
Ingreso en la orden








El crucero los había dejado en Marsella y salieron por la pasarela hacia las ocho de la tarde. La luz del día todavía era fuerte en la ciudad costera, los tres iban bien vestidos y desfilaban tranquilos junto al resto de turistas. Cientos de gaviotas revoloteaban para posarse en el agua, de donde se alimentaban de los desperdicios que los turistas echaban. Víctor y su equipo fueron recibidos por un hombre después de atravesar el laxo control policial.
–¿Es usted Víctor Sartorio?
–En efecto.
–Sígame, el señor Abarnou les está esperando.
–¿Han recogido el remolque? –Preguntó Logan, era la mano derecha de Sartorio. Era un hombre rubio y delgado en exceso. Físicamente era totalmente opuesto a Víctor, recio de aspecto y cabello moreno.
–Hay hombres ocupándose de ello. Han comprobado el contenido, estamos contentos.
–¿El pago? –Preguntó Vicarius. Era un hombre menudo, de carácter introvertido. No tenía escrúpulos a la hora de apretar el gatillo y Víctor lo consideraba imprescindible en el equipo.
–Acompáñenme hasta el coche. Les llevaré ante el señor Abarnou y él les pagará como concretaron. Una parte en efectivo, otra parte en bonos europeos y otra tercera parte en diamantes.
–Así fue como lo pactamos, en efecto. –Afirmó Víctor. –Le seguimos, señor…
–Señor Abad. Tengo el coche por aquí.
Los cuatro montaron en el Mercedes de alta gama, Víctor subió al asiento delantero y el señor Abad dirigió el vehículo hacia la vivienda del señor Abarnou.
La mansión estaba dentro de una finca de media hectárea a pie de costa. Desmontaron del coche en un jardín equilibrado en su colorido. La arena de playa y el césped se compensaban mutuamente. El señor Abarnou bebía un Martini, acomodado delante de una amplia mesa de jardín. Hizo señas para que tomaran asiento con él. Cuando Víctor y los suyos se sentaron junto al señor Abarnou, los hombres que descargaban el camión sacaron la Pala d´Oro, el tesoro de la basílica de Venecia. Cuando el señor Abarnou contempló la pieza, derramó todo el Martini por el suelo. Se levantó, observó brevemente la pieza y regresó hacia la mesa. El hombre maduro estrechó la mano de Víctor, visiblemente emocionado.
–Es magnífico. No saben lo que significa este objeto para mí.
–Para nosotros significan trescientos millones de euros.
–Por supuesto, señor Sartorio. Buen trabajo. –El señor Abarnou hizo una señal y el señor Abad fue al interior de la mansión.
–¿Cómo ha conseguido hacerlo?
–¿De verdad quiere saberlo?
–Amigo Víctor, ya no soy joven. Es cierto que me conservo bien pero hay cosas que uno no puede realizar, necesito vivir algunas experiencias a través de otros. Sea amable, Victor. ¿Cómo lo han logrado?
–Le contaré partes de lo que hemos hecho, tenemos un secreto profesional. A cambio, le haré yo otra cuestión que me viene rondando los pensamientos desde que nos encargó este trabajo.
–Con la condición de que sea usted el primero en decirme cómo ha arrancado el tesoro de la basílica de San Marcos del poder del Vaticano. Anton, mire a ver qué quieren tomar nuestros invitados. –Víctor miró a Logan. El hombre rubio asintió. Vicarius estaba relajado y solicitaba una cerveza al camarero que se había aproximado.
–Está claro que no fue fácil.
–Eso ya lo supongo. Adelante, cuénteme más detalles.
–Desde que usted nos encargó el trabajo, supe que el golpe debía prepararse con precisión quirúrgica. Viajamos a Venecia hace tres meses con la intención de crear el escenario. La basílica es un sitio turístico, puedes acercarte con relativa facilidad. Debíamos valernos de las visitas y del disfraz para inspeccionar el terreno. Habíamos descartado asaltar la basílica desde el suelo por la cercanía de los canales.
–Yo no me bañaría en los canales de Venecia ni en sueños. –Añadió Logan.
–El mejor plan era acceder por el techo.
–¿Cómo? ¿Trepando?
–Era inviable, la plaza de San Marcos es muy transitada tanto de día como de noche. No podíamos arriesgarnos con ese método.
–¿Qué hizo usted, entonces?
–Mi socio Logan es aficionado al vuelo sin motor de todo tipo. Tiene una cometa enorme que usó para planear hasta la zona objetivo.
–¿Y eso no es más llamativo que trepar por el edificio?
–Lo es, siempre que lo hagas a plena luz del día. Fuimos cautelosos y actuamos a las tres de la madrugada. La cometa era de tejido negro y Logan iba debidamente camuflado.
–Tomamos todas las precauciones, incluso me pinté la cara de negro. –Añadió Logan. –Fue un vuelo difícil, casi lo cuento.
–¿Qué le ocurrió, Logan? –El camarero Antón entregó un nuevo Martini al señor Abarnou; a continuación sirvió el resto de las bebidas.
–Caí sobre el techo a demasiada velocidad. Resbalé, arrastrado por la cometa, hasta casi caer al vacío. Pude desenganchar el arnés por los pelos.
–¿Y qué hizo para entrar, Logan?
–Realicé un agujero en el techo. Usé una bomba corrosiva que apenas se escuchó detonar. Me descolgué después mediante un cable retráctil desde el techo. El resto del tiempo lo dediqué a desconectar el sistema de alarma.
–¿Qué estaban haciendo ustedes?
–Vicarius se encargó de drogar al sacerdote que duerme en la basílica.
–Un poco de valium en el vino fue suficiente. –Añadió mientras sorbía su cerveza.
–Excelente, continúe, Víctor. ¿Qué hacía usted?
–Conducía un camión hacia la plaza de San Marcos. Estrellé la cabina contra las puertas de la basílica.
–Espere… ¿Estrelló un camión contra las puertas de la basílica?
–Era un camión pequeño, reforzado en su parte frontal por una serie de tubos de acero soldados en punta. Lo llamamos el ariete, funcionó muy bien. El dispositivo se puede quitar para no llamar la atención. Después, Vicarius accionó los explosivos.
–¿Los explosivos?
–Necesitábamos volar el suelo de la basílica en una sección. Hicimos previamente una réplica del baldosado que transporté en el remolque del camión. La Pala d´Oro es un objeto pesado, mide metro y medio de alto por dos metros y medio de largo y otros cuarenta centímetros de ancho. Colocamos la Pala d´Oro en el agujero y lo tapamos todo con la reproducción del suelo. El área falsa ocupaba unos cinco metros cuadrados, sólo un ojo muy bien entrenado abría descubierto el engaño. Tuvimos que colocar los bancos de los feligreses encima. Nos fuimos tan rápido como pudimos hasta un garaje privado que alquilamos en las cercanías y permanecimos a la espera. Vicarius se encargó de colocar cámaras tanto en la basílica como en la sacristía y las dependencias del sacerdote La Fata.
–Entonces, escondieron la Pala d´Oro… No lo entiendo, ¿cómo la extrajeron de allá?
–Volvimos a plena luz del día hacia las diez de la mañana. Supimos que la policía había levantado el cordón y el obispado solicitó un equipo para reparar los daños. Nos presentamos como obreros enviados por la aseguradora del Vaticano. En cuanto nos dejaron solos, levantamos el falso suelo, montamos la Pala d´Oro en el remolque y los restos de nuestro golpe. Pusimos tierra de por medio hasta el puerto de Venecia.
–Magnífico. Entonces llevaron el camión al puerto y allí embarcaron en uno de mis barcos junto con el tesoro de la basílica; es magnífico.
–Así es y esto ha sido posible gracias a usted.
–Soy el dueño de la flota de transatlánticos, no ha constituido ningún problema.
El señor Abad llegó acompañado de otros dos asistentes. Los tres sujetaban maletines metálicos. En ellos comprobaron el pago en divisas, en diamantes y en efectivo.
–¿Están satisfechos?
–Estamos satisfechos. Permítame, señor Abarnou, plantearle ahora una cuestión que lleva tiempo rondándome por la cabeza. –Victor bebió, esperando la respuesta de su anfitrión.
–Ah, sí… quiere satisfacer su curiosidad por algún motivo. Pregunte.
–Esta pieza es demasiado famosa como para venderla, incluso se hace difícil conservarla. ¿Por qué la quiere?
–Porque era un objeto inalcanzable. Hay cosas, Victor, que jamás entenderá. Esta pieza es más importante de lo que cree.
–¿Qué tiene pensado hacer con ella?
–Amigo, acaba de proporcionarme la llave de ingreso a una sociedad muy especial. En efecto, no puedo conservar esta magnífica obra de orfebrería. Tampoco puedo venderla. No hace falta. Mañana será localizada esta pieza en un almacén de Marsella gracias a una denuncia anónima. El Vaticano recuperará su tesoro y yo habré conseguido mi propósito.
–Todo esto es absurdo, ¿qué propósito puede valer trescientos millones?
–Es el propósito de ingresar en la orden.
–Se refiere a pertenecer a una sociedad secreta.
–Es más de lo que apunta. Estoy hablando de un lugar desde donde gobernar el mundo. Hablo de estar al servicio de los dioses. –En aquel instante los narcóticos estaban surtiendo efecto. Los tres invitados cayeron en el sopor más absoluto. El señor Abarnau hizo una señal al señor Abad. Tanto él como los asistentes, dejaron los maletines y tomaron los cuerpos inconscientes.
Victor recobró el conocimiento colgado de un crucifijo. Sus brazos estaban atados al postigo superior. Un sacerdote encapuchado había desollado a Vicarius. Logan colgaba a su lado, con el pecho abierto. Otro sacerdote mostraba su corazón a las decenas de participantes, todos encapuchados y con máscaras venecianas. Cuando Víctor miró la cara de su verdugo gritó de pánico hasta su muerte. Aquel rostro escamoso, ojos amarillos y dientes afilados como sierras fue lo último que observó jamás.
El señor Abernau gozaba de gusto cuando fue convocado. Accedió al altar, imbuido por un halo de espiritualidad. La sangre de sus tres víctimas fue derramada sobre él. A continuación, se aproximó al cuerpo sin vida de Vicarius. Retiró su máscara y se lanzó con ojos desencajados a devorar a la víctima. Cuando hubo saciado su apetito, todos lo acamaron como nuevo miembro de la orden. Los dioses le concedieron su favor.
