Afrontar la tormenta
Juan llevaba desde el día anterior en aquel refugio de montaña. Había ajustado todos los medidores, tanto de presión como de temperatura, para captar los datos de la tormenta más fuerte jamás registrada en la región. Estaba terminando de aislar la cabaña, observando la evolución de las nubes en el horizonte. Aquel refugio iba a sufrir el peor temporal de su historia.
Tenía víveres y leña para dos semanas de aislamiento. Los huecos que quedaban entre troncos y en el techo, los rellenó con espuma de poliuretano. El equipo tecnológico para la investigación lo situó en aquella planta única. Tan solo el retrete se encontraba separado. Los sensores se encontraban bien protegidos en el pequeño tejado de la cabaña. Lo último que faltaba era sellar la puerta para no perder el calor del interior. Terminó la faena antes de que cayera la luz.
La tormenta comenzó a las ocho y media de la tarde. Juan temía por el combustible. Sabía que la madera se agotaría antes que la comida. Se encontraba en plena oscuridad cuando escuchó sonidos en el exterior. Pensó que se trataba de algún animal. Tal vez algún lobo solitario. Sin embargo, una voz humana comenzó a pedir auxilio. Con rapidez, Juan se levantó y recorrió el habitáculo de tres zancadas. Desatrancó la puerta, cubierta de espuma de poliuretano, y observó la silueta de una persona. Agitaba su brazo derecho y avanzaba con dificultad entre la nieve que se amontonaba en la ladera. Los copos caían veloces y Juan los notó en su rostro como cristales. Cuando la persona estuvo a su altura, descubrió que se trataba de una mujer.
Cerraron la puerta con dificultad. La nieve se acumulaba con rapidez en la entrada. El poco espacio de tiempo que había mantenido abierto, había enfriado la pequeña sala. La chica se despojó del gorro de nieve, la bufanda y los guantes mientras se sacudía la nieve del abrigo. Juan fue a alimentar el fuego de la chimenea.
–Perdone que le moleste, he tenido un pequeño accidente gracias a la tormenta.
–Es una suerte que me haya encontrado. Esta cabaña era poco adecuada para este temporal. He tenido que sellarla de arriba a bajo.
–Es uno fuerte, por lo que parece.
–El peor de todos los tiempos en esta región. Estoy recogiendo datos para el instituto nacional meteorológico.
–¿Eres científico?
–Algo así. Me llamo Juan Perea.
Ella se quedó en silencio, como si la información que acabara de recibir fuera algo a tener en cuenta. Juan se acercó a su pantalla. La recogida de datos iba según lo esperado. Los valores demasiado altos. Comprobó la batería del equipo, todo estaba perfecto.
–¿No vas a presentarte?
–Carmen Molina. Así me llaman desde que vine a este mundo. ¿Te importa si me quito la ropa? La tengo empapada. Creo que está rota.
El rubor de la cara de Juan subió de manera evidente. Volvió su vista a la hoguera. Carmen fue desvistiéndose, observando de reojo a Juan. Trataba de no mirar a la chica. Según sus cálculos debía tener entre veinticinco y treinta años. Sin embargo, cuando vio su espalda al acercar sus ropas al fuego, Juan reprimió un alarido. La chica tenía una enorme herida abierta en la espalda. No sangraba aunque mostraba parte de la masa muscular interior.
–Esa es una herida muy fea…
–¿Una herida? No me he dado cuenta.
–Es imposible, se te ven las costillas. Me sorprende que puedas andar. Cualquiera hubiera muerto con semejante… un momento… ¿no tienes sangre?
–Es cierto, tengo un problema. Esto puede asustar un poco. Sin embargo, necesito quitarme la piel dañada.
Desde la herida abierta, comenzó a moverse una especie de parásito. Fue abandonando el cuerpo de la chica, saliendo con dificultad por la carne lacerada. Juan observó con ojos muy abiertos la materialización de un ser con aspecto de insecto. Medía cerca de un metro de altura y disponía de seis patas ramificadas como las terminaciones de un nervio. Su cuerpo era un tronco blanquecino, con la textura de la piel de oruga. El shock sacudió a Juan. Fue tan fuerte el impacto de aquella realidad que cayó inconsciente sin proponérselo. Resbaló hacia el suelo y así permaneció hasta el amanecer.
La tenue luz del exterior se coló por el pequeño ventanuco que coronaba la cabaña. El vidrio, cubierto de plástico, reflejaba una gruesa capa de hielo. Juan se movió en el suelo. Estaba cubierto por su saco de dormir. Pensó que todo había sido una alucinación cuando escuchó a la chica, levantándose de la única cama de la cabaña. Comenzó a vestirse con las ropas secas del día anterior. Mientras lo hacía, Juan observó la herida de su espalda. Había cicatrizado casi por completo.
–Ya estás despierto, menos mal. Llevo un rato tratando de no hacer ruido. Me desperté hace media hora. He tomado algunas cosas prestadas.
–¿Qué coño eres tú?
–Es normal que tengas esta reacción. Te juro que no pretendo hacerte daño. Ha sido un desafortunado accidente. Mi vehículo ha recibido varios impactos eléctricos. La tormenta ha sido mayor de lo que esperaba. Prometo irme en cuanto pase este infierno.
–Pero… Tú… no eres… ¿Qué coño eres?
–Soy una exploradora. Mi especie encontró compatible a la vuestra hace cincuenta y tres años. Llevo veintiocho años en este planeta. Infecté a esta hembra humana cuando nació. He ido absorbiendo sus conocimientos mientras crecía. Estoy conectada telepáticamente a la madre-enjambre. A su vez, estoy familiarizada con vuestra cultura local, vuestro idioma y vuestras costumbres. Vendrán en mi ayuda dentro de setenta y dos horas. Te pido paciencia hasta entonces. Mira, huele aquí.
Juan respiró cerca del cuello de Carmen. No captó ninguna esencia especial, salvo el olor natural de aquel cuerpo anfitrión. Se sintió más relajado y confiado con el paso de los segundos. Aquel aroma anodino le produjo un placer interno que fue evolucionando en confianza hacia aquel ser. Por fin pudo articular palabra.
–¿Estás muerta?
–Estoy parasitada, como te he comentado antes. Más bien se trata de un proceso simbiótico. Llevo creciendo en este cuerpo toda su vida. Nuestra mente está unida y a su vez conectada a la madre-enjambre.
–Has convertido ese cuerpo de veintiocho años en tu casa…
–Es más parecido a un traje espacial.
–¿Qué te ocurriría sin un cuerpo humano?
–Si estoy mucho tiempo expuesto a vuestras condiciones ambientales, moriría. Vuestra atmósfera es bastante nociva para mi especie. Somos seres curiosos. Encontramos este planeta muy interesante por su variedad genética. Hay otros hermanos explorando vidas vertebradas por todo el planeta.
–¿Y qué pretendéis? ¿Conquistar este mundo?
–No. Vuestro planeta ya está colonizado.
–¿Por vosotros?
–Nada de eso. Se puede decir que ya tenéis dueño.
–¿Dueño?
–Ah, claro… Ignoráis que vuestra especie está esclavizada… Nosotros somos más benévolos. Obtenemos material genético nuevo para incorporarlo a nuestros propios genes. Así conseguimos unirnos a otras especies distintas. Vamos, toma algo para desayunar. Yo estoy hambrienta.
–¿Esclavo? ¿Tus genes? ¿Pero qué dices?
–Que desayunes algo, amigo. Las feromonas pueden mantener tu tranquilidad constante pero no puedo contestar a tus preguntas. Nuestra especie trabaja al margen de los de Orión.
Ambos se sentaron en la pequeña mesa del centro de la sala. Tomaron café y algo de bollería industrial. A continuación, Juan volcó toda su atención en los datos que se estaban recopilando. Resumió su trabajo en notas escritas a mano. De pronto, sintió los brazos de Carmen sobre sus hombros. Sentía su cuerpo desnudo apoyándose contra él. La lujuria se encendió de forma incomprensible. Conocía los riesgos de estar con alguien así. Por su mente pasaban toda clase de temores, desde una infección venérea hasta una muerte horrible, como el macho de la mantis religiosa. Ninguno de aquellos temores fue lo suficientemente fuerte para frenarlo. Acabaron en la única cama de la sala. El coito se prolongó durante toda la mañana. Cuando el reloj digital marcó las cinco de la tarde, decidieron parar a recuperar fuerzas.
–Cuando salgas de aquí… ¿Dónde irás?
–Me llevo este cuerpo a mi planeta de origen. Allí terminaré el estudio para madre-enjambre.
–Que lástima no poder disfrutar de tu compañía por más tiempo.
–El viaje es largo aunque puede que regrese más adelante. Quizá dentro de veinte años.
–Demasiado tiempo…
–Tampoco es seguro que me dejen volver.
–Tendremos que aprovechar cada segundo, ¿no te parece?
Carmen se lanzó con pasión sobre los labios de Juan. Se compartieron en cuerpo y alma durante el tiempo restante. Cuando Carmen anunció su partida, Juan volvió a quedarse de piedra. Ella se desvaneció en un brillo de luz intenso y repentino. Esperaba una despedida más larga. La tormenta había amainado en el exterior. Un sentimiento de abandono lo abordó sin previo aviso. La soledad se manifestó con toda su dureza. Decidió abrir la puerta, comprobar los alrededores y poner fin a aquel sentimiento tan devastador. La nieve tapaba la entrada de la cabaña. Realizó un túnel hasta salir a la ladera. El sol brillaba con fuerza y comenzaba a derretir parte de la nieve caída. De pronto, la inmensa soledad de su interior lo golpeó de nuevo. La mujer parecía un sueño, todavía cercano.
–¿Por qué te has marchado? ¿No podías quedarte? Podrías vivir conmigo, vivir juntos, para siempre. Unidos de por vida, entre nosotros y la madre-enjambre.
La entidad que vivía en Carmen prestó atención a las palabras musitadas por Juan. El condicionamiento psicológico estaba funcionando. Fue la frase que corroboraba el derrumbe de la barrera mental. En la cabaña volvía a ser de noche. Había transcurrido una hora y media desde que encontró a aquel científico. El cuerpo de Carmen yacía en el suelo, sin vida. La enorme herida en su espalda hacía irrecuperable aquella piel. Necesitaba un nuevo habitáculo con urgencia. Juan, inconsciente en aquel suelo de madera, había cedido a su programa de asimilación. Deseaba la unión con el huésped. La entidad extraterrestre se introdujo por la boca de su nuevo anfitrión. Adaptó sus constantes vitales al nuevo cuerpo humano. Al cabo de unos segundos, tenía el control de aquel cuerpo. Avivó el fuego y colocó el puchero a calentar en un extremo de la chimenea. Una vez acomodado en su nueva piel, esperó a que terminara aquella condenada tormenta.