Los deseos del océano
Diokles mantenía la mirada más allá de la proa del birreme. Trataba de alcanzar algo indeterminado con la vista. Las olas eran suaves, el velamen permanecía inflado a su máxima capacidad. Treinta y dos remos de haya impulsaban al navío en perfecta sincronía. Aquel esfuerzo estaba resultando inútil. Veinte leguas detrás del Viento Audaz, tres trirremes espartanas recortaban la distancia. Artemón, su segundo al mando, amarró el timón en popa. Pasó por la pasarela central hacia el capitán. Los remeros sacrificaban hasta la última gota de sudor.
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