Hospedaje en el camino
Okura Koji tenía mucho que demostrar. Viajaba en representación de su clan hacia el castillo de la familia Yamana. El señor de aquel feudo había convocado a los campeones de cada clan para una competición insólita. Los hijos habían fallecido por la plaga que asoló sus dominios durante el invierno. Muchos rumores decían que el señor Yamana había enloquecido de dolor. Con su prole desaparecida, resolvió entregar el mando de su daimyo al mejor guerrero. Su intención era enfrentar a los mejores bushi del país. El ganador sería el futuro heredero. Con toda lógica, cada clan envió a sus mejores candidatos. Para un clan pobre, como el de Okura Koji, significaba una oportunidad única en la vida. El padre de Koji pidió a su segundo hijo que viajara hasta Izumo. Apenas contaban con tierras de cultivo. Tampoco disponían de salida al mar. Las deudas se acumulaban en el pequeño daimyo de los Okura. Debía ganar y salvar a la familia de la miseria.
Durante la última jornada de viaje, Koji sintió el peso del cansancio. La noche cubría el camino sinuoso, convirtiendo los campos verdes en una negra masa de hierba. En la lejanía observó luz en la única casa del camino. Con las últimas fuerzas que le quedaban, se aproximó a la pequeña cabaña de una sola planta. Del interior salía algo de ruido. Se trataba de una casa de té que servía como hospedería. Decidió entrar y buscar cobijo hasta la primera hora de luz.
Una señora de avanzada edad salió a recibirlo. Tras pagar unas pocas monedas, pudo acomodarse en el salón comunal. La misma señora le sirvió té, una sopa con carne de pollo y mijo. En la sala, varios viajeros hablaban entre ellos mientras tomaban sake. Kuji fue recibido con miradas de desconfianza. Según los emblemas, había tres miembros de los Akamastu y cinco de los Hosokawa. Miró a su alrededor antes de acomodarse entre ellos. Escogió el lugar más alejado para evitar ofender a cualquiera de las dos familias. Los más cercanos a su posición eran los hombres del clan Hosokawa. Bebió el caldo de la sopa con lentitud y comió el mijo, mojándolo en el caldo. Con ademán discreto, prestaba atención a las conversaciones de los campeones de sendas familias.
El señor al frente de los Hosokawa se llamaba Kane. Alardeaba de sus habilidades sin ningún pudor. El otro clan tenía como líder a Akamatsu Yukio. Los sirvientes hacían lo posible por calmar su temperamento. Miraba con expresión torva, incluso enfurecida, al líder del clan opuesto. Entre todos los hombres, contando a Okura Koji, sumaban nueve personas en la sala. Kane contaba a sus cuatro seguidores hazañas que se antojaban cada vez más increíbles. Primero conquistó el favor de Anasimatsu, una mujer de belleza inigualable, tras decapitar a su cruel marido. Después, derrotó a una banda de asaltantes él solo con la única ayuda de un rastrillo. Koji dejó de prestar atención en el momento en el que insinuó haber vencido a un Oni de la escarcha. Esos demonios solo vivían en las leyendas.
Cuando el joven del clan Okura daba cuenta del pollo, Akamatsu Yukio no pudo soportar por más tiempo los alardes de Hosokawa Kane. Se puso en pie, volcando la bandeja frente a él. La mano derecha fue hacia la empuñadura de su catana. De no haber sido por uno de los sirvientes de Hosokawa, Akamatsu Yukio hubiera cercenado la cabeza de Kane. La interferencia salvó la vida del presumido señor. Akamatsu Yukio desenvainó raudo, cortando la mano del sirviente. Un segundo tajo remató al seguidor de Hosokawa y el filo se alojó de nuevo en la vaina. El miembro cercenado voló por la estancia hasta caer sobre el cuenco de Okura Koji. El impacto lo desarmó de los palillos que sostenía y tiñó el interior de sangre. Los músculos de los dedos temblaban en el fondo del cuenco ante la mirada atónita del samurái. El señor de los Hosokawa se levantó, recurriendo a su propia arma. La liberación de la catana se le antojó torpe a Koji. El líder del clan se mostró nervioso frente a su frío rival.
–Vamos, demuestra todo lo que has dicho hasta ahora. Quiero que te enfrentes conmigo.
–¿Estás loco? Has matado a mi mejor mayordomo… Si no fuera por él, estaría muerto.
–Eso puedes darlo por seguro. No me dedico a presumir. Actúo con rapidez. Salgamos fuera. Quiero que me demuestres todo aquello de lo que te vanaglorias.
El señor Hosokawa frunció el ceño y asintió, todavía con el filo descubierto. El samurái airado abandonó la habitación con sus dos asistentes cubriendo las espaldas. Kane envainó la temblorosa catana y se dispuso a salir tras el arrogante Akamatsu Yukio. Antes de atravesar la puerta hacia la salida, Okura koji lo frenó con la vaina de su espada. Situó el arma enfundada frente a su pecho, cortándole el paso.
–Mis disculpas, señor. Siento la pérdida de su mayordomo. Sin embargo, debo señalar que su sirviente ha arruinado mi cena. Sé que no ha sido culpa suya aunque no tengo más dinero para pagar otro plato. ¿Sería tan amable de invitarme a cenar?
–¿Cómo dice?
–Deseo otro cuenco de comida, mi señor –dijo Koji con un tono más serio –. No dispongo de más fondos.
–¿También está loco? ¿Acaso no ha visto lo que acaba de ocurrir?
–Lo he visto y lo he sentido. Debo coincidir con el señor Akamatsu en que usted no es rival para él. Permítame combatir en su lugar. Si muero, su vida quedará intacta aunque no tanto su honor. Si gano, me pagará la cena y me dará cincuenta ryo como compensación.
El noble Hosokawa mantuvo su expresión de asombro unos instantes. La osadía de aquel joven desconocido lo hizo parpadear varias veces antes de responder. Aquella proposición parecía desproporcionada, más todavía cuando había perdido uno de sus mejores hombres.
–Te daré quince ryo, además de pagar una cena digna de un príncipe, si es que pueden ofrecérnosla en este lugar. –La mirada del noble no aceptaba ninguna clase de regateo. Okura Koji apartó la espada envainada del pecho de Hosokawa Kane.
–Acepto el trato.
Se levantó de un solo movimiento, dejando el cuenco con la mano del sirviente sobre la mesa. La mujer anciana pasó a la sala de estar y mostró el horror de ver aquel cadáver mutilado sobre la esterilla. La sangre se extendía sin remedio. Llamó a su marido a gritos mientras los samuráis salían al exterior.
En la entrada, a la luz del único farolillo de la casa, esperaba Akamatsu Yukio. Sus dos asistentes esperaban en retaguardia, observando la salida de los dos hombres. El séquito de Hosokawa también los acompañó al exterior. Estaban compungidos por la muerte de su compañero. Antes de permitir hablar a Akamatsu Yukio, el humilde samurái se adelantó.
–Soy Okura Koji. He visto lo que ha ocurrido dentro. Has arruinado mi cena y exijo una satisfacción por ello. He rogado al señor Hosokawa Kane que me permita batirme en duelo contigo. Ha sido difícil hacerle cambiar de parecer, puesto que deseaba destriparte con su propia espada. Sin embargo, ha tenido la deferencia de cumplir mi deseo. Akamatsu Yukio, yo seré tu rival. Lucharé en nombre del clan Hosokawa y del clan Okura. Tu arrogancia enmudecerá para siempre.
–Más te vale silenciar mi persona tras el duelo. Si pierdes, despedazaré a ese presuntuoso afeminado después de matarte. Podemos comenzar.
Akamatsu desenvainó rápido y se lanzó contra Okura Koji con rapidez. Quería terminar cuanto antes. Para el humilde samurái, aquel movimiento le situó en una ventaja que el airado guerrero no esperaba. Sostuvo el golpe con su propia catana, desenvainada con la misma celeridad. Al momento, cedió su cuerpo para dejar que el de Akamatsu se desequilibrara. Deslizó el filo hacia abajo, dejando que la fuerza de Yukio lo sobrepasara. Con una rapidez pareja a la de su oponente, Koji realizó un tajo ascendente hacia las muñecas del rival. Akamatsu Yukio sufrió el corte rápido y seco de aquella técnica, pensada para incapacitar al más diestro de los bushi. La catana voló por los aires hasta dar contra la tierra del camino con las dos manos aferradas a la empuñadura.
Akamatsu se volvió, tratando de contraatacar a su oponente. En cuanto levantó sus brazos ensangrentados, comprobó que había perdido el duelo. Comenzó a gritar de desesperación antes que de dolor. Le había arrebatado con aquel truco indecoroso la victoria y las futuras posibles contiendas. Los sirvientes de Yukio se aproximaron a su señor, arrancándose las mangas de los kimonos para taponar sendas heridas. Tras los gritos, al señor Akamatsu le sobrevino un temblor extremo y una lividez cadavérica en el rostro.
–No te remataré. Este será el precio de tu soberbia; vivir sin las manos con las que deseabas arrebatar la vida de quien considerabas inferior a ti. Solo lamento no haberlo hecho delante del señor Yamana. Quería que me viera digno heredero de su daimyo. Ahora que te he perdonado la vida, harías bien en marcharte. Vuelve con tu familia y no salgas nunca más del castillo de tu padre.
Hosokawa Kane admiró aquella lección con un aplauso al que se unieron sus tres asistentes. Se sentían reconfortados. Okura Koji había vengado a su compañero. Los sirvientes de Akamatsu se llevaron a su señor a toda prisa. Montaron en los caballos en los que habían llegado y desaparecieron camino arriba para no regresar. Con ellos se llevaron la catana y los miembros de su señor ante la impávida mirada de Okura Koji. No envainó su espada hasta que estuvieron lejos de aquella hospedería. En cuanto se relajó, miró a Hosokawa Kane.
–Una cena digna de un príncipe, ¿verdad?
–Así lo he prometido y así lo cumpliré. Además de los cincuenta ryo que pediste en un principio. Es una pequeña fortuna que no puedo entregarte ahora mismo, como podrás comprender. Nunca viajo con tanto oro encima. Serás mi invitado hasta que haya podido saldar esta deuda.
–Estoy de acuerdo, señor Hosokawa. Veamos qué puede ofrecernos esta amable mujer.
En el interior, el cadáver del mayordomo Hosokawa, había sido envuelto en una esterilla de bambú. Los temerosos dueños, junto a sus hijos, lo habían puesto en la entrada del establecimiento con sumo respeto. Hosokawa pagó por las molestias y los viajeros ocuparon el salón principal de nuevo. Tras una copiosa cena con sake, arroz, pollo, pescado y gran cantidad de verduras, los dos samuráis estrecharon su amistad con anécdotas de aquel y otros viajes. La tendencia del señor Hosokawa a la exageración acabó por hacer gracia al humilde Koji. Asentía, sin querer ofender a su deudor aunque percibía la fantasía detrás de aquellos relatos. No se retiraron a descansar hasta bien entrada la madrugada. A la mañana siguiente, ninguno de los dos pudo despertar cuando canta el gallo. Tuvieron que emprender camino al medio día, mucho después de lo que se habían planteado. Montaron el cadáver en el caballo de Kane y avanzaron a pie hasta poder despachar el entierro.
Durante el camino hacia el castillo de Yamana, se detuvieron en el templo más cercano que encontraron. Realizaron las exequias fúnebres para el fiel sirviente de los Hosokawa. Los sacerdotes insistieron en la importancia del tránsito hacia el más allá. Debían realizar los ritos en el tiempo adecuado. Por aquella razón, el retraso hacia su destino se prolongó un día más. Koji comenzó a abandonar las esperanzas de participar en aquella insólita competición. Por el contrario, su compañero de viaje parecía más animado. Al humilde samurái no le extrañaba aquella actitud. Seguro que la lengua de Kane lo había enredado en aquel asunto.
Avanzaron al día siguiente hasta la frontera del daimyo de Yamana. Llegaron antes de la puesta de sol. Varios soldados de aquella región los detuvieron antes de poder cruzar. Les solicitaron apearse de los caballos y seguirlos hacia una caseta para el reconocimiento.
–Lo siento, el camino está cerrado. No pueden pasar. Regresen a sus tierras.
–¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Tenemos una carta de invitación. –Okura Koji presentó el salvoconducto al capitán de la guardia.
–Ah, son ustedes participantes de la propuesta para la sucesión… Llegan tarde. El señor del castillo ha cancelado el acto. Se volvió loco. Anoche celebró una cena ante las decenas de participantes que vinieron. Los envenenó a todos. Después, ordenó quemar el castillo mientras cometía seppuku.
–No puede ser… ¿Cómo ha ocurrido? –preguntó Hosokawa.
–Como le he dicho, el señor Yamana enloqueció. Culpó a los demás clanes de conspirar en su contra y maldecir a sus hijos. Quiso arrebatarles a los mejores guerreros antes de morir. Es todo lo que puedo contar.
–Es una sospecha descabellada –apuntó Hosokawa –. Sin duda, el señor Yamana perdió todo rastro de cordura.
–Muévanse, regresen a su hogar. Aquí ya no hay nada por lo que competir.
Okura Koji bajó la cabeza. Tardó varios minutos en asimilar aquella decepción. En sus pensamientos había fabulado con la idea de convertirse en el señor de aquellas tierras. Quería presentarse ante su padre como el salvador del clan. Sus sueños se habían roto en pedazos. Fue Hosokawa Kane quien lo sacó de aquel ensimismamiento.
–Vamos, amigo. Quedarte ahí parado no va a cambiar las cosas. Propongo que vengas al daimyo de mi clan. Te pagaré lo que te debo. No solo eso, quiero que trabajes para mí. Serás mi guardaespaldas y el instructor de mis hijos. ¿Qué te parece? –El humilde samurái mostró media sonrisa. Aquello no era lo que esperaba aunque suponía una buena salida a su situación.
–Acepto el trato, señor Hosokawa.
–Me alegro, Okura Koji. Si he de ser sincero, me siento a salvo contigo. Te auguro un buen futuro a mi servicio. Regresemos.