Ganador nato
Grant Hollister entró en el pueblo de Peakok River a lomos de su caballo. La montura trotó por la calle principal hasta la plaza del ayuntamiento. Las pulgas estaban martirizando al jinete. Dejaba una estela de polvo que levantaba las miradas de los vecinos. El sol marcaba las diez de la mañana en el momento en que Grant ataba las riendas al lado del abrevadero. Desensilló al caballo y fue directo al hotel que tenía justo en frente. Sacudió el sombrero lleno de polvo y entró en el edificio de madera. Un hombre calvo, de mirada torva y bigote rizado, lo miraba desde el otro lado de la mesa de recepción. El aspecto de Grant era el de un pordiosero. La ropa que lucía estaba gastada y manchada. Una espesa barba cubría su rostro por completo. El polvo que había encontrado durante meses de travesía, seguía pegado a su figura.
–Espero que tenga dinero –se precipitó a decir el hombre calvo –. No todos pueden pagar una habitación. Aquí cobramos por adelantado.
Grant rebuscó entre los bolsillos de su chaleco. Dejó dos dólares de plata en el mostrador de madera, delante del que parecía el propietario.
–¿Cuánto tiempo puedo quedarme? –El hostelero miró las monedas y las examinó con minuciosidad. Era plata de gran pureza.
–Una semana, con desayuno y comida incluidos. Tendrá forraje y agua para su caballo, el chico lo llevará a los establos. Usted puede descansar en esta habitación –el hombre dejó una llave atada a una herradura –. Es la tercera puerta del pasillo, subiendo las escaleras. ¿Sabe escribir su nombre?
–Leer, escribir y contar. Soy un privilegiado. –Grant Hollister sonrió con afabilidad. El gesto le quedó amenazador debido a su mala imagen. Tras percibir la incomodidad de aquel hombre sin pelo, relajó el semblante.
–Firme el libro de contabilidad, caballero. Ponga el nombre completo y la rúbrica. –Grant dejó la silla de montar en el suelo y tomó la pluma entintada.
–Esto está listo, señor…
–Hornet. Horace Hornet. Soy el dueño del hotel. El desayuno es a las ocho, damos el almuerzo al medio día. La cena es a las ocho de nuevo aunque suele depender de lo que haya sobrado en el almuerzo. Todo lo que consuma en el bar del salón va por cuenta suya.
Grant asintió, tomó la silla de montar y subió hasta su habitación. Dentro había una cama, un orinal y una bañera de bronce. De sus alforjas sacó una bolsa de tela reforzada. Estaba repleta de monedas de plata. Tomó un puñado de monedas del interior y las sopesó en la mano. Las guardó en su gastado chaleco. Tomó otro puñado y lo repartió entre los bolsillos de la chaqueta y los pantalones. Había encontrado aquel tesoro en el camino, cuando tuvo un retortijón inesperado. Los frijoles mexicanos que había comido en una fonda le llevaron a dar con aquel saco. La bolsa estaba oculta bajo unos matorrales, con parte de las monedas esparcidas. El brillo argénteo atrajo su atención mientras buscaba alguna piedra plana con la que limpiarse. Fue la primera y única vez que agradeció una comida en mal estado. Todavía no había contado aquellas monedas.
Bajó a ver a Horace con el saco de plata bien guardado entre los pliegues de su chaqueta. Solicitó que llenaran la bañera mientras se rascaba la parte posterior de la cabeza. Pidió, además, los servicios del sastre del pueblo y que acudiera el barbero del hotel a la habitación. Tenía intención de jugar aquella misma noche, no podía hacerlo vestido como un vagabundo. Por último, quiso guardar su pequeña fortuna en la caja fuerte del hotel. Horace Hornet hizo que entrara al despacho. Apuntó la cantidad que depositaba tras contar con paciencia mil ochocientos treinta y siete dólares. Tomó la bolsa y la introdujo en la caja de seguridad. La actitud del propietario fue mucho más amable en aquella ocasión. Con el dinero a buen recaudo, se relajó y observó el edificio con paciencia.
Grant vio varias mesas de juego en el mismo salón del hotel. Muchos estaban jugando al póker. Era la distracción estrella del pueblo. Se frotó las manos al ver a buscadores de oro, ganaderos y vaqueros agolpándose en las mesas. El vértigo del juego se acumuló en su estómago. Era un tahúr avezado, forjado en los salones de Dallas. Su vida eran las cartas. La pasión que sentía por el juego le había ocasionado numerosos enfrentamientos. Tuvo que hacer uso del colt más veces de lo que había querido. Con el tiempo, había conseguido ser un excelente pistolero, ganando cinco duelos en los que había sido desafiado. El manejo del revólver igualaba su capacidad para ganar manos al póker. Suprimiendo las ganas de sentarse en una de aquellas mesas, regresó a la habitación para seguir con el aseo. En el interior, el baño estaba en proceso de preparación.
Grant Hollister esperó con impaciencia a que la hija de Horace llenara la bañera. Las mordeduras de las pulgas lo obligaban a rascarse por debajo de la ropa. La chica se presentó como Judith. No dijo una sola palabra mientras llenaba con cubos de agua caliente aquella bañera de bronce. Grant no esperó a que la chica terminara. Se quitó las ropas y se introdujo en la tina mientras pedía a la chica que le tirara los cubos por la cabeza. La chica de catorce años huyó intimidada cuando Grant tuvo suficiente. Nunca había deseado con tanta fuerza aquella pastilla de jabón. Se frotaba a conciencia, levantando los parásitos de su piel uno por uno. Tras lavar bien todo el cuerpo durante media hora, llamaron a la puerta. Era el turno del pelo y de la nueva vestimenta.
El nuevo corte de pelo lo hacía parecer un hombre de Boston. Dejó el aspecto de forajido en plena huída para ofrecer un vistazo más amable. El barbero afeitó el rostro de Grant casi por completo. Dejó dos gruesas patillas que llegaban hasta el mentón del tahúr. Aquel estilo de afeitado atraía la suerte, según palabras del propio Grant. Cuando fue el turno del sastre, el tahúr se movió inquieto. Deseaba echar algo al estómago y comenzar el juego. Sin embargo, aquel proceso le llevó más tiempo. Aquel hombre le hizo un par de trajes, aprovechando confecciones ya cosidas de antemano. Al salir de la habitación, parecía una persona respetable. Se abrochó el chaleco y tapó su colt con la chaqueta oscura recién cosida. La tarde se había precipitado y solo deseaba poder comer algo. Tuvo suerte, tomó los restos de un estofado con mucha zanahoria que había sobrado del medio día. Con las fuerzas recuperadas, se aproximó a la mesa de póker central. Se jugaba con fichas de madera, decoradas con el emblema del hotel: una doble hache sobre un fondo rojo. Se presentó con su nombre completo.
–Grant Hollister, a su servicio. ¿Podría unirme a la partida, caballeros? –Los parroquianos lo miraron con desconfianza. Fue un joven el que ofreció el asiento de su derecha. Le quedaban menos fichas que a la mayoría. Su nombre era Tom. Grant estrechó la mano del joven mientras repetía el nombre de pila. Antes de aposentarse en aquella silla, recibió la negativa.
–No puede unirse, estamos en un juego privado. –Quien habló fue Max Pleasant, el alcade de Peakok River.
–¿Les importa, entonces, si me quedo a asesorar a mi amigo Tom? –Todos se rieron a la vez.
–Tomas el porquero no ha ganado una mano en su vida, tiene mala suerte. Es así de gafe desde que nació –dijo Bruce Campbel, el zapatero. Estaba igualando la apuesta del alcalde mientras reía.
–Jugaré con usted, Tom –el chico asintió y ofreció sus cartas a Grant. No parecía tener muchas luces –. Si logramos ganar, tomaré el diez por ciento de las ganancias, creo que es justo. El resto se lo quedará usted.
–De acuerdo, señor aunque nunca he ganado nada. Ahora iba a tirar estas cartas. Son muy bajas.
–No, amigo Tomas. Quiere apostarlo todo.
–¿Antes del primer descarte? ¿Con esta mano?
–Así es, justo antes. Todo dentro, señores. Nos jugamos lo que queda. Después de todo, mi amigo Tom se quería marchar…
John Willis, el carnicero, aceptó la apuesta con un resoplido. Tenía menos fichas que el joven Tomas. Aquello ya era una victoria. El alcalde Max Peasant igualó la apuesta. Campbel, el zapatero, también continuó mientras reía. Habían pensado que ganarían al porquero con figuras. Cuando se desvelaron las manos, Tom ganaba con una escalera baja. Willis quedó fuera de la mesa y el propio Campbel estaba con una cuarta parte de lo que poseía. Pronto fue Grant el que impuso su juego. Ganaron tres de cada cinco manos hasta hacerse con todas las fichas de la mesa. El porquero había ganado el dinero de dos años de matanza. Max Peasant se levantó con educación de la mesa. Ofreció una partida privada como revancha para la siguiente noche. Grant aceptó sin reservas y el alcalde abandonó el hotel.
A la mañana siguiente se levantó con un fuerte dolor de cabeza. Había pasado casi toda la noche en el burdel del pueblo. Estuvo bebiendo whisky hasta arrastrarse hacia la habitación. Pasó el día como un alma en pena hasta que llegó la hora de juego. Se arregló para la ocasión y bajó al salón del hotel. El alcalde iba acompañado por otros dos hombres, uno de ellos era el sheriff. La estrella dorada que lucía en su pecho lo delataba. No imponía ningún respeto. Era bajo y rechoncho, con cara redonda y pelo lacio de color negro. Llevaba unos anteojos sujetos a sus orejas por dos patillas de estaño. Max Peasant hizo las presentaciones.
–Quiero presentarle al sheriff, Mark Wender. Jugará con nosotros.
–Encantado. Mucha suerte aunque no espere ganar en la misma mesa donde juego yo, sheriff.
–Eso ya lo veremos –respondió el hombre con voz aflautada.
Los jugadores ocuparon la mesa más amplia del hotel. Aquella noche no acudió nadie más, estaban solos. Jugaban el alcalde Peasant, el sheriff Wender, Cambel, el zapatero, Grant Hollister y Horace Hornet, propietario del establecimiento. El tahúr apostaba ligero. Le costaba implicar a los demás jugadores. Todos acababan abandonando sus cartas. Todos se miraban de reojo pendientes de un asunto que a Grant se le escapaba. Aquello no le importaba. Poco a poco iba ganando las fichas de sus rivales.
–Ayer me hizo daño, señor Hollister. Casi todo mi dinero se lo llevó Tom el porquero. Ahora no tendrá motivos para vender su granja. Tengo una racha de mala suerte.
–Entonces no debería estar jugando –dijo Grant. Estaba más apagado que el día anterior. Calmaba la resaca con largos tragos de whisky. El agua de fuego lo estaba revitalizando aunque se dejaba ver agotado.
–Un hombre como yo, señor Hollister, decide su propia suerte. Por eso he querido jugar hoy con usted. Estoy convencido de que mi mala racha termina hoy.
–Permítame disentir, señor alcalde. –Grant barrió de nuevo las fichas hacia su montón. Ganaba con tres reyes. El alcalde hizo una seña a Horace Hornet.
–¿Ahora? Pensaba que esperaríamos a… –El alcalde lo interrumpió con un puñetazo en la mesa.
–¡Ahora mismo!
Grant Hollister quedó enmudecido ante aquel repentino enfado. Sintió que la tensión había crecido. Con disimulo, desató la tira de cuero que mantenía su revólver inutilizado. Con la otra mano sujetaba las cinco cartas. El sheriff lo miraba detrás de aquellos anteojos con mirada nerviosa. El alcalde mantenía una tensión feroz sobre él. Horace regresó con el saco de monedas de plata que Grant le había confiado. Lo dejó caer sobre la mesa. Algunas monedas saltaron a la superficie, mezclándose con las fichas de madera. El sheriff Wender se levantó de su asiento. Quería imponer algo de respeto ganando altura. Grant le dirigió una mirada compasiva.
–¿Se puede saber qué ocurre aquí? –preguntó el tahúr. El alcalde respondió con voz iracunda.
–Mi suerte se torció hace dos meses, cuando asaltaron la diligencia procedente de Denver. Esperaba en ella una enorme fortuna. Los fondos que me permitirían comprar este pueblo. ¿Sabe lo que se siente al perder la mitad de tu riqueza?
–Comprendo su frustración aunque no sé qué tiene que ver conmigo.
–Ese saco, las monedas… Son las mismas que yo esperaba hace dos meses. –El alcalde lanzó una de las monedas a Grant. –Son dólares Morgan, acuñados el pasado año. Observe la fecha. Yo mismo proporcioné la plata para su elaboración. Mi pregunta es la siguiente: ¿qué hace usted con mi dinero? –Grant tragó saliva. Las miradas estaban fijas en él. Se tomó un tiempo antes de contestar.
–Es una historia difícil de creer aunque espero que haga un esfuerzo y me escuche. –El sheriff Wender había desenfundado el revólver y encañonaba con fingido disimulo a Hollister.
–Adelante, pues.
–Lo encontré en el camino. Me llamó la atención un brillo entre los matorrales. Mi sorpresa fue enorme cuando descubrí este saco repleto de dólares. Si es usted el legítimo dueño, no tengo ningún reparo en devolverlo.
–Claro que lo hará, va a devolverlo todo. Nos dirá donde está el resto de la plata.
–No lo ha entendido. No sé quién se llevó su dinero. Puedo devolverle este saco. Del resto del dinero no puedo dar cuenta.
–Pues más le vale hacerse cargo de ello o será ahorcado si no veo mi medio millón de dólares. Sheriff, llévese a este forajido. Lo torturaremos hasta que nos diga dónde está el resto de su banda.
Wender le indicó que se levantara con el cañón del revólver. Cambel, el zapatero, se marchó del salón como alma que lleva el diablo.
Con lentitud, Grant vació su vaso de whisky. Dejó las cartas sobre la mesa y se levantó despacio. Agarró la mesa con ambas manos y tiró de ella hacia arriba. Fichas, cartas y monedas de plata salieron volando por el aire. La mesa cayó sobre el sheriff Wender, desequilibrándolo y otorgando a Grant Hollister el tiempo suficiente. El alcalde Peasant cayó de espaldas al suelo, proyectado por la fuerza de la mesa. Escuchó el disparo y vio caer al sheriff Wender a su lado con la frente perforada. El alcalde se cubrió detrás de la barricada que formaba la mesa de juego, desenfundando su revólver. La bota con espuelas de Grant se lo arrebató de las manos. El cañón humeante del tahúr lo apuntó entre las cejas.
–Tenía razón, alcalde. Su racha de mala suerte termina hoy. –Disparó dos veces. A continuación, tomó del suelo la bolsa de monedas, el dinero de los jugadores y salió de la habitación. No contaba con Horace, el hostelero. Se había resguardado detrás de la barra de recepción. Apuntaba con un Winchester al tahúr. Grant tuvo los reflejos de tirarse al suelo antes de que las postas lo alcanzaran. Se quedó tumbado, fingiendo haber sido alcanzado. El teatro surtió efecto. Horace tardó treinta latidos en salir de su escondrijo. Su naturaleza precavida lo hacía avanzar con lentitud. Grant no le dejó llegar hasta él. Disparó las tres balas que le quedaban en el colt por sorpresa, matando en el acto a su adversario. Volvió a incorporarse y examinó el cuerpo. Encontró un agujero de posta en su chaqueta. Por lo demás, estaba ileso. Regresó a la habitación y tomó su equipaje. En cinco minutos estaba en los establos, ensillando el caballo y con una gran suma de dinero. Abandonó Peakok River a uña de caballo pocas horas después del anochecer. No tardó en escuchar las campanas de alerta por el pueblo. Tendría que cabalgar toda la noche si quería salvar el pellejo. Maldijo aquel alcalde, que lo había acusado con injusticia, y clavó espuelas en el caballo rumbo al oeste.