El misterio del hidalgo
Recuerdo con inquietud aquel suceso, a pesar de los años que han pasado. Desde entonces, dediqué mi vida al sacerdocio. Padre Durán, me hago llamar ahora. Mi vida nada tiene que ver con el joven sinvergüenza que fui. En el momento de aquel suceso era un huérfano al servicio de Alfredo Alvarado, soldado condecorado en la guerra de Flandes. Fue en la ciudad de Toledo donde lo conocí, recién licenciado.
Huí de la misa en la iglesia del padre Crespo y acudí al puente del Alcázar. Allí se despedían los soldados con abrazos llenos de nostalgia. Las muestras de fuerza eran continuadas y las bravuconadas soltadas al aire suponían casi un himno. A uno de ellos lo llamaban alférez. Según los comentarios, había sido un héroe. Más tarde me contó el propio Alvarado que salvó a toda su unidad de una emboscada. Me acerqué a aquel señor de capa larga y sombrero emplumado sin un ápice de pudor.
La historia que contó, fascinó al niño que fui. En aquel entonces deseaba ver mundo más allá de aquel convento. Me ofrecí como sirviente, con el afán de vivir aventuras o, al menos, escucharlas. Aquello le pareció gracioso al hidalgo. Realizó una reverencia, desvelando por accidente las empuñaduras de su cinto. Tocó sin desenvainar las espadas. «Esta se llama Sagrada Oposición. El puñal es la Sangrienta Virtud. Puede que te enseñe como se pelea en los tercios.» Me entregó dos de sus tres fardos y me aceptó sin reserva alguna. Su caballo iba cargado con dos enormes cajones.
Había ganado mucho oro, tanto que podía permitirse una casa en el distrito noble. Se dirigieron a la calle de los aguadores. Las tuberías bombeaban el agua del Tajo, llenando un estanque de gran capacidad donde se recogía el agua para los nobles. Algunas de aquellas casas contaban con el privilegio de tener agua directa del río. Mi señor Alfredo quería aquella comodidad a toda costa. Fue la señora Florinda quien nos habló de aquella vivienda. Escuchó nuestra conversación y comentó que había un piso en su barrio con los requerimientos que mi señor demandaba. Mi señor se mostró interesado y fuimos a verlo al día siguiente.
Aunque lo recuerdo enorme, a mi señor le pareció insuficiente. Sin embargo, la cañería accedía directa a la zona de las cocinas. Era muy útil disponer de agua en aquella zona de la casa. Cuando vio la sala para el aseo personal, su opinión cambió al instante. Allí se encontraba una enorme tina de bronce, lo suficientemente amplia para que cupieran tres personas. Aquel elemento hizo que valorara aquella vivienda de forma distinta.
Recuerdo que me pasó una sensación parecida pero a la inversa. La sensación espaciosa de la vivienda se tornó asfixiante al cabo de un tiempo. Pregunté a doña Florinda de donde había salido aquella enorme bañera de bronce. Me dijo, con cierto grado de menosprecio, que la había encargado su anterior inquilino. Al interesarme por aquel hombre, Florinda concluyó la conversación de golpe. «Está muerto. Pasó a mejor vida hace quince años.» Aquello enmudeció mis jóvenes labios. Sin embargo, la inquietud que sentí por aquel personaje fue en aumento.
Nos trasladamos a la vivienda aquella misma tarde. Yo dormía en las cocinas mientras mi señor ocupó el dormitorio principal. Todas las mañanas debía tener listo el baño y el desayuno. Según avanzaban las semanas veía a mi señor más exaltado y distante conmigo. Cada noche aparecía con mujeres de taberna. Me ordenaba llenar la tina de agua para bañarse con ellas. Teníamos un barril de vino que agotaba cada cinco noches. Me resultaba una tarea ardua mantener el nivel adecuado. En una ocasión, no repuse el vino agotado y me cayó una buena paliza. El carácter de don Alfredo Alvarado fue decayendo en su lado más sombrío. Daba muestras de altivez y se mostraba arrogante, cada vez con más frecuencia. Sin embargo, en sus momentos de lucidez, reflejaba su verdadera naturaleza. El hidalgo se arrepentía de su conducta pecadora y su creciente ira. Afirmaba que aquellos actos no procedían de su voluntad.
Tuve que creer sus palabras. Una de las noches que tardé en conciliar el sueño, observé algo inquietante. Frente a mi cama, una nebulosa oscura comenzó a formarse. Me pareció surgida del propio infierno. Se desplazó, lenta por todo el pasillo hasta las dependencias de mi señor. Al cabo de un rato, el hidalgo Alvarado abandonó su habitación dispuesto para salir a la calle. Su mirada era furibunda. Sus intenciones, nada buenas. Más tarde supe que provocaba trifulcas en las tabernas para desafiar en duelo a sus víctimas. Regresaba al amanecer con la capa rasgada y con manchas de sangre. Tenía que remendar las ropas casi a diario.
La presencia oscura en el pasillo evocó en mí el recuerdo de nuestro antiguo morador. Me dirigí a la iglesia la siguiente mañana para buscar ayuda. Me figuraba que el mismo diablo estaba acechando en cada esquina. Fue el padre Crespo, tras confesarle mis temores, quien me contó la historia del antiguo inquilino de la casa de mi señor. Su nombre era Ferrán de Soto. Había sido soldado en los tercios, como el señor Alvarado. Su carácter bravucón provocaba peleas allá donde iba. El adiestramiento que tenía Ferrán lo hizo invicto en todos los duelos en los que se batía. Acabó muriendo en aquella casa de forma misteriosa.
El padre Crespo no pudo aportar nada más al respecto. Quedó en visitar a mi señor un día cercano y la conversación finalizó de forma abrupta. El sacerdote sospechaba que mi señor estaba poseído, así me lo dijo. Permaneció con aquella idea hasta que salí de la iglesia. Regresé a casa, cada vez más preocupado. No sabía cómo hacer frente a aquella situación salvo rezando a Cristo.
Estaba inmerso en mis pensamientos, a punto de llegar a la casa, cuando Florinda salió del portal. Con su enorme mano, agarró mi camisola y me introdujo en su casa. «¿Qué le pasa a tu señor? Llevo días soportando su actitud, nada apropiada. Si continúa así, lo denunciaré a las autoridades.» No podía imaginar qué nueva impertinencia había cometido el hidalgo Alvarado aunque me disculpé de inmediato. Mi llanto brotó sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Confesé por segunda vez ante la oronda Florinda, que seguía con atención todos los detalles de mi historia. Cuando finalicé, me hizo pasar al salón de su casa. Había tres niños allí, más pequeños que yo. El más joven tendría seis o siete años. El mayor era de mi edad. Florinda comentó que su marido había fallecido por las fiebres dos años atrás. Me ofreció una naranja que tomé con gusto.
La viuda ofreció más información acerca de Ferran de Soto. Aquel hombre causaba terror en el barrio. La muerte le sobrevino por un plan que Florinda confesó en aquel instante. Ella era todavía una niña. Sin embargo, escuchó el plan que urdieron sus propios padres junto a los demás. Lo idearon en aquel mismo salón. Entraron en la vivienda de Ferrán una noche que regresaba de la taberna. Las dos chicas que lo acompañaban eran cómplices del plan. Fueron ellas las que abrieron la puerta cuando Ferrán se quedó dormido en su tina de bronce. Entre todos, hundieron el cuerpo en la enorme bañera hasta ahogarlo. El pobre infeliz iba tan borracho que no se enteró de su propia muerte.
En los días sucesivos, traté de contarle la historia a mi señor Alvarado. Era de suma importancia que supiera a lo que debía enfrentarse. El tiempo corría en mi contra, al menos así lo sentía. El hidalgo apenas daba muestra de su antigua personalidad. Dirigirse a él de forma directa podía ocasionar una lluvia de golpes. Sin embargo, me atreví a hablar con él. Fue la llegada del padre Crespo la que evitó que me matara. Por alguna razón, se sintió ofendido en cuanto nombré a Ferrán de Soto. Cerró la mano sobre su Sangrienta Virtud aunque detuvo todo movimiento al escuchar los golpes. El llamador de la puerta detuvo la intención asesina de mi señor.
Para ser honesto, el padre Crespo era un hombre fuerte y determinado. Enarboló el crucifijo frente a Alvarado y lo empujó hacia el interior de la sala, apoyándolo en su frente. En cuanto la cara de Alvarado tocó el sagrado símbolo, su cara se retorció de dolor. Me escabullí detrás de la sotana del sacerdote, aprovechando los alaridos de mi señor. El padre lo rociaba con agua bendita mientras Alvarado retrocedía paso a paso. No recuerdo el tiempo que tardó Crespo en curar al hidalgo. Fue un tiempo largo porque, cuando vi desvanecerse la niebla oscura, caía la tarde. El padre Crespo disipó el espíritu de Ferrán con una continua letanía pronunciada en latín. Cuando mi señor Alvarado se liberó, su mirada era distinta. Había recuperado su verdadero ser. Sin embargo, las consecuencias de sus actos no tardarían en llegar.
El padre Crespo todavía se encontraba con nosotros cuando llegó la guardia. Había anochecido y reponíamos fuerzas con una copiosa cena a base de pan, huevos y tocino. Las repetidas llamadas a la puerta casi la echan a bajo. «Abran en nombre del rey», declamaba fuera el capitán de la guardia. Me apresuré a abrir la puerta y varios soldados apresaron a mi señor. «Queda detenido por asesinato. Varios testigos lo han identificado como el asesino del duque de Almeida, hace cinco noches.»
Ni el padre Crespo ni yo mismo pudimos hacer nada. Se lo llevaron al cuartel, donde pasó los últimos días de su existencia. La muerte de un noble bajo la espada de un hidalgo se castigaba con la muerte. Presenciamos su ahorcamiento, conociendo las razones verdaderas que lo habían llevado a cometer aquel crimen. Lloré, desconsolado, la pérdida de aquel hombre. Por fortuna para mi, el padre Crespo me tomó bajo su tutela.
Y con el tiempo, yo mismo me convertí en el sacerdote que soy ahora. Uno dedicado a expulsar a los espíritus nocivos de los hombres. Incluso al mismo maligno. La impresión que sufrí tras ver liberado a mi señor Alvarado fue suficiente para querer contemplar aquellos rostros durante toda mi vida. Ahora, al final de mis días quería dejar constancia del motivo de mi vocación hacia dios. Con esta historia dejo por escrito mi experiencia, siendo estas letras mis últimas palabras como sacerdote en activo. Para quien se haga eco de este episodio anodino de mi vida, se despide el padre Duran del Tajo, exorcista católico por la gracia de dios.