El refugio de la colina
Ocho caballos avanzaban bosque a través, alejándose de la ciudad de Okayama. El galope era en plena oscuridad, después de la primera hora nocturna. Tras ellos, las antorchas serpenteaban frenéticas, siguiendo el rastro de los ronin forajidos. En sus alforjas tintineaban las monedas de oro que habían robado. Una cantidad muy considerable, procedente del comercio exterior. El gobernador movilizaría a todo samurái a su servicio para perseguir a Tokiri Shinji, el responsable del robo y traidor al castillo. La línea sinuosa de antorchas cada vez estaba más cerca del pequeño grupo. Tras salir del bosque, Shinji se dirigió a sus hombres.
–Debemos separarnos, nos reuniremos en la colina Yuishinzan dentro de cuatro horas. Hay un pequeño refugio para los peregrinos budistas. Nos esconderemos allá.
–¿Qué pasa con el resto de la banda? –preguntó Yuri, su primer bushi.
–Estarán presos o muertos. Si escucharon bien mis palabras antes de comenzar el trabajo, podrán llegar al refugio de Yuishinzan. Esperaremos un tiempo, lo que podamos aguantar con las provisiones que tenemos.
Su primer bushi asintió y se separó del grupo. Tomó a tres de los samuráis forajidos rumbo al oeste. El polvo oscuro que levantó aquel galope dejó a los cuatro restantes en una oscuridad más profunda. Shinji dirigió a sus hombres hacia la mencionada colina, siguiendo una trayectoria contraria. La serpiente de antorchas siguió a Yuri, el cual empleaba toda clase de gritos y sonidos para llamar la atención. El líder de la banda alcanzó el refugio en primer lugar, tras atravesar el caudaloso río a través del único vado de la zona. Acabaron empapados tanto samuráis como monturas, viéndose obligados a encender fuego en el interior de aquel refugio para peregrinos.
Aquella casa se componía de una única sala, construida con troncos, tablones desechados y cieno del río. Existía un espacio de piedra para crear un pequeño fuego. Shinji mandó a sus hombres a por leña mientras él se despojaba del kimono mojado. Los tres hombres que lo acompañaban, llegaron con troncos recién recogidos. Había un depósito de leña aledaño al refugio. Tras encender el fuego, imitaron a su líder, dejando secar su ropa mojada. Se arrebujaron en las mantas de viaje, protegiéndose del frío hasta quedar dormidos.
Temprano, a la primera luz del sol, Shinji escuchó el galope lejano de algunos caballos. Tomó su kimono, todavía húmedo, y salió a observar la llegada, catana en mano. Yuri saludó en la lejanía, silbando la contraseña que habían pactado. Shinji regresó al interior del refugio. Abrió uno de sus fardos, extrajo una botella de sake y un saco pequeño de arroz. Todo estaba metido en una olla igual de diminuta. Puso aquel instrumento de cocina sobre el fuego. Añadió agua y esperó a que hirviera. Entre tanto, bebía el sake de la botella de porcelana. Yuri y sus hombres irrumpieron en el refugio y se acercaron al fuego. El frío era intenso a primera hora de la mañana.
–¿Los habéis despistado?
–Eso creo, señor. Hemos borrado todo rastro. Ni con la ayuda de los dioses podrían localizarnos.
–Bien, es hora de ver el botín. En mis alforjas guardo cerca de mil koban, cuatro sacos de doscientos y uno que se rompió en el forcejeo con Matsu. Su muerte me costó, al menos, cien koban.
–Yo tengo tres sacos de doscientos. Mis hombres cargaron con la misma cantidad. Entre el caos de la refriega no pudimos alcanzar a más.
Todos los hombres fueron amontonando el botín. Shinji fue contando los sacos. Cuando tuvo controladas las sacas con el sello del gobernador, pasó a contar las monedas ovaladas que quedaban en el saco partido. Un total de tres mil ciento treinta y ocho koban. Había sido un buen golpe. Al anunciar la cifra, sus hombres celebraron con alegría aquella cantidad.
–¡Podemos vivir años en los prostíbulos de Kyoto!
–¡Y beber sake a diario!
Tal era el júbilo entre ellos que ninguno de ellos, ni siquiera Shinji, se percató de los dos peregrinos que esperaban en la entrada del refugio. Eran monjes budistas por su cabeza afeitada y sus túnicas anaranjadas. El grupo silenció su alegría. Shinji hizo una seña a su primer bushi. Yuri se apresuró a cortar la retirada de los visitantes. Los demás hombres despojaron a los peregrinos de sus cayados y sus fardos. Los ataron en el rincón más alejado de la habitación mientras discutían qué hacer con ellos.
–No podemos matarlos, son hombres santos. Nos traerá mala suerte.
–Ya lo sé, Yuri. No lo haremos, debemos marcharnos cuanto antes –dijo Shinji.
–Imposible, los caminos están vigilados. Hay que esperar un par de días hasta que levanten la guardia.
Shinji asintió, si aquel problema se solucionaba esperando, lo haría. Mandó a dos de sus hombres a vigilar y se encargó de vendar y amordazar a los monjes peregrinos. Otros dos quisieron ir al pueblo cercano a por más comida.
–Ni hablar. Nadie se moverá de aquí. Haremos guardia por si se acercan los samurái del gobernador. Si ven a gente sospechosa en las cercanías, se acercarán en masa. Si tenéis hambre, cazad. Pescad en el río. Recolectad bayas y raíces. Hacedlo ahora y en abundancia, tal vez tengamos que pasar aquí más tiempo de lo que pensaba.
Los hombres de Shinji salieron, dispuestos a realizar sus órdenes. Agotó su botella de sake y lamentó no tener más de aquel licor. Acabó tumbado al lado de sus rehenes, los cuales se mostraban atemorizados.
–No os haremos daño. Estáis en el momento equivocado, nada más. Dejadme advertiros que si intentáis huir, por muy santos que seáis, os mataré yo mismo. Si estáis tranquilos, os daremos de comer.
Los monjes se dejaron vencer por el desánimo, permaneciendo pasivos ante las palabras de advertencia. Shinji entrecerró los ojos, el alcohol ayudó a que conciliara el sueño. Dos horas más tarde, Yuri lo sacó de su letargo.
–Es Senjuro. Está viniendo hacia aquí.
–¿Viene a pie? ¿Solo?
–Así es. Lo vimos marchar con Ryota. No sé nada de ellos desde la huída del castillo.
El líder de la banda se incorporó con lentitud, usando su catana como apoyo. Salió al exterior, Senjuro subía por la colina con cierta dificultad. Hacía señas de reconocimiento. Cuando llegó hasta Shinji, se arrodilló.
–Siento el retraso. He perdido mi caballo.
–¿Qué ha pasado?
–Ryota y yo fuimos acorralados. Nos acribillaron los arcabuceros del gobernador. Yo pude cubrirme detrás de mi montura. Ryota no tuvo tanta suerte.
–¿Y el botín?
El ronin recién llegado sacó del interior de su kimono una bolsa con el sello del gobernador.
–Esos son doscientos koban. ¿Dónde está el resto?
–No hay más, señor. Este saco salió despedido de la alforja cuando murió mi caballo. Es lo único que pude salvar.
–¡Eres un inútil!
–Le ruego perdón, señor. He sido negligente. Discúlpeme…
Shinji tomó la bolsa del suelo y la llevó al interior del refugio. Tras depositarla con los demás sacos, hizo pasar a Senjuro.
–A pesar de tu percance, no has venido con las manos vacías. Comparte conmigo la comida que tenemos.
El recién llegado asintió. Tomó uno de los cuencos de arroz y comió con paciencia. A sus espaldas, en el exterior, todo estaba tranquilo. Yuri custodiaba la entrada. Los demás estaban dispersados, bien vigilando o consiguiendo más víveres. El sonido del río llegaba amortiguado hasta ellos. Shinji miraba a su hombre rezagado, tenía una extraña expresión de satisfacción en su rostro.
–Parece que te gusta el arroz, Senjuro.
–Llevo horas sin probar bocado. Gracias por el alimento, señor. –Elevó el ritmo al que comía. Shinji lo observaba con detenimiento. Conservó aquella mirada extraña hasta finalizar el arroz. Cuando dejó el cuenco vacío delante de él, continuó hablando. –Señor, me gustaría saber cuándo repartiremos el oro.
–¿Repartir el oro? Todavía no estamos a salvo.
–¿No cree que será mejor dividirlo y que cada uno vaya por su cuenta? Podemos reunirnos más adelante.
–No, Senjuro. Eso sería descuidado. Nos pondría en peligro a todos.
–Yo acepté este trabajo solo por dinero. Una catorceava parte del botín, descontando los gastos. Deseo que se me pague. Me marcharé por mi cuenta.
Shinji había averiguado parte de la intención de aquel ronin. Extendió su pierna medio paso y desenvainó su catana. Senjuro rodó hacia él, más rápido. En aquel mismo movimiento sacó su espada corta. Cuando Shinji bajaba el filo de su catana, Senjuro había llegado a la zona desprotegida de su señor. Alojó el wakizashi en el estómago del líder. A continuación se volvió hacia la puerta, dejando resbalar el cuerpo inerte hasta el suelo. Yuri se abalanzaba hacia él con un grito de furia. Su catana chocó en parte con una de las vigas toscas del techo, desviando el tajo que hubiera cercenado el brazo de Senjuro. El samurái aprovechó la ventaja para contraatacar. Yuri era diestro, desvió el contraataque y recuperó su ventaja inicial. Senjuro estaba siendo arrinconado, cerca de los prisioneros. En aquel momento, Ryota cruzó el umbral de la entrada. Su catana goteaba sangre. Había matado a todos los hombres desperdigados por la zona. Yuri sintió su presencia y cambió de objetivo. Las catanas se cruzaron cuatro veces en rápidos movimientos.
–Senjuro nos dijo que habías muerto.
–Mintió, como has comprobado. Rinde tu catana, Yuri. He matado a todos.
–Somos samuráis del gobernador –dijo el samurái arrinconado –. Nos han ordenado que solucionemos este problema lo más rápido posible.
–Si me rindo, me matarán igualmente. No voy a bajar nada.
Con un certero movimiento, Senjuro lanzó su wakizashi hacia Yuri. En un acto reflejo, paró el arma arrojada hacia él, dejando desprotegido su costado derecho. Ryota se limitó a aprovechar la ventaja, cercenando a Yuri por el lado descubierto. Fue rematado antes de que se desangrara sobre el suelo.
Senjuro se había acercado al botín amontonado al lado del fuego. Tomó una de las bolsas y se la guardó dentro del kimono. Tomó otra y la lanzó a Ryota, que acababa de liberar a los prisioneros. La tomó al vuelo. Acto seguido se encaró a los peregrinos.
–Hay hombres del gobernador disfrazados de campesinos al otro lado del río. Decidles que la situación está controlada.
Los monjes asintieron, huyendo de aquel refugio tan rápido como les fue posible. Los dos hombres se quedaron a solas hasta la llegada del capitán Sadao. Entró lleno de vigor, acompañado de cuatro soldados que sacaron los sacos de inmediato.
–Ha sido una magnífica actuación, Senjuro, Ryota, gracias por todo.
–Hemos tomado nuestra parte.
–De acuerdo, entonces ya no tienen que permanecer aquí. Pueden regresar. Antes, pasen por el castillo. Informen al gobernador que seguiremos la ruta establecida. Aseguren con más hombres el camino de vuelta. Estarán ambos al mando.
Los dos bushi asintieron con un grito enérgico, inclinándose ante su superior. Se despidieron y montaron en dos de los caballos que había traído el grupo de refuerzo. Después de informar al gobernador, comenzarían sus vacaciones. Aquel dinero les arreglaría la vida durante unos cuantos años.