Estrechando lazos
El coche esperaba en parking de la cárcel estatal Orwell. La puerta de metal dejó salir a un hombre de piel blanca y pelo moreno. Su ropa estaba fuera de aquel tiempo. Aquel detalle era perceptible solo para un ojo insistente. Harold R. Visconti se acercó al vehículo cada vez con pasos más amplios. Desde las ventanillas del coche comenzaron a surgir los primeros saludos.
–¡Más rápido, Visco! ¡Vamos! ¡Pueden arrepentirse en cualquier momento!
Harold sonreía a su amigo Rizzo. Era el que gritaba a través de la ventanilla. Al volante estaba Paul Sontoro, sacudiendo la mano por fuera de la ventanilla. En cuanto entró en el coche, los dos se le echaron encima con efusivos abrazos.
–Nuestro héroe ha salido, por fin. Ha pasado un montón de tiempo, ¿verdad, Pauli? Estaba deseando verte, mamón. Has hecho pesas, ¿eh? Se te ve en forma.
–Para ya, Rizzo. Como sigas manoseándome no voy a saber si partirte la cara o chuparte la polla.
–Es una alegría verte, Visco. Hay mucho de lo que hablar. El jefe está deseando verte. Ante todo, gracias por tu discreción. Has cumplido como pocos. Y tú, Rizzo. Deja de invadir el asiento delantero, al final me jodes la tapicería.
–Eh, ¿qué pasa? Estoy contento. Llevo diez años sin ver a mi amigo. Era amigo mío antes que tuyo, eso no puedes comprenderlo, Pouli.
–Tengo este coche solo tres semanas así que no me lo jodas.
–No voy a romper nada, ¿por quién me has tomado? Ni que tuviera doce años… Piensa que voy a romperlo por mostrar un poco de cariño, el idiota.
–Arranca el coche, Paul –dijo Harold –. Sácame de este sitio ahora mismo. Necesito un whisky. Y tú, deja de tocarme ya.
El automóvil se puso en marcha de inmediato, recorriendo el largo tramo en carretera hasta la inmensa ciudad. En el trayecto, Harold era asaltado por todas las noticias que se había perdido dentro de la celda. Don Rogelio Macri había sido ascendido de rango. Ahora controlaba cuatro manzanas. Aquello iba acompañado de una compensación económica. Rizzo sacó un sobre del interior de su chaqueta y lo dejó caer sobre las rodillas de Harold.
–El viejo nos dijo que te lo habías ganado. Ya sabes, por las molestias que has sufrido en absoluto silencio.
En aquel momento, Harold supo que tenía que volver a mancharse las manos. Preparó su mente para la llegada de aquel momento mientras contaba el dinero. Había cinco mil dólares en aquel fajo. El aliento de Rizzo lo golpeaba en la nuca con cada palabra que pronunciaba.
El coche fue directo al Presidencial, el club de don Rogelio. Su estilo estaba anclado en los años sesenta, con todas las paredes forradas en madera. Viejas fotografías enmarcadas llenaban los dos pisos del local. La parte de abajo era para la clientela habitual, aquella que no estaba al tanto de los negocios. La planta intermedia era para socios. La superior la ocupaba el jefe y sus más allegados. Fueron directos a la planta más alta, levantando ovaciones entre los presentes. Harold fue recibiendo manos conocidas y extrañas. Todos querían tocar a la leyenda. Su apodo era vitoreado por cada planta hasta que alcanzó el nido del águila. Una vez en la puerta, los chicos de seguridad fueron los siguientes en felicitar a Harold. Frenaron a sus dos acompañantes, que regresaron a la planta intermedia.
En el interior, el gran jefe se levantó de la larga mesa presidencial. Otros seis miembros de la familia acompañaban a don Rogelio Macri. Harold recibió un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.
–Mi hijo pródigo. ¿Te han dado el regalo de bienvenida?
–Era más generoso de lo esperado, señor Macri. Estoy muy agradecido.
–Este es mi chico –dijo el jefe –. Te he echado de menos, amigo mío. No hay gente tan competente como tú. Por favor siéntate en aquella silla.
Harold tomó el asiento que indicaba el jefe. A su izquierda había una mujer cercana a los treinta años. Sus rasgos angulosos y delicados llamaron su atención al instante. La mirada era oscura, inquisitiva a la vez que expectante. Observó al recién llegado enredando su dedo índice en su pelo negro.
–¿Nos conocemos?
–¿No me recuerdas? Solía jugar con tu hermana Alice.
–Julia Macri… Ahora caigo. Disculpa, no te había reconocido, has crecido. La última vez que ti vi tenías once años.
–Lo sé.
–Luego os contáis vuestra vida. Ahora, prestadme atención. Sobre todo tú, Visco. Ya conoces a la mayoría de los presentes aunque no estás familiarizado con su procedimiento. Ahora los negocios funcionan de forma distinta. Este es el comité. No hay nada que se haga sin su conocimiento. Mi presencia aquí es la de inclinar la balanza, sin tomar todas las decisiones.
–Entonces, señor Macri… ¿Ya no es el jefe?
–Lo soy, claro. Aunque ahora debo llegar a un consenso con el resto de la familia. Soy yo el que toma la última palabra. Bueno, debemos resolver el asunto de Bianco. Recuerdas a Gregory Bianco, ¿verdad?
–Era el que se encargaba de la distribución de cocaína en la veintisiete.
–Se hizo un gran hombre y quiso ir por libre. Dejó de pagar hace tres años. En todo este tiempo he enviado varios recaudadores a por mi parte. Una vez al año, Harold; como es costumbre. Los chicos han quedado para el arrastre.
–Con todos mis respetos, don Rogelio… jamás hubiera consentido usted nada parecido hace diez años.
–Si por mí fuera, lo habría liquidado yo mismo. Pero mi familia –hizo un gesto que abarcó toda la mesa –no me deja salir de aquí. Dicen que soy demasiado importante.
–Ahí es donde entra usted, señor Visconti –comentó con gesto distraído Julia Macri –. Es nuestro asesino.
–Nadie quiere aceptar este trabajo –continuó el señor Macri –. La sociedad se ha vuelto pusilánime. He ofrecido grandes sumas y ni un solo soldado ha querido recoger el encargo. Los jóvenes de hoy son unos cobardes. Solo me quedas tú, amigo. Pon una cifra y acepta este cometido.
Harold quedó pensativo unos segundos. Sabía que si se excedía en la cantidad de dinero podía ofender a su jefe. Optó por la vía más sensata.
–Aceptaré por la cantidad usual, don Rogelio.
Una sonrisa nació en los labios gruesos del señor Macri. Los demás miembros se mostraron satisfechos. Todos menos la hija del jefe. Ella lo observó con desconfianza mientras se encendía un cigarro. A los pocos segundos, el hombre a su derecha reprendió aquel acto. Apagó el cigarro al instante, lanzando veneno por los ojos.
–Este es mi chico, ¿qué os había dicho? Uno de la vieja escuela, al fin. Nico te dará un arma. Además, tienes un comité de bienvenida.
–¿Cuándo desea que se cumpla este encargo?
–Dentro de un plazo de tres días. Si te preocupa echar un trago esta noche, no te preocupes. Diviértete. Mañana podrás ocuparte de todo.
Harold Visconti abrazó al jefe antes de marcharse. Una vez en la planta intermedia, sus colegas lo asaltaron. Tenía un whisky doble en la barra, esperando a que lo atendiera. Todo el local brindó por su recuperada libertad.
Dos horas más tarde, con siete whiskys en el cuerpo, volvió a ver a Julia Macri. Apareció sentada a su lado. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel taburete. Solicitó fuego. Harold obedeció con la lentitud propia del alcohol.
–Debo ir contigo.
–¿Por qué?
–Me lo ha pedido mi padre. Quiere que me dedique a los asuntos de la familia.
–¿Y qué pretende? ¿Quiere que hagas parte del trabajo?
–No. Intentó que actuara yo por mi cuenta. Me vi incapaz. El discurso que escuchaste en su despacho lo hizo por mí. Quiere que me endurezca, que sepa en qué consiste este negocio.
–¿Qué has pensado?
–Mi intención es pegarme a ti como una lapa hasta que termines el trabajo.
–¿Eso incluye esta noche?
–Todas las noches a partir de ahora.
–¿Vas a volver a insinuarte, como cuando tenías once años?
Ella no respondió. Se lanzó hacia la boca del asesino, dejando sus labios unidos durante un largo rato. Cuando separó su rostro, tomó la gran mano de su compañero y lo llevó al exterior. Antes de abandonar el local, Nico le hizo señas desde la barra del bar. Le entregó una caja de zapatos. Eran los instrumentos para su misión. Julia volvió a tirar de él hacia la calle.
–¿Dónde vamos?
–A mi casa. Allí podrás hacerme feliz.
–No creo que tu padre apruebe esto.
–Y esa razón lo hace más excitante. Vamos, tengo ahí el coche.
Harold se dejó llevar más por la borrachera que por los tirones de la chica. Entró en el coche de forma automática. No se planteó las consecuencias más allá de su deseo sexual. Julia se tiró sobre él en cuanto aparcó el coche en su garaje privado. El primer encuentro fue en el asiento del copiloto. Repitió otras dos veces más cuando llegaron al lujoso dormitorio. A la mañana siguiente, todo había cambiado.
Lo despertó el olor del café recién hecho. Julia lo esperaba a su lado, con un desayuno completo en una bandeja. Lo puso sobre el cuerpo de Harold mientras se acurrucaba a su lado. El arrepentimiento lo mantenía en alerta. Su instinto lo impulsaba a salir de aquel domicilio en cuanto fuera posible.
–Estás muy tenso.
–Es por el trabajo. Tengo que localizar al objetivo.
–Es fácil. Ese tipo va todas las mañanas a un gimnasio de la calle Hemingway. Sale a las once y media, puntual como un reloj suizo. Podemos hacerlo esta misma mañana.
–¿Va acompañado?
–Claro, de un patán lameculos llamado Ricky. Puedo encargarme de él.
–Creía que no eras capaz de matar a nadie. –Visco se puso los pantalones, dejando el desayuno a medias.
–Te equivocas. Soy incapaz de matar a Bianco. A la escoria de Ricky la puedo aplastar sin problema.
–¿Qué lo hace tan especial?
–Estuvo en el lugar que ahora ocupas tú. –Besó con rapidez al hombre medio vestido.
–En cuanto a eso, Julia, yo no… –El dedo índice de la chica impidió que siguiera hablando.
–No digas nada, tenemos trabajo que hacer. Voy a vestirme y nos vamos.
Harold fue preparando su mente de camino a la calle Hemingway. Abrió la caja de zapatos, tomando el arma y guardándosela en el interior de su chaqueta desfasada. Observó las fotos de Gregory Bianco, no había cambiado demasiado. Dejaron el coche a media manzana de distancia. El gimnasio estaba en el fondo de un callejón abierto en ambas direcciones. Se limitaron a esperar frente al establecimiento. Visco estaba de frente, vigilando el acceso. Julia lo abrazó durante toda la espera, de espaldas a la entrada.
El primero en salir fue Ricky. Hablaba rápido sobre algo referente al partido del día anterior. Bianco surgió a la calle con cara de pocos amigos. Su cara estaba roja por el esfuerzo. Trataba de ignorar los comentarios de su compañero. Ignoraron a la pareja que se besaba frente al establecimiento. Julia sonrió a Visco, mostrando la culata de su revólver. El asesino asintió. Los disparos fueron casi a quemarropa, uno en la cabeza, dos en la espalda, a la altura del corazón. Abandonaron la escena antes de que nadie supiera lo que había pasado. Harold frenaba a Julia agarrándola por el brazo. Estaba eufórica.
–Ha sido alucinante, seremos la pareja más peligrosa de la ciudad. Tú y yo, los reyes de las calles. Para toda la vida. Debemos fijar una fecha para la boda.
–En cuanto a eso… Julia, no creo que don Rogelio apruebe esta relación.
–Mi padre no aprueba nada de lo que hago. Te amo, Visco. Te amo desde que soy niña. Desde que me rechazaste antes de entrar en la cárcel.
–Escucha, eres la hija de mi jefe. Esta relación no puede existir. –Julia adoptó un semblante más duro.
–He dicho que estamos juntos. Si te hace algo, tendrá que rendir cuentas ante mí. Soy la heredera del negocio. Quiero que estés conmigo.
–No. No puedo hacerlo. Respeto a tu padre. No puedes obligarme a quererte. Lo cierto es que no siento nada por ti.
Aquellas palabras cayeron sobre Julia como un cubo de agua helada. La euforia que sentía segundos antes fue desplazada por un vacío inmenso. Dejó que Visco se adelantara unos pasos. Tomó la empuñadura del revólver, todavía en el bolsillo de su abrigo. No se molestó en sacar el arma, tan solo dirigió el cañón oculto hacia la espalda de su rechazo. Apretó el gatillo, tres veces. El hombre cayó de frente con la nuca perforada y dos balas en el corazón.
–Sois todos iguales…
La confusión evitó que fuera capturada. Llegó hasta su coche y se dirigió a casa. Por el camino informó a su padre. Había cumplido la misión. El trabajo estaba hecho y no había que pagar mano de obra. Aquel día, Julia aprendió lo que significaba abaratar costes a cualquier precio.