Hacia otra dirección
Ágreda paseaba nerviosa por el salón del Gran Maestre. El cansancio había hecho mella en su rostro. Sus cuarenta y tres años se marcaban con severidad. El estrés que había sufrido aquella semana había acabado con su paciencia. Oscar Dero estaba desaparecido durante días. Como la siguiente en el escalafón de mando, tuvo que resolver todos los problemas referentes a la congregación de los Heraldos. Se plantó aquella misma tarde, dos horas atrás. Pidió a la elegida que localizara al Gran Maestre y esperó con la poca paciencia que le quedaba.
Las concubinas, despreocupadas, intercambiaban consejos de maquillaje. Ocupaban los sillones y la alfombra de pelo largo y blanco. Eloísa permanecía sentada en el diván, muy cerca del grupo de mujeres. Sus ojos cerrados buscaban en el interior de sí misma. No podía recurrir a los poderes del Oculto. El dios, tal y como había ocurrido con Oscar, se había desvanecido. El Gran Maestre sufrió un enorme descalabro. Después de sus amenazas, cuatrocientos acólitos se dieron de baja entre los Heraldos. Las órdenes de arrebatar el Ojo de Jazim a la Hermandad Roja se habían cumplido con lentitud y pereza. Poco se podía hacer, el Primer Hermano había decidido despertar la esencia de Jaziel en uno de los suyos. Estaba convencida de que aquello había interrumpido la comunicación con la deidad. No tenía el poder del dios aunque la entidad había despertado su cuerpo. Podía percibir más allá de sus sentidos. Abrió súbitamente los ojos y se levantó en un brusco movimiento. Las demás chicas se sobresaltaron. Asumieron una actitud sumisa, inclinando las cabezas, listas para cumplir órdenes. Eloísa se dirigió a la Suma Centinela, que interrumpió su nervioso paseo.
–Está en el barrio de Ferreteras, escondido entre yonquis y vagabundos comunes.
–Llévame hasta allí –Ágreda ordenó a los dos centinelas de la puerta que las acompañaran –. Debemos localizarlo cuanto antes.
El coche se dirigió a la barriada llena de gente común. Las multitudes agrupadas en decenas, parecían exaltadas. Contemplaron varias pintadas cuyos mensajes estaban llenos de ira contra los despiertos. Desde que sucedió la singularidad de Canalejas, las logias eran vistas con desconfianza por parte de los comunes.
El coche aparcó en zona de descarga, frente a una frutería. Eloísa fue guiando a los demás, con los dedos sosteniendo sus sienes, en un gesto dramático e inapropiado para pasar desapercibidos. Una anciana mendiga quedó asombrada y se acercó a la concubina. Exigía a gritos un milagro que aliviase su sufrimiento. Los centinelas detuvieron su avance aunque no pudieron evitar la atención. La gente fue acercándose, al principio con curiosidad. Minutos más tarde, con enfado.
–Intente ir más rápido, Eloísa. Estamos llamando mucho la atención. –Ágreda hablaba nerviosa. La gente comenzaba a increparles. Buscó su arma bajo la chaqueta y ordenó a los guardianes que estuvieran preparados.
El pequeño grupo se introdujo en uno de los callejones, la gente mantuvo una respetuosa distancia. Ágreda dejó visible que estaban armados. Los gritos llegaron hasta ellos y ninguno era bueno. Ágreda hizo un gesto a uno de sus centinelas. Éste se acercó al portal que indicaba Eloísa, apuntó su dedo a la cerradura y ésta cayó derretida al suelo. La mujer elegida fue la primera en cruzar el umbral. Fue directa a la escalera y no se detuvo hasta llegar al cuarto piso. Llamó al timbre con dos toques entrecortados. Esperaron unos instantes. Ágreda ordenó al mismo centinela que abriera la puerta cuando esta se movió lentamente, mostrando el rostro demacrado del Gran Maestre Dero. Vestía un albornoz azul celeste con visibles manchas oscuras. Un hedor salió tras él, difícil de soportar.
–¿Qué queréis? –Oscar mostraba cierto grado de temor detrás de sus firmes palabras.
–A ti –respondió Ágreda –. Tienes una organización que dirigir.
El pelo rubio claro se había convertido en blanco, le otorgaba una apariencia senil. Había desaparecido todo rastro de dorado en él. Los invitó a entrar. Los centinelas esperaron en la puerta, visiblemente afectados por el hedor.
–¿Qué has hecho aquí dentro?
–Protegerme. No quería ser encontrado. He cubierto todas las paredes con mis heces para evitar que me encontrara… –Quedó mirando con fijeza a Eloísa antes de interrumpirse –¿Quiere castigarme por haberle fallado?
–No, deja de temer. El Oculto sabe ser misericordioso. El Ojo de Jazim ha sido despertado.
–Lo sé, han invocado a la diosa. Irá acumulando poder hasta hacernos sus esclavos. La Hermandad Roja está acabada. Luego iremos nosotros.
El Gran Maestre tomó un cigarro hecho a mano, depositado en el cenicero con otros tantos ya consumidos. Al lado había un frasco oscuro y pequeño, acompañado de una jeringuilla. Ágreda no ocultó su mueca de repugnancia mientras abría las ventanas de par en par.
–No os ofrezco –dijo Oscar, señalando el frasco y la jeringuilla– porque las drogas son malas. Ágreda siempre ha sido muy puritana con mis hobbies.
–Has hecho una pocilga excelente. –Habló desde el otro lado de la habitación. –Por lo demás, me da igual como decidas matarte. Recomponte de una vez, Hay una multitud cabreada en la salida del callejón. ¿Los escuchas?
–Es lógico que estén contra todos los despiertos. La Hermandad Roja ha traído a Jaziel. Borrará todo rastro de oposición y se adueñará del mundo. Están acojonados, como todos nosotros. Nuestros hombres, se han marchado por centenares. Nunca me aceptaron como Gran Maestre. ¿Cómo voy a servir a nuestro señor? Ni en el más allá encontraré consuelo, me convertirá en un bufón a su servicio.
Ágreda se acercó al Gran Maestre con grandes zancadas. Su traje corporativo sonó agudo por la fricción. Era un sonido limpio, acompasado y directo. Ese sonido fue roto cuando la Suma Centinela se mantuvo frente al apagado Oscar Dero. Eloísa mantenía la boca cubierta con sus manos para evitar el hedor. Exhaló una exclamación cuando Ágreda estrelló su puño contra el rostro del Gran Maestre. El hombre, debilitado por las drogas, cayó al suelo como un muñeco de trapo. Eloísa se aproximó a él y lo ayudó a levantarlo. El albornoz azul celeste se abrió, mostrando un cuerpo exiguo. Ágreda, algo avergonzada, lo tomó por la pechera con un poco más de cuidado.
–El Gran Maestre que yo conozco se habría desvanecido para evitar el golpe. ¿No te das cuenta? Te estás dejando llevar por la desazón –Oscar Dero guardó silencio, un leve destello apareció en su mirada –. Y te refugias en el vicio, tratando de huir de lo inevitable. Es ahora cuando debemos reaccionar. Todavía podemos hacer algo.
–La única opción es tener una reliquia. El Oculto no tiene ninguna en este plano. Se le conoce así porque fue el único que no dejó presencia alguna en nuestra realidad. Sin el poder de los dioses, jamás podremos hacer frente a Jaziel.
–¿Vale cualquier reliquia?
–Siempre que pertenezca a nuestros dioses y no a los dioses menores paganos.
Ágreda sacó su teléfono móvil y pulsó la pantalla varias veces. Mostró una noticia de hace dos días. Habían encontrado una extraña ánfora que no se podía ubicar en la cultura precolombina de Cuba. Oscar Dero tomó el aparato entre sus manos y leyó el contenido. Supo de inmediato que debía conseguir aquel objeto antes que la Hermandad Roja.
–Hay que conseguirla y averiguar a quién pertenece. Si es compatible, podremos traer a nuestro señor –Oscar se ajustó el albornoz celeste y recobró el brillo en la mirada por completo –. El verdadero guardián de este plano caminará de nuevo entre nosotros.
Una vez se hubo vestido, los cinco salieron del pestilente apartamento. Bajaron las escaleras con la presión de los vecinos observando desde las puertas entreabiertas. El tumulto de la calle había crecido y no pudieron llegar al coche. Entre ellos y el vehículo se interponían un centenar de personas. Oscar Dero se encaró a ellos, arrebujándose en su abrigo negro. Un hombre de amplio bigote y pelo rizado lo golpeó con una tubería de metal. Oscar Dero concentró su poder y el cilindro lo atravesó sin consecuencias. El hombre repitió el movimiento, esta vez ascendente. La tubería pasó a través del despierto como si estuviera hecho de aceite. El agresor gritó, sobrepasado por el pánico. Dejó caer el arma improvisada. Retrocedió unos pasos sin desviar la vista del Gran Maestre. Oscar Dero habló con potente voz.
–Es normal que ustedes, gente corriente, reaccione con pánico frente a nosotros, los despiertos. Quiero dejarles claro que nadie sufrirá ningún daño ni habrá consecuencias por este acto violento. No debe temer nada, ¿Cómo se llama usted?
–Iván, señor. Iván Marcio.
–Supongo que sabe quién soy. Me han visto en alguna ocasión por las pantallas. Soy el Gran Maestre de los Heraldos –Hizo una breve pausa para despejar su garganta. Quería hacerse oír con más claridad. Detrás de él, Ágreda y sus dos centinelas estaban preparados para disparar sus armas –. Os confesaré algo que puede que os tranquilice. Yo también estoy acojonado. Nadie, en nuestros tiempos modernos, se ha atrevido a traer a alguno de nuestros dioses a este plano. La Hermandad Roja es la primera que lo ha hecho, poniéndonos a todos en peligro. La desconfianza es lógica pero no hacia nosotros. Los Heraldos juramos proteger a toda la humanidad, sea despierta o no. Por el contrario, los Hermanos Rojos solo miran por sus propios intereses.
–¿Cómo va a protegernos? –Se atrevió a decir una voz de mujer en el fondo del tumulto. La multitud coreó la pregunta.
–Somos los Heraldos, nuestra orden se fundó para contrarrestar el poder despótico de la Hermandad Roja. Contamos con los avances tecnológicos de los Académicos, además del poder de los Revocadores. Solo nos hace falta algo. Faltan brazos y mentes como las vuestras. En nuestra orden puede ingresar cualquiera, sea despierto o no –levantó una mano en dirección a Ágreda –. Nuestra Suma Guardiana es como ustedes. Ha conseguido un buen puesto porque estuvo en el sitio adecuado.
–¿Y qué sitio es ese? –Preguntó otra voz de la multitud. Oscar sonrió levemente.
–A mi lado. Uníos a mí. Quiero contrataros a todos. Los Heraldos pagamos bien por el trabajo bien hecho. Venid mañana a nuestra sede.
–¿Habla en serio? –La voz que salió del gentío estaba cargada de ironía.
–¡Pues claro que hablo en serio! ¡Vengan mañana, todos ustedes! Si no les atiendo, pueden quemar el edificio. A las doce del medio día los estaré esperando con sus contratos preparados.
La ira de aquella gente se tornó en confusión. El grupo de cinco personas se abrió paso a través de la gente, que comenzaba a asimilar la oferta con buenos ánimos. Cuando llegaron al coche, el Gran Maestre estaba siendo vitoreado.
–¿Vas a contratarlos a todos? –Ágreda trataba de controlar una contradicción de sentimientos hacia el Gran Maestre.
–Necesitamos personal. Voy a crear un ejército contra Jaziel.
–¿Y cómo piensas pagarles? Deberías de consultar las finanzas de la orden. Últimamente no estamos muy bien de saldo.
–Hipotecaremos la sede. Está todo controlado, Ágreda. Tengo un plan.
Eloísa dejó que gobernara el silencio antes de hacer una pregunta que la atormentaba desde que vieron a Oscar.
–¿Por qué has llenado todo tu piso de mierda? Hay otras formas más eficaces de pasar inadvertido. –Oscar guardó silencio unos segundos. Cuando hubo articulado su respuesta, contestó con voz paciente.
–Estaba innovando.
Al día siguiente, durante el medio día, la gente del barrio de Ferreteras fue en masa al edificio Mausoleo, en el centro de Capital. El Edificio Canciller, sede de la Hermandad Roja, distaba tres manzanas de allí. Oscar Dero ingresó entre sus filas a ciento cincuenta y nueve personas. Descubrió para su sorpresa a treinta despiertos latentes. Entre ellos se encontraba Iván Marcio. Era el tipo que le plantó cara. Con nuevas ideas en su mente, después del papeleo, comenzó la búsqueda de aquella extraña ánfora. Tenía que conseguirla a cualquier precio. Gracias a su influencia, pudo inmovilizar la pieza en un almacén de Bahía Tranquila. El resto dependía de él e iba a asumir aquella misión como algo personal.