Conocer al autor
Howard dejaba las bebidas sobre la barra de la posada. Los jóvenes acáridos movían sus picos de inmediato, tomando las jarras y llevándolas a las mesas de los comensales. El posadero pelirrojo estaba satisfecho con aquellos hombres-pato y lo expresaba con una amplia sonrisa a cada uno de sus clientes. Verlos trabajar se estaba convirtiendo en un reclamo en sí mismo. Murok, apoyado en la misma barra, terminó de leer la novela que tenía en las grandes manos. Su mirada quedó perdida en el vacío. El desánimo se hizo un hueco en el interior de aquel minotauro. Howard se acercó a comprobar su estado.
–¿Qué te pasa, amigo? ¿Te sientes bien? Es una lástima que una mañana tan buena se eche a perder con tantos suspiros.
–Me siento fatal. Es la primera vez que me ocurre…
–¿De qué se trata?
–Percyl el ingenioso ha acabado su última aventura.
–¿Quién es? ¿Un amigo tuyo?
El minotauro señaló el volumen que acababa de terminar.
–Ah, ya comprendo. Te sientes así después de una agradable lectura. No te preocupes, solo tienes que esperar al siguiente libro. Es mejor preguntárselo al autor. ¿Lo conoces?
Murok tomó el volumen y buscó los datos del escritor responsable de aquella novela. Tras un examen a fondo, por fin contestó.
–Se llama Admus Signeus. Vive en Rophean capital. En Rophean capital… puedo ir a visitarlo ahora. Quiero conocer a este hombre.
Howard se quedó extrañado. Fue a atender las comandas que salían de la cocina y las depositó en la barra. Desde que los sobrinos de Sac servían en la posada, el trabajo se hacía en cadena. Era más eficiente. Cuando volvió a estar libre de tareas, echó un vistazo al tomo de Murok.
–Vive en el distrito oeste. El otro extremo de la ciudad, según la dirección. Es cierto que Rophean es enorme, unas veinte millas de punta a punta. Sin embargo, puedes recorrerla en una jornada larga de caminar a buen paso. No es para tanto.
–Voy a necesitar dos mil peniques de plata.
–¿Tanto dinero?
–¿Puedes adelantármelo?
–Iré a buscarlo, ¿para qué necesitas tanta cantidad?
–Soy grande, fuerte. Impongo miedo por donde paso. Aquí en el barrio se han acostumbrado a mí. Cuando salgo a otras zonas, no paran de multarme y cobrarme por todo. Una vez pagué quinientos peniques por una noche en el establo.
–No me lo digas, en la posada de Frawen.
–Exacto.
–Esa mujer es una arpía. Voy a por el dinero, no te vayas.
Cuando Howard regresó a la posada, el minotauro se había ataviado con ropas de viaje. Portaba una mochila en la espalda y cargaba, enfundadas, dos hachas de combate. La mayor de todas tenía doble filo y la empuñaba con dos manos. El posadero entregó una bolsa grande a su gigantesco amigo.
–Buena suerte. Usa el emblema del rey, te ayudará a ser respetado.
–Así lo haré. Tal vez esté antes de lo que espero.
Nada más cruzar por la plaza contigua a la posada, Murok vio un carro municipal para el transporte. En cuanto se acercó decidido, el conductor apremió a los caballos al galope. Howard vio la escena desde el interior de la posada.
–Espero que no mate a nadie…
El primer barrio que atravesó fue el de los telares. Según avanzaba por la calle, la gente rehuía su presencia. Las tiendas procuraban retirar su mercancía antes de que las zancadas del minotauro alcanzaran la acera. Murok veía a unos cuantos cúmulos de gente en la lejanía que desaparecían de pronto. Cuando intentó entrar por el barrio de los estibadores, la guardia del distrito impidió su paso.
–¿Por qué?
–Porque están trabajando, amigo. Tendrá que ir rodeando la fortaleza del rey.
–Yo soy amigo del rey –dijo, mostrando la insignia que llevaba colgando del cuello.
–Pues intente pasar atravesando la fortaleza, le ahorrará mucho tiempo hasta el barrio de los libreros.
Regresó por donde había venido y llegó hasta el control de la fortaleza. Enseñó el emblema, no le sirvió de nada.
–Estamos en alerta, ciudadano. El rey ha ordenado que se extremen las medidas de seguridad.
–Soy amigo del rey. Él me entregó este colgante.
–Y yo soy su guardia personal, él me entregó esta lanza y este escudo. Vaya por la entrada más al norte. Buena suerte.
La pareja de guardias tomó una expresión más severa. El minotauro intentó explicarse. Quería cruzar aquel tramo hasta la otra parte de la ciudad, algo que le ahorraría unas millas de distancia. Los guardias cruzaron las lanzas entre sí, cerrando todo intento de conversación. Asumiendo su frustración, Murok tuvo que recorrer la muralla de la ciudadela interior hacia el norte. La apacible mañana fue transcurriendo hasta dar paso a la tarde, cargada de nubes en el horizonte. Sintió el estómago vacío después de la caminata. Decidió parar en la primera posada o taberna que viera. El grillo y la pulga, era una taberna en la que Elenthen había actuado. Murok recordaba las referencias que hizo el elfo. Era de los peores locales donde había tocado el laúd. Sintió que un lugar como aquel sería capaz de admitir a uno de su especie. Se equivocó desde el comienzo.
Atravesó el portón grande de aquel lugar para encontrarse con la mirada torva de un humano. Era mayor que Howard y su pelo, moreno de nacimiento, comenzaba a grisear. El interior era más espacioso de lo que había supuesto. Como clientes, había tan solo humanos. Se acercó a la barra con inseguridad.
–Quiero comer. ¿Qué puede ofrecerme?
–¿Vienes a por problemas?
–Solo quiero algo que llevarme a la boca. ¿Tienes repollo, zanahorias y patatas?
–Creo que algo queda pero no estoy interesado en servir a un tipo como tú. –Los demás clientes acompañaron con risas las palabras del posadero.
–Tengo dinero.
–Entonces tendrás que pagar cien peniques de plata.
Murok rebuscó en su inmensa mochila hasta dar con el saco de monedas. Puso uno a uno los peniques sobre la mesa. Cuando terminó, el posadero pasó a la cocina y sacó cinco zanahorias, un repollo, dos pimientos y cinco patatas. El minotauro miró con recelo aquel menú. El resto de clientes rió con fuerza.
–No es suficiente. Necesito más comida. Tres veces más.
–Pues será tres veces más caro. –Las carcajadas de los parroquianos iban acompañadas de insultos hacia la inteligencia de Murok. Volvió a sacar su dinero y lo depositó sobre la barra de la taberna. El posadero tomó las monedas y tardó un tiempo en regresar con el encargo.
–¿No se prepara aquí la comida? En mi posada de confianza suelen hacer potaje.
–Es mejor que lo comas en crudo, así no se le van las propiedades nutritivas.
La totalidad de los clientes volvió a romper en carcajadas, esta vez sin el estupor inicial por ocultar sus comentarios burlones. El minotauro comenzó a rumiar en la barra todos aquellos alimentos. Cuando llevaba la mitad, el posadero empujó la comida al suelo.
–No dejo que perros ni bestias coman sobre la barra.
Nuevas carcajadas y burlas hicieron mella en el orgullo del minotauro. Murok había hecho todo lo posible por mantenerse tranquilo. Aquella acción fue la mecha que encendió su furia. Tomó toda la comida que había caído al suelo y la introdujo en la mochila. A continuación, blandió el hacha de doble filo y la dirigió sobre la barra donde estaba comiendo. El golpe iba con tanta fuerza que la cabeza del hacha llegó hasta el suelo. Miles de fragmentos de madera volaron en todas direcciones. El posadero saltó hacia atrás, resbalando y cayendo al entarimado. Los demás comensales se echaron al suelo, convencidos de que era el último día de sus vidas. Murok comenzó a reír de forma impostada, con su cabeza de toro transformada por la furia.
–¿No me acompañan las carcajadas? ¿Esto no es gracioso? ¿No hay risas?
A su espalda, entrando por el portón, cinco guardias de servicio tenían intención de tomar un refrigerio. El minotauro desclavó el hacha y la enfundó a su espalda. Hizo ademán de marcharse cuando los soldados apuntaron sus lanzas hacia él. Murok se limitó a enseñar el emblema que llevaba al cuello. El capitán de la guardia reconoció el símbolo que lo dotaba de cierta inmunidad.
–Amigo del rey –se limitó a decir. Con un resoplido, Murok se marchó de la taberna sin que nadie se atreviera a impedirlo.
Había pasado la mitad de la tarde cuando el clima se tornó lluvioso. El paso a la zona oeste de la ciudad estaba prohibido para aquellos que no fueran humanos. Murok volvió a enseñar el emblema. El capitán de aquella patrulla no se dejó intimidar por aquel salvoconducto. Era un hombre codicioso y sus hombres coincidían en el gusto por el dinero. Otros mil peniques de plata desaparecieron de su bolsa. Le escribieron un salvoconducto para su regreso mientras depositaba en la oficina las monedas del soborno.
Aquella zona de Rophean era diferente. Escuchaba los sonidos de máquinas rudimentarias, accionadas por animales de tiro. En la zona más moderna de la ciudad se molía el trigo, se fundía el oro, se forjaban piezas complejas y se fabricaba papel. La demanda de tomos para la hechicería era enorme. Muchos candidatos que pretendían ingresar en la escuela Ulgrim, aquellos que no se atrevían a fabricar sus propios tomos, necesitaban varios de aquellos grimorios para anotar sus fórmulas e investigaciones. En aquel sector urbano se preparaban los mejores de todo el reino. Cuando atravesó aquellas calles, la lluvia había empapado todo su pelaje negro. Las primeras lámparas hechiceras se encendieron, difuminando la creciente oscuridad. Los charcos fueron creciendo en el suelo. Murok volvió a sentirse hambriento. Buscó un techo donde poder cobijarse y sacó las últimas zanahorias que le quedaban. Consultó la dirección de nuevo y comprobó que no estaba lejos de aquel lugar. Comió con rapidez y abordó las últimas yardas.
Llegó a la vivienda de Admus Signeus pasadas las diez de la noche. Tocó a la puerta, esperando ser rechazado. Le abrió un hombre en batín, rubio y con la barba al estilo palaciego. Cuando lo vio, cayó de rodillas, implorando por su vida. Murok mostró el emblema.
–Amigo del rey.
–Ah, pues qué bien… ¿No te manda Valaran?
–No, estoy buscando a Admus Signeus. Soy un seguidor de su trabajo.
–¡Un seguidor! Pase, amigo. Así que eres amigo del rey. Yo soy su primo. En realidad soy primo segundo por parte de padre. Nos invita a palacio para las festividades de año nuevo. Pasa, por favor. Un seguidor, llevo años sin saber algo de ellos. Puedes dejar tus cosas en la entrada. Estás empapado, acércate al fuego del salón. Cuidado con la alfombra, es antigua. Bueno, es igual…
El autor llevó a Murok directamente a la chimenea del salón. El minotauro dejó sus cosas al lado de la puerta. Aquel edificio era una mezcla entre vivienda, sala de estudios, biblioteca y taller de costura. Una enorme máquina dominaba la sala contigua.
–Disculpa el desorden. Aquella es mi imprenta. En esa mesa es donde coso los volúmenes.
–Estoy preocupado, Percyl en ingenioso no sale en más libros.
–Me temo que esa historia se queda como está, amigo.
–¿Por qué? Percyl es bueno, debe seguir sus aventuras. Sigue vivo.
–Lo sé pero escucha… Debo mucho dinero. Los prestamistas han reclamado todas mis pertenencias. Esta casa será suya dentro de tres días. Estoy aprovechando el último momento. Fui un estúpido.
Murok había sufrido suficientes frustraciones aquel día. Saber que su personaje favorito no podía existir por unas pequeñas deudas, lo animó a actuar. Tras pedir la dirección de aquellos prestamistas, el minotauro salió de la vivienda con su hacha de doble filo. Admus Signeus quedó abatido, malinterpretando a su seguidor. Optó por beber la última botella de vino que le quedaba en su bodega. Murok se presentó en la puerta dos horas más tarde. El autor vio un enorme baúl que arrastró hasta el interior de su vivienda. Abrió la tapa y sacó dos cabezas humanas.
–¿Este es tu prestamista? –El escritor se echó hacia atrás. A pesar de la impresión, reconoció a Valaran al instante.
–Lo conozco, es con quien estoy en deuda. ¿Y el otro?
–Este otro no sé quién es, se puso delante.
En el baúl había otros objetos, además de una fortuna en ruedas de oro. Murok entregó el botín al autor, salvo por unas cuantas monedas que guardó en su mochila.
–Termina la historia de Percyl el ingenioso. Ya no tienes deudas. Con este dinero puedes vivir una temporada pero quiero más novelas. ¿Estás de acuerdo? Yo te patrocino.
El autor se limitó a asentir con la mirada fija en las cabezas que Murok había tirado al suelo.
–¿Dónde puedo dormir?