a ellos. El viejo Fujiye resoplaba, más por la decepción de no encontrar a su presa que por el cansancio. Al momento, Mumoshima señaló una única barca sobre el agua. Estaba a pocas millas y no estaba amarrada a ninguna boya. El veterano samurái sonrió a su homónimo más joven.
–Es él, sin duda. Tomemos prestado uno de estos botes. Supongo que sabes manejar los remos, ¿verdad?
–Así es, soy de la provincia de Kii. He crecido junto al mar y aprendí a nadar antes que a caminar.
–Estupendo porque yo no sé nadar. Si caigo al agua, espero que me saques antes de que me ahogue.
–Tranquilo, sube al bote. Ayúdame con los remos.
–Tampoco sé remar, joven. –Mumoshima lo miró con desconfianza. No había ningún misterio en tomar los remos. Sin embargo, lo dejó pasar y dirigió el bote hacia la barca en mitad de la bahía.
Fujiye se acomodó en la popa del bote. Sacó su pipa dorada y prendió el contenido. El humo espeso salió de su boca, dejando una mueca de satisfacción en la cara del veterano. Las primeras luces de la mañana iluminaban las aguas. En cuanto llegaron a la embarcación, podían ver con claridad. Recobrando la profesionalidad, Fujiye saltó a la barca con la catana desenvainada. Atravesó los fardos que estaban almacenados en el interior. Con impotencia comprobó que no se trataba del ladrón que buscaban. Sin embargo, había sangre por el banquillo y la cubierta de la barca.
–Me temo que ha conseguido huir, Fujiye. Lo han debido recoger en un barco más grande. Debieron partir antes de que llegáramos a la bahía.
El samurái veterano no se movió de la barca. Examinaba la sangre y trataba de hacer aparecer al ladrón con el pensamiento. Mumoshima amarró el bote a la barca y cruzó con su compañero. La pipa seguía humeando mientras la expresión del veterano estaba congelada.
–Se nos ha escapado, joven.
–Eso parece. Sin embargo, no desesperemos. Todavía tenemos otra oportunidad. Tiene pensado ir a Mino, a por la tercera de las figuras. Allí lo atraparemos.
–¿Cómo sabes que irá a Mino?
–Necesita completar la colección. Así, la humillación para el clan Tokugawa será total. Es lo que persigue.
–Comprendo…
Tras unos minutos de reflexión, Mumoshima se atrevió a preguntar algo a Fujiye que lo había atormentado desde que lo había conocido.
–Señor Matsure Fujiye. Disculpe mi indiscreción pero he observado esa pipa de tabaco. ¿Me permitiría fumar de ella? Siento una curiosidad enorme.
–Claro, joven. Es un regalo que me hicieron los gaiyin holandeses. El tabaco lo cultivo en mi propia casa. Tienes que llenar los pulmones con el humo, así, como lo hago yo.
Tras el pequeño tutorial, Mumoshima se dispuso a imitar a su compañero. La invasión de aquel torrente de humo lo tomó por sorpresa. Sus pulmones convulsionaron con violencia. Estuvo tosiendo unos segundos sin control alguno de su cuerpo. Al ir a entregar la pipa de nuevo, la cazoleta se desprendió de la boquilla, rebotando en la borda de la barca y cayendo al mar. La cara de Fujiye pasó de una divertida risa a una mueca de espanto. Su primera reacción fue llevarse la mano a la empuñadura de su catana.
–Perdón, señor Matsure. Por favor, no se altere. Como le he dicho antes, puedo nadar. Recuperaré su pipa de oro ahora mismo.
Mumoshima se desprendió del kimono, el obi y la pareja de espadas para zambullirse en las frías aguas de la bahía. Por suerte, el fondo tenía una profundidad aproximada de ocho varas. La luz era suficiente para ver el fondo. Localizó el brillo tenue del oro aunque también se percató de algo más. Devolvió la cazoleta dorada a su dueño, tomó aire y volvió a sumergirse. Al cabo de dos minutos, emergió de las aguas arrastrando un fardo negro. Pidió al veterano que le acercara un remo. Apoyó el fardo en el remo y regresó a la barca. Hizo palanca y situó el fardo sobre la cubierta. Se trataba del cadáver de Yayegumo.
–¡Estaba en el fondo, maldita sea! –Exclamó Fujiye.
–Seguro que la pérdida de sangre lo llevó a caer por la borda. Sin embargo, debería de haber quedado flotando en el agua.
–O tal vez algo lo mantenía hundido. –Fujiye desnudó al cadáver mientras Mumoshima se vestía.
En los numerosos bolsillos ocultos de aquella vestimenta descubrieron cuatro armas arrojadizas, doce monedas de oro y ocho de plata. En la pierna, bien atada al muslo, estaba la figura dorada de la diosa Kannon. Mumoshima, ya vestido, tomó la reliquia entre sus manos.
–Increíble. La portaba todo el tiempo. A esta figura le debo la vida. Si no la hubiera recuperado, hubiese cometido seppuku.
–Me alegro de contarte entre los vivos. Ahora, sácame de aquí. Ya he visto tu torpeza, Mumoshima. Llévame a tierra firme o me temo que acabaré tan ahogado como nuestro amigo Yayegumo.
El samurái dirigió la barca hacia el muelle más cercano. Fujiye secó la pipa y la llenó de tabaco. Con un fósforo, prendió el contenido mientras disfrutaba del ascenso del sol. Mumoshima estaba satisfecho de haber conocido a aquel samurái. Gracias a él, podía regresar a su tierra orgulloso de recuperar el tesoro de su señor.