Destinos cruzados
Ágreda volvía a despertar empapada en sudor. Levantó medio cuerpo, dejando el techo de la celda a treinta centímetros de su cabeza. Respiró profundamente hasta que los latidos del corazón se calmaron; se recogió el pelo y salió del pequeño catre tratando de no despertar al resto de compañeros.
La congregación de monjes los había recibido con amabilidad, casi con esperanza. No había esperanza en todo aquello, así lo reflejaban sus pesadillas. Tres noches consecutivas se habían manifestado aquellos aterradores sueños. Anduvo en silencio por los pasillos del monasterio. Detoia era el pueblo más pequeño en el que había estado. Los supervivientes doblaban la población de aquel lugar, llamando la atención más allá de los muros de la congregación. Escuchaba susurros aunque no sabía si pertenecían al exterior o seguían reproduciéndose las voces de sus pesadillas. Ágreda tenía un conocimiento que no terminaba de aflorar a sus recuerdos. Los pensamientos giraban en torno a Oscar Dero. Tenía la certeza de que había muerto. Pensó que iba a sentir alegría cuando esto sucediera. Lo único que encontraba era un enorme vacío en su interior. Aquel vacío tenía relación con sus sueños, fragmentos inconexos dentro de su memoria. Unos sonidos amortiguados en el claustro le cercioraron de que los murmullos provenían del exterior, se dirigió hacia allí.
Quedaban cincuenta hombres en el monasterio. Los demás emprendieron la ruta hacia Ógredo en pequeños grupos, aprovechando la oscuridad. Habían salido cien supervivientes mientras todo el mundo dormía en Detoia. Aquella noche se prepararían los últimos cincuenta para salir del pueblo. Los cinco monjes les hablaron de los controles en la carretera aunque había un camino poco transitado que llegaba hasta Avenza. Era campo a través, atravesando la provincia de Numancia desde el sur de Barcino. Desde Avenza hasta Ógredo el recorrido era mucho más fácil. Hacia el oeste, el ejército contenía los alrededores de Barcino sin dejar salir o entrar a nadie. Ágreda accedió al claustro, donde sus hombres se preparaban para partir. Marcio lideraba el grupo. Fue a desearles suerte cuando el orante Graudiel hizo una precipitada entrada.
–Viene una caravana. El hermano Pericles ha ido a despertar a los demás. Es el ejército.
–¿Cuánto tiempo tenemos?
–Unos diez, tal vez veinte minutos.
–Usaremos el túnel que nos ofrecisteis, Orante máximo. –Ágreda le dio instrucciones al equipo para que encabezara la huída. Al momento, llegó Inés con los ojos hinchados y paso tambaleante. Seguía débil tras el esfuerzo que realizó con el portal. El orante Pericles la acompañaba. Era el más joven de los seis monjes. Permaneció en el grupo, dando indicaciones de cómo acceder al extraño pasaje.
–Yo les acompañaré, es un trayecto peligroso. Era el túnel más largo de la edad media. Por suerte, su existencia cayó en el olvido. Nunca lo he atravesado, a pesar de conocerlo desde que ingresé en la orden.
–¿Llevas mucho tiempo aquí? –preguntó Inés.
–Desde que mi padre me dejara en las puertas del monasterio. El hombre pensaba que no iba a sobrevivir a las fiebres invernales. Yo tenía dos años. En aquel entonces, el monasterio albergaba a doscientos orantes, seguidores del dios de rostro oculto.
–¿Qué pasó? ¿Por qué quedáis seis?
–Por los tiempos modernos, supongo. Los despiertos inventaban toda clase de cacharros que distraían a los jóvenes. Inauguraban edificios donde investigaban las esferas y gobernaban provincias enteras. Las capitales se convirtieron en un reclamo para las generaciones más jóvenes. Se había encontrado el Ojo de Jazim y la Hermandad Roja renovaba sus cimientos en un culto renovado. Los Heraldos se centraron en la política y el control de los comunes. Todo aquello relegó al olvido nuestra antigua forma de conectar con las esferas. El trabajo interior dejó de practicarse, salvo para obtener resultados en el manejo del poder. La gente prefería el control de su alrededor que el dominio de sí mismo. Resulta difícil creer que aquellos tiempos eran mejores que los actuales.
–Tiempos de degeneración –dijo Inés –. Algo extraño ha secuestrado nuestros destinos y hemos conseguido verlo con nuestros propios ojos.
–¿Te refieres a la diosa roja? ¿Cómo es? –Inés entornó sus ojos antes de responder, dando la sensación de tenerlos cerrados.
–Vi la muerte del cuerpo y el alma. La asfixiante oscuridad. –Pericles quedó enmudecido unos instantes. La voz de Marcio llenó aquel incómodo silencio.
–El Gran Maestre se sacrificó para que pudiéramos huir. La única arma que teníamos para dañar a Jaziel se la llevó consigo.
–Podemos arreglar esta situación. Hay que llegar a Ógredo, estoy convencida de que allí podremos hacer frente a… lo que sea aquello. –Ágreda hizo una señal de avance a todo el grupo. Habían llegado a la entrada del túnel. El monje Pericles se abrió paso entre el gentío hasta alcanzar la entrada. Sacó una vieja llave y la introdujo en la oxidada cerradura. La puerta se abrió en un inmenso pasillo que se extendió en la oscuridad. La bofetada del frío aire llegó hasta sus caras, acompañada del olor a moho. Pericles sacó de su hábito una varilla telescópica. La extendió en toda su longitud y se iluminó, mostrando las paredes de piedra cubiertas de líquenes. Las huellas de la expedición anterior todavía estaban frescas. Hizo entrar a todos por orden y dio tres vueltas a la llave, asegurando que permanecía cerrada. Aquella pequeña demora hizo que cinco de los supervivientes fueran tragados por la oscuridad. Sus voces pronto se confundieron con otros gemidos de aquellos que habían perdido el rumbo.
–Permanezcan todos alrededor de la luz. Que nadie quede rezagado o adelantado. Este túnel puede llevarnos a escasos kilómetros de Avenza. Recordad: si perdéis de vista la luz, el túnel os atrapará para el resto de vuestra vida.
Los Heraldos supervivientes se agolparon alrededor del monje durante todo el trayecto. En su transcurso, escuchaban lamentos y peticiones de auxilio. Siempre más allá de su rango de visión.
–No sobrevivirán. Sus almas quedarán atrapadas en este abismo. –Pericles avanzaba paso a paso con la varilla en alto. Los demás lo rodeaban, prietos unos contra otros.
–El grupo de ayer no corrió peligro. Había menos gente. El orante Marcelus fue el que los guió hasta la salida.
–¿Cuánto tiempo nos queda en este agujero?
–Dos horas, tal vez tres. Tómeselo con calma, Suma Centinela. Sobre todo, no se aleje de la luz.
Para Ágreda aquel trayecto significaba enfrentarse a su propio miedo. La imagen de Oscar Dero acudía con frecuencia a su memoria. Sentía la mano invisible del destino guiando sus pasos. El grupo avanzaba con la atención fija en la varilla luminosa del orante Pericles. Una mano fuerte la situó en el centro del grupo. Se había rezagado, ensimismada en sus pensamientos. Marcio se mesaba el poblado bigote mientras sostenía con firmeza a Ágreda.
–Perderla es un lujo que no podemos permitirnos ahora mismo. Eres la única persona que sabe lo que hay que hacer. –Ágreda tuvo que ahogar su expresión confusa. Ella sabía tanto como el resto.
Avanzaron en silencio hasta el final del pasaje. Pericles abrió la puerta al otro lado. El aire fresco y el olor a hierba disiparon las sombras de su espíritu. Ocho hombres ayudaron a Pericles a mover el fragmento de piedra hasta que cedió por completo. La luna iluminaba todo el escarpado entorno.
–Aquí les dejo. Debo volver antes de que me echen de menos.
–¿Vas a atravesar el pasadizo tú solo?
–Eso parece, si me ayudáis a cerrar la puerta.
–Los guardias os matarán.
–No lo creo. Hace tiempo que no nos consideráis parte de los Heraldos. Nadie lo hace. Vendrán a preguntar y cuando no encuentren respuesta de seis tristes orantes, se marcharán. Estoy más a salvo que ustedes.
–Buena suerte, Pericles.
–Buena suerte a ti, Ágreda. Tú la necesitarás más.
Otros diez hombres levantaron la pesada puerta de piedra y la cerraron con el orante de vuelta a su monasterio. A continuación, Ágreda dio la orden de avanzar. Era un grupo considerable de gente el que se movía atravesando el valle hacia la carretera comarcal. Llamaban demasiado la atención.
–Somos un blanco fácil. ¿Cuántos dotados hay en este grupo? –cinco de ellos se acercaron a la Centinela. Entre ellos estaban Marcio e Inés. – No cuento contigo, amiga. Tienes que recuperarte. Usar el poder de las esferas en tu estado puede llevarte, como mínimo, al silencio. Lo más normal es que te mate. ¿Cómo os llamáis vosotros tres?
–Yo soy Nerio. Ella es Ágata; controlamos la esfera astral. A este otro no lo conozco, Suma Centinela.
–Me llaman Sinto. Sinto Cordia. Tengo un control limitado sobre la esfera física.
–Será suficiente. Necesito que ocultéis nuestra presencia. Marcio, centra tu atención en localizar la posición de las patrullas militares. Debemos evitarlos si queremos vivir.
El hombre de ancho bigote asintió. Señaló a dos de sus hombres y lo acompañaron a rastrear la zona. Los demás trabajaron para que la luz se distorsionara a veinte metros a la redonda. Una mezcla de niebla y oscuridad cubrió al numeroso grupo. Su detección resultó más difícil aunque un examen cercano podía delatar su presencia. Ágreda apretaba el paso, cubriendo toda la distancia posible. Marcio avisó con tiempo de patrullas militares en su camino. Consiguieron evadirlas, entreteniendo su recorrido antes de llegar a Avenza.
Tras seis horas de travesía, los síntomas de agotamiento comenzaron a notarse. El grupo hizo un alto en una zona boscosa. Rellenaron las cantimploras en un pequeño arroyo. Se alimentaron de la comida que los orantes habían puesto en sus mochilas y descansaron las piernas. Marcio apareció con rapidez ante la Suma Centinela. Ofreció a su oficial la cecina y el queso que estaba comiendo. El hombre de poblado bigote se llenó la boca en segundos. Cuando se hubo saciado, informó a su superiora.
–Vienen cuatro personas. Se mueven tratando de ocultarse. Los cuatro son dotados, tienen toda la pinta de ser un equipo de la Hermanad Roja. Me ha extrañado que evitaran al ejército de la misma forma que nosotros. ¿Quieres que los matemos?
–Deja que se acerquen. Si están huyendo de las patrullas, es probable que sepan la verdad.
–¿Qué hacemos si son hostiles?
Ágreda no contestó. Terminó de comer con tranquilidad. Marcio quedó expectante. Movió su amplio bigote varias veces, esperando la respuesta hasta entender el significado de aquel silencio. Se alejó a preparar el recibimiento.
Los cuatro individuos llegaron al pequeño bosque de forma apresurada. Huían de algo que no se había materializado. La mujer que encabezaba la marcha era de cabello negro y pequeña estatura. La seguía un hombre mayor, de complexión fuerte y con semblante cansado. A su espalda, un espigado joven avanzaba con grandes zancadas. La última del grupo era una chica de piel oscura y cuerpo delgado. Miraba hacia atrás repetidamente. Los cuatro se detuvieron ante la señal de la primera mujer. Antes de retroceder por donde habían venido, salieron varios hombres de Marcio a su encuentro. Raquel recurrió al poder de su esfera principal. Enlazó su mente con la de los asaltantes. En un momento, las armas que empuñaban apuntaron a sus propias sienes.
Ágreda observó que los hombres de Marcio reaccionaban de forma extraña. Cinco de ellos se pegaron un tiro en la cabeza antes de que ella pudiera reaccionar. Fue al encuentro de los recién llegados. Un súbito temor la paralizó de los pies a la cabeza. Reconoció a la menuda mujer de pelo oscuro. Había visto antes a aquella chica.
–Ya ha caído tu vanguardia, déjanos pasar y podréis sobrevivir. Solo queremos continuar nuestro camino.
–Te conozco. Eres una prelada de la Hermandad Roja. Te vi en Capital, junto al Primer Hermano. Estabas en el suceso de Canalejas. –Raquel se detuvo frente a la Suma Centinela. La mayoría de los Heraldos supervivientes apuntaron a los cuatro intrusos. Estaba leyendo sus recuerdos.
–Sois los últimos Heraldos. Hay una patrulla de militares a doce kilómetros justo a nuestra espalda.
–Estáis huyendo de ellos, ¿por qué?
–Eso es asunto nuestro.
–Nos quieren muertos. Piensan que hemos sido poseídos en Barcino. Han dado la orden para que nadie salga de la ciudad. Si lo intentas, te acribillan –Fernando hablaba entrecortando sus palabras.
–No os dejaremos pasar. Delataréis nuestra posición.
Raquel volvió a recurrir al poder de la esfera mental. El efecto en aquella ocasión fue distinto. La Suma Centinela parecía emitir un leve fulgor. El poder de Raquel pasaba directamente a ella. La conciencia de Ágreda se desvaneció. Habló con voz extraña y ojos en blanco.
–Debes detenerte, Raquel Medina. Tienes el fragmento que ella busca. Con él, completará su transformación. La realidad será de ella y sabes lo que eso significa. –Raquel sintió el terror de contactar con otro ser inefable.
–¿Qué eres?
–El final y el principio de todo. El Ojo de Jazím liberó nuestra condena. Soy tu verdadero dios. Tienes la llave del fin.
La posesión de la Suma Centinela terminó con brusquedad, dejando a la mujer de rodillas en el suelo. Intentó sondear las mentes de sus compañeros. Silencio. Aquella entidad la había desarmado. La Suma Centinela ofreció su mano desde el suelo. Raquel dudó unos instantes antes de tomarle la mano.
–Vivimos tiempos confusos. Encontramos amigos donde antes había rivales y enemigos entre los que más queremos. Es una buena oportunidad para poner fin a todo esto, si quieres. Depende de ti, prelada.
Raquel pensaba con rapidez, todavía agarrada a la mano de su adversaria.
–Ógredo… dices que es un lugar seguro.
–Es el lugar más seguro que se me ocurre.
–En ese caso, dejaré que el destino me lleve por donde me ha indicado.