Garantía de placer
El senador Octavio Crexio llegó oculto bajo una túnica encapuchada. Sus cuatro esclavos habían despejado la entrada del prostíbulo para evitar miradas indiscretas. Una mujer madura salió a su encuentro. Dirigió a su nuevo huésped hacia el interior del local, encabezando la fila. Las flautas sonaban desde alguna de las salas de aquel sótano, acompañadas de una suave percusión. Crexio avanzó con lentitud, intentando orientarse en la penumbra. Su cuerpo, de barriga crecida, rozaba con mesas y taburetes.
Veía siluetas de hombres y mujeres dando rienda suelta a su lujuria. En dos ocasiones, casi interrumpió a algunos implicados en el coito, intentando pasar entre ellos. Los esclavos apartaban con educación a quienes obstaculizaban el paso. Cuando llegaron al despacho, el senador se atrevió a retirar su capucha. La brillante calva era el rasgo más característico del senador. Su anfitriona le invitó a aposentarse en el subsellium frente al suyo. Los esclavos esperaron en la entrada.
–Aurelia, cada día estás más hermosa. Los años no pasan por ti. –El senador se despojó de su túnica y se sentó sobre los cojines de plumas. Uno de los esclavos de la anfitriona, tomó la prenda del senador para su custodia.
–Qué amable, senador. Puedo deducir, entonces, que va a pedirme un favor muy caro de realizar.
–Jamás solicitaría algo que no pudiera hacer posible. Estoy dispuesto a pagar dos mil denarios. –Aurelia bebió de la copa de vino frente a ella para disimular el estupor.
–Te escucho, Crexio.
–Roma tiene problemas. Siracusa se ha negado a pagar sus tributos, declarándose al margen de la república. Queremos enviar a la séptima legión para rendir la ciudad. Sin embargo, Galva Cornelio se opone a que obtenga la gloria. Dice apoyar la diplomacia. Sostiene una oposición mayoritaria en el senado, basada en su carisma y sus logros militares.
–¿Qué puede hacer una humilde meretriz en asuntos de estado?
–Nada. No te quiero para resolver los problemas del senado. Mi petición es distinta. Galva es un tipo incorruptible. Se ha tomado el papel de héroe demasiado en serio.
–Por senado te refieres a ti mismo, Crexio. Ya he visto esa mirada… cuando Agripa fue tu rival durante los presupuestos del trienio pasado. Todavía me duele la trampa de miel que urdiste. Tuve que conseguir diez niños para que se divirtiera a su antojo. Qué suerte que fuera visto por el mismísimo capitán pretoriano.
–Una suerte, exacto. Aquel monstruo no ha vuelto a la política.
–Los muertos no hacen política. Se suicidó al recibir el ostracismo de Roma. No era capaz de tomar un pan en las carreras sin que escupieran a su cara. Los comerciantes lo ignoraban por miedo a generar una turba frente a sus puestos del mercado.
–Con Galva Cornelio tendrá que ser de otra forma. Es un hombre recto. Fiel a su esposa, amante de su progenie. Sin embargo, su hijo Claudio está en la mayoría de edad desde hace poco. Cumplió quince años el pasado invierno.
–¿Quieres reprender al chico por las faltas del padre? Es de una bajeza digna de un cartaginés. Ten cuidado con lo que propones, no pienso enfrentarme a los dioses.
–Nada de eso…Necesito que una de tus chicas más jóvenes lo embruje con sus encantos. El hijo será la clave para llegar hasta el padre. En el preciso momento, la chica lo envenenará.
–¿No vale un asesino en las calles? –Aurelia se mostró molesta. Sacrificar a su gente por los caprichos de un senador debía juzgarse con dureza. Con la poca que se le permitía. –¿Una daga en la espalda, a la salida del teatro? ¿Una emboscada en la vía Apia?
–Es un héroe de guerra. No solo está rodeado por máquinas de matar, ex soldados de fidelidad inquebrantable desde sus tiempos en la legión. Él mismo es un auténtico semidiós en combate. Sería demasiado arriesgado. La muerte debe parecer natural. He pensado en algo discreto, como la cicuta.
–Entiendo, ahora, la discreción. Está rozando la traición a Roma, senador.
–¡Nada de traición! Yo ayudo a Roma. –El enfado del senador duró unos segundos. Se recompuso como si no hubiera escuchado nada. –No va a haber problemas. Ahora, he de regresar a mis quehaceres. Antes de marcharme, quiero saber si tenemos un trato.
–Lo tenemos, senador. Cuente con mi ayuda.
Octavio Cresio se incorporó del subsellium. Hizo pasar a uno de sus esclavos y este entregó dos sacos repletos de monedas doradas. Se cubrió de nuevo con la túnica que le ofrecía el sirviente.
–Te entregaré la mitad que falta en cuanto se complete nuestro acuerdo. Recuerda… No he estado aquí.
Aurelia observó las dos bolsas frente a su mesa. Tomó una, guardó la otra en un baúl bajo su scriptorium, debidamente encadenado. Tras poner en orden sus finanzas, hizo llamar a Aurora. Era la más joven de todas sus prostitutas. Se quedó de pie, con la cabeza agachada frente a su protectora.
–Sibila, apenas llevas un año conmigo. ¿Qué edad tienes?
–No lo sé con exactitud, Domina. Sobreviví sin familia en las calles. Una vez me dijeron que parecía una chica de siete años. De aquel comentario hace nueve primaveras.
–Has dado muestra de mi confianza desde entonces, Sibila. Te he dado un salario cada semana. Te he protegido de los ladrones. Necesito que hagas algo más amable que tu actual trabajo.
–Lo haré, por mi Domina.
Al día siguiente, con la primera luz del sol, Sibila fue hacia la ínsula del senador. Poseía un edificio en el centro de la ciudad donde vivía con el resto de su familia. Aquel hombre había hecho de su casa un particular feudo marcial. Tras preguntar por Claudio en la entrada, fue conducida hacia el atrio. Buscaba al hijo que le había descrito Aurelia. Sin embargo, encontró al padre.
El semblante del senador era sombrío. Su porte regio, altivo, estaba herido por la tristeza. Tal vez por aquel hecho, Sibila se sintió vulnerable. El senador explicó que sus tres hijos estaban en la villa, pasando el duelo de la pérdida. Su esposa había muerto hacía unos días. Cayó de su montura, en un desgraciado accidente. Era demasiado reciente.
Sibila, con timidez, solicitó prestar servicio a las órdenes del senador. Galva, con un simple asentimiento, la tomó de la mano y la acompañó al habitáculo de las doncellas. Sibila había conseguido la infiltración en la vivienda aunque a un coste inesperado.
Aurelia olvidó a su pupila durante días. La gestión del negocio ocupó su tiempo. Nuevas chicas llegaban, se marchaban o morían. Los clientes que no pagaban eran visitados por sus mercenarios de élite. Aquellos que agredían a las chicas, se les obligaba a pagar por los daños ocasionados. Debía mantener los pagos al día para evitar sublevaciones. Entonces, llegó el informe de Sibila. Leyó en la tablilla de cera las palabras de su pupila. Sibila había conseguido la confianza del senador Galva Cornelio. No obstante, el momento de acabar con él no se había presentado.
La Domina borró el mensaje, aplastando la cera con los dedos. Dejó la tablilla encima de su scriptorium mientras ajustaba con el ábaco la contabilidad del día. En aquel instante, irrumpieron en su despacho. La túnica que ocultaba al senador Octavio Crexio se deslizó hacia el suelo. Aurelia ofreció el subsellium a su invitado, sin ocultar la sorpresa.
–Han pasado trece días desde que cerramos el trato. No veo avances en el plan. Galva ha viajado en persona hacia Siracusa, bloqueando todas mis decisiones en la asamblea. Debe hacerse ahora.
–Creí que no había prisa. Una infiltración como esta requiere mucho tiempo para evitar llamadas de atención. Sibila pondría en peligro su puesto de doncella.
–¿Sibila, se llama? Por Júpiter, no es su doncella. Es su reciente esposa. Se habla de ello entre los patricios, sin cesar.
Aquella noticia dejó lívida la cara de la Domina. En el mensaje no había nombrado aquel detalle de importancia. Tragó saliva y disimuló frente al senador, todavía en pie delante de ella.
–Crexio, tenemos a nuestra chica justo donde queríamos. Necesitamos que pase un tiempo antes de actuar. Ten paciencia.
–Galva Cornelio regresa a Roma el próximo día de Marte. Quiero que se haga entonces.
El senador Crexio se cubrió de nuevo con la túnica. Sus esclavos despejaron el camino de salida con menos educación que la primera vez. Aurelia pudo desatar su nerviosismo a solas. Temía el fracaso de la misión. Escribió un mensaje en la tablilla de cera con las nuevas instrucciones. Saco de su cofre privado una botella minúscula de cristal. Llamó a uno de sus libertos para que buscara a Sibila y le diera aquello. Horas más tarde, el mensajero se presentó en el lupanar sin haber entregado el mensaje.
–Inténtalo mañana.
–Será imposible. Ha viajado con el senador Cornelio. Llegarán en unos días.
–Dame eso, entonces. Lo haré en persona cuando llegue el momento.
La espera de unos pocos días, a pesar de la rutina, fue insoportable. Aurelia mantenía la fecha a fuego vivo en su recuerdo. Con las primeras luces del alba, se encaminó a la ínsula senatorial con la esperanza de encontrar en la puerta a su discípula. Esperó hasta que escuchó los cascos de los caballos descender por la vía Apia. Llegaron cuatro de los hombres de Cornelio. A continuación, una cuadriga se detuvo delante del portón principal. El mismo Galva dirigía el transporte. Sibila bajó de un salto, danzando cual chiquilla. Aurelia iba a llamar su atención cuando una mano fuerte la agarró por la espalda. Uno de los guardaespaldas la había capturado. La Domina gritó, atrayendo todas las miradas. Sibila se acercó a ella y sonrió.
De regreso a su lupanar, Aurelia mantenía el semblante dolido. El senador Galva Cornelio había conseguido un nuevo acuerdo con Siracusa, eliminando el riesgo de guerra. El senado recibió la noticia con júbilo. Crexio y su facción no acudieron a la asamblea. Conocían la información mediante otros medios. Aurelia sabía que debía rendir cuentas. Cuando la puerta cedió frente a la embestida de la guardia de Crexio, gozó de cierta satisfacción. El senador escupió furia por su boca bajo la capucha de la túnica. Señalaba a la veterana meretriz como si fuera a perforarla con una fuerza invisible. Al momento, la guardia de Galva Cornelio salió de su escondite. Los ex legionarios neutralizaron a los hombres de Octavio Crexio. El mismo Galva Cornelio comandaba el grupo.
–Quedas detenido, senador Octavio Crexio, por los delitos de traición al senado, conspiración e intento de asesinato hacia un cargo de Roma.
–¡No! ¡Jamás podrás sostener estas acusaciones!
–Mandaste a una asesina a mi casa con la intención de matarme. Tengo su testimonio y el de la mujer que aceptó tu encargo. Aurelia prestará declaración. Ese ha sido nuestro acuerdo.
Con un gesto, los hombres de Galva arrastraron al senador y sus hombres al exterior del lupanar. Aurelia llamó la atención del héroe antes de que se marchara.
–Nuestro trato… ¿Seguirá en pie después de esta noche?
–Te di mi palabra, mujer. Serás absuelta siempre que hables frente al tribunal.
–Mi palabra es tan fuerte como la de mi senador. Contará con mi testimonio. Una última pregunta, si me permite el atrevimiento, excelencia… ¿Cómo pudo descubrir a Sibila?
–Ella me contó la conspiración, deslumbrada por mi persona. Yo también me quedé deslumbrado por aquella sinceridad. Nos dejamos llevar por el destino hasta esta situación. Mi vida estuvo en sus manos y quiso que la conservara.
–¿Por qué razón?
–Por la razón más poderosa de todas.
Galva Cornelio salió del despacho. Llevó hacia las mazmorras de su casa a todos los presos. Gritaba insultos hacia el senador Crexio durante todo el camino. Debía asegurar que Roma conociera la traición. Aurelia quedó con la respuesta de Galva en la mente, negando con la cabeza. El arrepentimiento de su pupila no podía deberse al amor. En cualquier caso, sentía la presencia de Venus en todo aquello. De lo contrario, no podría haber conservado aquel medio de vida.