Adquisición y devolución
Tenía que viajar a Toledo con frecuencia, las tiendas donde exponían armaduras y espadas siempre atraían mi atención. A mi amigo Marcial le producían un efecto similar aunque potenciado. Era un auténtico fanático de las armas medievales. Sabía que yo viajaba con frecuencia a la antigua capital del imperio y en uno de los viajes lo llevé a propósito conmigo. Mi gran amigo Marcial, Alto y de buen peso, fue emocionado todo el viaje como un colegial. Había ahorrado una buena suma de dinero y quería gastarlo todo en espadas. Comentó que quería decorar todo el salón de su casa.
Intenté hacerle ver que gastar tanto dinero en espadas era un despilfarro pero Marcial siempre ha sido muy poco flexible para razonar. Cuando ha decidido algo, va a llevarlo a cabo cueste lo que cueste.
Fue pisar la plaza de Zocodover, después de dejar el coche en el parking, cuando Marcial se encaminó a la primera tienda que vio. Estuvimos media hora. A continuación fuimos a otra. Luego, según indicaciones del tendero, bajamos a una nueva. Más tarde, volvimos a la primera. Marcial disfrutaba como un niño grande. Portaba ya tres de aquellas magníficas artesanías. No podía faltar la katana japonesa, se había encaprichado nada más verla y volvimos a propósito. Todavía seguimos mirando reproducciones de espadas famosas, como la espada de Aragorn. Sí, también la compró. Con cinco espadas encima, ya en la última tienda, nos recomendaron un lugar donde se forjaban las mejores espadas de Toledo. Nos aseguraron que todas las que tenían eran únicas en su diseño. Marcial se entusiasmó con la idea, tener su propia espada personalizada pasó a ser su reciente obsesión. Yo estaba agotado de tanto andar y todavía tuve que acompañarlo cargando con dos de las cinco espadas.
El almacén de la herrería era bastante grande. Olía a herrumbre y hacía calor. Al fondo, en los dos hornos, trabajaban tres hombres jóvenes. Un cuarto trabajador, de amplio bigote y mandil de cuero se acercó a nosotros. Era el propietario del establecimiento. Cuando le comentamos lo que queríamos, dijo que buscáramos entre un montón de espadas amontonadas. Muchas tenían herrumbre pero a Marcial no le importó. Se lanzó a observar cada uno de los floretes, espadas o sables que había allí con todo lujo de detalles. Desechó todas. Al final fui yo el que tomó una que estaba más alejada del montón, apoyada en la pared y se la ofrecí. La observó con detalle y quedó satisfecho, a pesar del estado lamentable del arma. Por fin podíamos ir a tomar unas cervezas. Al ir a pagar, el propietario nos impidió adquirirla. Dijo que aquella espada se trataba de un objeto a tratar. Marcial, haciendo gala de su terquedad, quiso pagar el doble por ella. Estoy seguro de que, en su fuero interno, pensaba que le impedía comprarla por ser mejor que ninguna. Veinte minutos estuvieron discutiendo hasta que el propietario tuvo que atender otros asuntos y lo sustituyó un empleado. Marcial consiguió su dichosa espada engañando al joven, que la embaló adecuadamente y nos la ofreció como si nada. Le costó el último precio que ofreció. Todo correcto, tomamos las cañas y comimos algo rápido porque mi amigo necesitaba ver sus espadas juntas en el salón. Aquella vez fue la última que me llevé a Marcial en coche.
Si en el viaje de ida, Marcial me puso la cabeza al rojo vivo con su impaciencia, a la vuelta fue peor. Quería llevarlas todas las espadas desembaladas con él, en el asiento del copiloto. No se lo permití, solo faltaba que nos parara la guardia civil. A pesar de su insistencia, no dejé que sacara del embalaje ni una sola espada. Cuando lo dejé en la puerta de su casa, se despidió con un adiós, tomó sus paquetes y subió hacia su piso sin añadir palabra.
No volví a ver a Marcial hasta dos días después. Me invitó a su casa para ver la magnífica obra de decoración que había realizado. En cuanto vi el salón de su casa he de reconocer que me gustó. Cinco de las espadas medievales se desplegaban sobre la pared en forma de abanico. La katana japonesa estaba en frente de éstas, majestuosa a pesar de estar al margen de la composición y colocada en su debido soporte horizontal. La espada personalizada que compró Marcial presidía el centro del abanico. No he entrado en detalle con la dichosa espada. Lo cierto es que quedó muy llamativa, una vez limpia y pulida. Marcial había hecho un gran trabajo. Era de cruz simple, con metro y medio de longitud y se podía usar tanto a una mano como a dos. La empuñadura estaba forrada de cuero nuevo. Marcial la tomó con sumo cuidado y me enseñó la piedra con la que había pulido la hoja. A continuación siguió con el pulido mientras esperábamos al resto. Aquella tarde habíamos quedado todo el grupo de amigos para jugar al póker. Poco a poco fueron llegando Luís, Alberto, Juan y Hugo. En ningún momento Marcial dejó su espada, que se había convertido en su favorita. Nos dijo a todos que la había bautizado como Acosadora. Aquello comenzó a preocuparme. Cuando iniciamos el juego, Marcial estaba ausente. Le pedimos que dejara el arma en su sitio, cosa a la que accedió, aunque no dejó de mirarla en ningún momento. La partida no le fue bien. Perdió fichas a lo loco, viendo todas las manos. Se enfadó tanto que tomó la espada y trató de partir la mesa por la mitad. Alberto cayó al suelo del susto. No pudo partir la mesa pero todas las fichas saltaron por el aire. A ninguno nos gustó aquella reacción y recogimos de prisa nuestras cosas para marcharnos de allí. Aunque Marcial siempre había sido un bruto, aquello sobrepasaba lo tolerable.
Pasaron unos días sin saber nada de mi amigo y me animé a visitarlo. Abrió la puerta francamente desmejorado, con la espada sobre el hombro. Se relajó al ver que era yo y me dejó pasar. Estaba desaliñado, llevaba días con la misma ropa. Las paredes tenían múltiples arañazos de mandobles. Decía que no podía dormir. La espada resplandecía en sus manos, pulcra como la reliquia de una iglesia. He de reconocer que no me sentía nada a gusto con él. Hablaba de probar la espada con mirada ausente. No terminé el bote de cerveza que me había sacado de la nevera. Tuve que irme, temí que mi amigo tuviera la necesidad de probar el arma conmigo. Decidí a partir de entonces no volver a llamar a Marcial, como ya lo decidieran Alberto, Hugo, Luís y Juan tras el incidente del póker.
De vuelta en Toledo, días más tarde, tuve un encuentro fortuito con el herrero del bigote espeso. Él me reconoció al instante. Después de cagarse en mi vida medio centenar de veces, amenazó con denunciarme a mí y a Marcial por robo. Me contó que la espada que nos llevamos era el arma de la familia Langredo. Sin contarle lo que estaba ocurriendo con Marcial, me ofrecí a llevarlo a mi ciudad y que se entendiera con Marcial para recuperar la espada. Después de examinarse la billetera, asintió. Lo llevé todo el trayecto callado como una sepultura hasta que llegamos a casa de Marcial. No le importó el enorme trayecto que nos separaba de la ciudad del Tajo y aquello me intrigó. Recuerdo preguntar si había algo raro en la espada pero aquel hombre, que se dio a conocer como Guillermo, permaneció en silencio.
Marcial abrió la puerta pero en cuanto vio al herrero se puso violento. Sostenía la espada, más resplandeciente que antes. Yo estaba delante de él, tratando de calmarle cuando Guillermo se acercó con decisión, apartándome de su camino, y sacudió un puñetazo a Marcial en el centro de la cara. La espada cayó a los pies del herrero y Marcial fue a caer en mitad de su pasillo boca arriba. No esperó a que se levantara, Guillermo sacó su billetera y lanzó todo el dinero que Marcial había pagado por el arma, la tomó tal cual del suelo y se volvió hacia mí. Quería que le llevara a Toledo, me pagaría mil euros por aquel favor. Acepté y cerré la puerta, dejando a Marcial allí tumbado. Me encontraba extrañamente complacido.
Esperaba que Marcial saliera en cualquier momento armado con la katana o cualquier otra espada pero no fue así. Montamos en el coche y viajamos de vuelta a Toledo. Guillermo fue silencioso aunque noté al herrero algo más relajado. En un momento dado, se dirigió a mí. Reconoció que su apellido era Langredo y que la espada pertenecía a su familia. Yo quedé sorprendido, ahora comprendía la reacción tan feroz que tuvo con nosotros.
Lo dejé en la puerta de Alfonso VI y me pagó con dos billetes de quinientos euros. Ya había oscurecido y decidí pasar la noche en Toledo, pagando un hotel. De Marcial no volví a saber nada. Pasé casualmente por delante de su portal y lo vi salir de allí. Creo que Guillermo le arrebató algo más que la espada a mi amigo Marcial aunque no sabría decir el qué…