El último favor
Llegó hasta las puertas de la fortificación con la cara cubierta. Su paso era lento y mantenía oculta su catana bajo el kimono. Habían pasado siete años desde que visitó al señor Akiyama. Temía ser reconocido, vivió en la fortaleza dos años. Encontró algunos detalles cambiados. Las hojas de la puerta, reforzadas con hierro, permanecían sin vigilancia. El ejército que antaño conoció se había disuelto. Aquella vista era acorde con los tiempos de paz que vivían. Tres comerciantes habían establecido un puesto de venta en la entrada. Los criados de la fortaleza se amontonaban alrededor. El viajero pasó inadvertido hasta el otro lado de la muralla. Se encontró con varias mujeres lavando en el patio de armas. Una sirvienta se aproximó a él y le suplicó que esperara al chambelán. Su mirada era inquieta, observando en todo momento su rostro tapado. Se adentró en el castillo para regresar al momento, seguida de un hombre que reconoció.
–Está en casa de Akiyama Katsu, viajero. Si ha venido a por algo de comer, debe de acudir a las cocinas, al fondo del patio.
–Vengo a cobrar un viejo favor, señor Oka. –Destapó su rostro para que el chambelán lo reconociera. No disimuló su sorpresa.
–Isakawa Goro, pensaba que habías muerto. Nadie ha sabido de tu paradero en años.
–He tenido que esconderme, como sabes bien. Necesito ver al señor Akiyama –el chambelán asintió.
–Pasa a la sala de recepción, haré que te traigan alimento mientras aviso al señor.
Esperó a que un joven sirviente le acercara una bandeja con arroz y té. Comió con apetito aunque preocupado por guardar las normas de etiqueta. Al finalizar, sintió que sus pulmones se ahogaban. Tosió con violencia, cubriendo su aliento con el interior de la manga del gastado kimono. Observó restos de sangre. Había ocurrido otras veces. Mantuvo su corrección hasta que el señor Akiyama se presentó ante él.
–Isakawa Goro, eres una visita inesperada en esta casa. ¿Qué quieres?
–Señor Akiyama –tocó con su frente el suelo con sus manos frente a él –, es la primera vez que vengo a visitarlo después de siete años. En aquella ocasión me pedisteis que retara a Akutagawa Iesu mediante un combate a muerte. Era el maestro de armas de la familia Mochizuki, como recordaréis. Su muerte causó el debilitamiento de la casa de su rival, favoreciendo la influencia de mi señor Akiyama.
–Todo eso ya lo sé. Ve al grano, Isakawa.
–Necesito un último favor de su señoría. Estoy enfermo, señor Akiyama. He contraído las toses de sangre. Mi vida como duelista ha finalizado. Los dioses me susurran durante el sueño que debo recopilar mis conocimientos y transmitirlos. Busco su hospitalidad hasta que llegue la hora de mi descanso eterno. –Akiyama permaneció en silencio. Su mirada era iracunda.
–Eres osado al reclamar una recompensa a la que renunciaste años atrás. Te marchaste con las manos vacías y ahora me pides que te las llene, cuando no dispones de salud.
–Así es, mi señor. Recuerdo que hace años rechacé su recompensa, sabiendo que me esperaba una vida al margen de las leyes de nuestro emperador. Hoy le pido compasión por un antiguo samurái a su servicio.
–¿Y quieres como recompensa que te acoja entre mis murallas? ¿Sabes en qué posición me dejaría ante el shogun? Se te busca por asesinato. Muchos testigos afirmaron que perdiste el duelo con el señor Akutagawa y que lo asesinó un cómplice por la espalda.
–Ese hombre era su propio hijo, señor Akiyama. Actuó antes de tiempo, interfiriendo en la lucha y deshonrándonos a los dos.
–Mi hijo Nautaro nunca rompería su juramento de samurái. Estás mintiendo. Fuera de aquí, has ofendido a esta casa.
Goro Isakawa saludó con respeto al señor y se dispuso a abandonar la sala. Antes de marcharse añadió unas palabras más.
–Volverá a tener noticias de mí, señor Akiyama.
El señor se limitó a ignorar el comentario. El samurái errante salió del castillo conteniendo su frustración. Un nuevo acceso de tos lo sorprendió de camino a la aldea. Llegó a la única posada que allí había y descansó toda la noche. Al día siguiente había decidido qué hacer. Escribió su carta de desafío al hijo de Akiyama, llamó a un chico del pueblo y le entregó el mensaje junto a unas monedas.
–Entrégaselo al hijo del señor. No permitas que lo tome otra persona.
El muchacho corrió raudo hacia la fortaleza. Goro esperó en la posada bebiendo las últimas hierbas medicinales de su bolsa. Al cabo de dos horas, el muchacho regresó con la respuesta. Akiyama Nautaro aceptaba el duelo. Se desarrollaría en el patio de la fortaleza a las diez de la mañana. Llegó a la hora pactada con su catana ajustada en el obi. Se había recogido el pelo y las mangas de su kimono para que no le entorpecieran durante el combate. El señor Akiyama presidía aquel encuentro desde un estrado habilitado para la familia regente. Todos los familiares presenciaban el reto. Estaban atentos a aquel viejo conocido, a la espera de que saliera el heredero de Akiyama. Nautaro apareció veinte minutos después. Iba vestido con la coraza de su padre. El yelmo tenía grabado el emblema de la familia. Su rostro estaba cubierto por una máscara de guerra. El conjunto no dejaba ver un solo punto de su cuerpo expuesto. Como arma, había escogido una naginata tan alta como él. Aquello le daría la ventaja de la distancia. Muy seguro de sí mismo, Nautaro se plantó delante de Goro. El señor Akiyama anunció entonces el comienzo del enfrentamiento. Nautaro extendió su arma hacia Goro. Había iniciado una embestida, confiando en que la armadura parara el contraataque de su desafiante. Goro no había desenvainado su espada. Giró sobre sus talones, evitando el choque con su adversario. En el mismo movimiento, su catana se deslizó fuera de la funda y paró el golpe de contraataque. Nautaro había dirigido su arma hacia Goro para herirlo en la pierna. Recuperando ambos contrincantes la posición de guardia, esperaron al siguiente movimiento. El hijo de Akiyama fue el que se anticipó. Estaba bien protegido por su armadura y aquello lo hacía temerario. Goro había estudiado sus movimientos lo suficiente. Pudo predecir que su adversario lanzaría un ataque vacío, seguido del verdadero golpe. Ganó espacio en el primer movimiento para evitar que se produjera el segundo. Su catana voló rauda en un movimiento ascendente. El corte había pasado entre los pliegues de la armadura a la altura del codo. El antebrazo salió despedido por los aires con la naginata todavía sostenida entre sus dedos. El miembro amputado cayó a la arena del patio. Fue entonces cuando el arma se desprendió de su presa, rebotando con dramatismo. Nautaro gritaba. La sangre salía a borbotones de su muñón. De un rápido movimiento, Goro decapitó al hijo de Akiyama. El yelmo rodó unos metros hasta que la cabeza salió del interior. La expresión del heredero se grabó en las retinas de todos los presentes. Goro limpió su espada con el borde del kimono mientras el señor del castillo se incorporaba en el estrado. Quería acabar con Isakawa en aquel instante. Pronto se dio cuenta de la cantidad de testigos que había convocado. Muchos aldeanos se acercaron a ver el enfrentamiento. Su hijo había aceptado el reto, no podía perder su honor asesinando a aquel hombre allí mismo. Goro dio la espalda a la familia regente y salió del patio con la misma rapidez con la que había llegado. El capitán de la guardia se presentó ante su señor, arrodillándose ante él.
–Puedo matarlo, señor Akiyama. Permítame hacerlo. Lo alcanzaré en el camino.
–No, Ryo. Los aldeanos propagarían la noticia. Llegaría a oídos del emperador. Seguidle hasta la aldea. Esta noche acabaréis con él mientras duerme. –La madre y la esposa de Nautaro lloraban desconsoladas. Habían reunido cabeza y brazo de la víctima en torno al cuerpo.
El capitán hizo lo que su señor le había ordenado. Se llevó a los seis samurái de la fortaleza con él. Cumplirían con su venganza o morirían en el intento. El señor Akiyama y su familia prepararon los ritos funerarios para el hijo fallecido. La frialdad de la venganza estuvo presente toda la ceremonia.
A la mañana siguiente, buscó al capitán de su guardia. En su lugar, un chico apareció con un mensaje en el castillo. El señor Akiyama lo tomó y leyó su contenido con atención. Desenrolló el pergamino y comprobó con asombro el desafío de Isakawa Goro. Lo retaba para aquella misma tarde. Dejaba claro en el mensaje que no aceptaba una negativa. Se presentaría allí quisiera él o no. Arrugó el papel con su puño. El duelista había acabado con sus hombres. Lamentaba no disponer de su antiguo ejército. El shogun Toyotomi había decretado la paz entre provincias. Para ello, obligó a los señores feudales a desarmarse. Tan solo algunos gozaban de una guardia personal, no mayor de cien samuráis. Akiyama no era de aquellos privilegiados. No tenía a quien usar para detener a aquel duelista enloquecido, salvo a sí mismo. Si Isakawa Goro lo derrotaba, sería el fin de su familia. Por el contrario, si rehusaba el enfrentamiento, el shogun retiraría el favor de su casa por cobardía. Akiyama estaba seguro de aquello. La última vez que se reunió con Toyotomi, lo dejó muy claro. No toleraría otra transgresión contra el código bushido. Bien sabía Akiyama que detrás de aquella amenaza se encontraba la certeza de sus crímenes. Tan sumido estaba en sus temores que no percibió al chambelán hasta tenerlo delante. Tenía el rostro desencajado. Las lágrimas bañaban sus mejillas.
–La señora Aoko…
–Estoy ocupado para atender los lamentos de mi esposa. Vuelve más tarde.
–Ha muerto, señor. Ingirió veneno hace una hora. No soportó la muerte de Nautaro. La señora Naori y los niños la han acompañado. –El señor Akiyama quedó inmóvil. Tras varios segundos en silencio, Akiyama se dirigió a su chambelán.
–He recibido esta carta. Isakawa ha sobrevivido a nuestros samuráis. Me reta a un combate. No tengo elección. –El señor Oka leyó con atención las palabras del desafío.
–Es dentro de cuatro horas. Podré prepararlo a tiempo. –Hizo una reverencia a su señor y se marchó del salón principal.
Goro apareció a la hora anunciada. Su apariencia era muy distinta en aquella ocasión. Pasó al patio de la fortaleza con el pelo suelto y enmarañado. De su obi colgaban seis cabezas. Eran los hombres con los que se había enfrentado. Avanzó cojeando hacia su rival. Su kimono mostraba las señales del feroz combate. La mirada era el toque frío de la muerte. Lanzó las cabezas hacia el señor Akiyama y desenvainó la espada. Goro contuvo un nuevo acceso de tos. Escupió la sangre y dejó que los restos corrieran por las comisuras de sus labios. Akiyama Katsu también preparó su arma. No vestía armadura, tan solo un sencillo kimono. Tanto retador como retado se miraron a los ojos durante eternos segundos. Goro inició el ataque. Katsu paró la estocada dirigida a su cabeza. Había cometido un error. Aquel golpe era una distracción. Usando la inercia del rechazo, Goro dirigió la hoja de su catana hacia la pierna. Cercenó la extremidad a la altura de la rodilla. Akiyama perdió el equilibrio y bañó la tierra con su sangre. Era la segunda vez que la sangre de su familia se derramaba en aquella arena. Goro terminó con la vida del señor clavando la espada en el pecho. Decapitó a su rival de un solo tajo y levantó la cabeza para mostrarla a los sirvientes de la fortaleza. Se encontró con el chambelán, al otro lado del patio. Había tensado un arco y lo apuntaba, tembloroso.
–Has provocado la extinción de la familia Akiyama. No sé si tienes razón en esta venganza sin sentido. Que los dioses juzguen tus actos a través de los míos.
El chambelán dejó volar la flecha con los ojos cerrados. Atravesó la distancia a enorme velocidad. Atravesó la garganta del duelista y ahí quedó alojada. Goro dejó caer la cabeza del señor de la fortaleza. Sus ojos miraban al señor Oka mientras trataba de respirar. Se arrancó la flecha. Reuniendo las fuerzas que le quedaban, hundió su catana en el estómago, liberando sus vísceras. Acabó inmóvil, tendido sobre su espada, con su interior desparramado frente a él. El chambelán dejó el arco y se acercó a los hombres muertos. Su rostro estaba desencajado. La casa de Akiyama había llegado a su fin.