Kaminari
Genji Isikawa viajaba tranquilo por todas las provincias, siempre que no revelara su apodo. Confesó, unos pocos días atrás, cuál era el apodo con el que era conocido. Las palabras las pronunció de forma distraída ante un número pequeño de personas. En seguida causó un gran revuelo. Mucha gente quiso hablar con él. Dos docenas de admiradores lo acompañaron desde Kanazawa hasta Fujiyoshida. Cuando combatía, asumía la identidad de Kaminari. Aquel apodo surgió en su primer enfrentamiento. Cuando venció a su adversario, la gente coreó aquel nombre. Su estilo rápido y certero lo había ayudado a adquirir aquel apodo. Genji hizo todo lo posible por conservarlo. Llevaba nueve victorias seguidas en cuatro años. La fama de aquel apodo se había propagado por el país, levantando admiración y odio a partes iguales.
En aquellos tiempos de paz, samuráis como él peregrinaban a otras provincias en busca de un nuevo desafío. Genji no había conocido la guerra y, sin embargo, el ardor guerrero lo impulsaba al enfrentamiento. Derrocaba a los supuestos maestros de kenjutsu, aquellos más vehementes con sus enseñanzas. Las escuelas de los soldados veteranos eran las más problemáticas. Todas argumentaban que su estilo era el más letal. Él se encargaba de echar aquellas presunciones a la hoguera de la derrota.
El camino lo había llevado hasta el templo de Zenco-ji. Tres poblaciones se agrupaban en las faldas de aquella colina. En aquella región pretendía derrotar al dojo Izakaya. Caminó por la calle principal de Kamiminochi. Era ancha y estaba pavimentada. El barro de sus sandalias fue desprendiéndose sobre los adoquines. La mañana estaba llena de actividad. Los artesanos ofrecían sus mercancías en los tenderetes montados frente a sus talleres. Los niños acababan de salir del templo, se acercaba la hora del almuerzo. Genji notó el estómago vacío. Tras la larga caminata desde Fujiyoshida, sentía que las fuerzas lo abandonaban.
Mientras avanzaba por la calle, comprobaba los bolsillos internos de su kimono. Nada de provisiones. La calabaza donde portaba el agua estaba vacía. Contó las monedas que había esparcidas por su bolsillo izquierdo. Cuatro monedas de oro, tres de plata y cinco de bronce. Esa era toda su riqueza. Iba tan absorto en sus circunstancias que chocó por accidente con un grupo de personas. El hombre se volvió con cara de pocos amigos. Su semblante, lleno de arrogancia, puso en guardia a Genji.
–Insolente vagabundo, me has arruinado el kimono. ¿Cómo piensas compensarlo?
–Le pido disculpas, señor. –Había deslizado su mano derecha hacia el interior de su kimono. Aferró la empuñadura de su catana. Los pies adoptaron una posición defensiva.
–No es suficiente. Dame tu dinero. A saber lo que me has contagiado con tu mugre.
–No llevo dinero. Deja que siga mi camino. No pretendo dañar a nadie.
–Soy samurái, vagabundo. Una mierda como tú no puede hacerme daño. Me has arruinado mi kimono y quiero que lo pagues.
El bushi exigía el pago con el brazo extendido. La otra mano descansaba sobre las empuñaduras de su daisho. Genji bajó la mirada en acto de sumisión. Era una táctica para distraer a su adversario mientras desenvainaba. El filo de su catana surgió rápido como el relámpago. En cuestión de segundos se presentó el trueno. Tomó forma de alarido, salido de la garganta de su rival. El brazo que alzaba con arrogancia había caído al suelo. El grupo de amigos desapareció tras ser testigos de aquella velocidad. Genji señaló con la punta de su espada al bravucón.
–Hoy has conocido a Kaminari, samurái. Ni siquiera te has presentado. Agradece conservar la vida. Tu brazo será el coste de tu menosprecio.
Se alejó antes de que los gritos alertaran a toda la ciudad. Los aldeanos habían sido testigos de la provocación. Era poco probable que la guardia se le echara encima. Sin embargo, quería comer sin que nadie le molestara. Se adentró en el barrio comercial y entró en una casa de té. Allí pidió dos bolas de arroz, pollo y sake. Se permitió una pequeña siesta después de comer, apoyado en un rincón del establecimiento.
Zenco-ji era un templo en lo alto de una escarpada colina. Alrededor de ella, se agrupaban los pueblos de Kamiminochi, Hanishina y Tamitakai. El río Sai transcurría por el Sureste, a dos millas de distancia. El río Susobana era un afluente que seguía por el norte hacia el mar. Aquellas aguas eran las que aprovechaba la gente de aquellos pueblos. Genji recorrió la distancia hacia Hanishina. Los aldeanos reaccionaban con temor ante sus preguntas. Sentía la mirada desconfiada a su paso. Lo atribuyó al incidente con aquel samurái. Después de todo, aquellos pueblos eran pequeños. Las noticias corrían rápido. Resolvió llegar lo antes posible a su destino, antes de que surgieran las complicaciones.
El dojo estaba situado en el pueblo de Tamitakai. Llegó a media hora de la puesta de sol. Esperaba encontrar un sitio lleno de vida. Sin embargo, la entrada estaba descuidada. Las tejas quebradas daban acceso a una puerta que había perdido su pintura. Genji empujó la pesada hoja de madera. Cedió ante la fuerza que había ejercido, rebotando en la pared. Aquel dojo llevaba tiempo sin vida. Lanzó su desafío, presentando su verdadero nombre y su apodo. No esperaba que nadie lo recibiera. Sin embargo, una voz anciana contestó. Un hombre de edad avanzada deslizó el panel de madera que comunicaba con la casa.
–Así que eres el famoso Kaminari. No pensé que fueras tan joven. Me llamo Han. Pareces muy pequeño, ¿has visto más de quince inviernos?
–He visto más de veinte.
–Te conservas bien. ¿Qué puedo hacer por ti?
–He venido a desafiar al maestro de este dojo. ¿Eres tú? –Genji adoptó una posición defensiva. El anciano se limitó a sonreír.
–Has ganado, me temo. Tu rival no puede compadecer. El propietario de este dojo murió hace tres años. Solo queda su única hija y yo.
–¿Eres algún pariente?
–Mi hermana estaba casada con Ghenpo Isakaya. Murió el otoño pasado por la fiebre, de forma repentina. La última desgracia que nos faltaba por sufrir. Me ocupo de que esta casa siga en pie. La edad me impide realizar demasiadas tareas.
–¿Solo una niña y un anciano viven aquí? –Genji reprimía su frustración. Esperaba encontrar una docena de guerreros.
–Bueno, ya no es tan niña. Tiene dos años menos que tú. Se llama Nyoko. Ya que has ganado, puedes tomar a mi sobrina como tu esposa. Este dojo será tuyo. Ven, te la presentaré.
Genji se dejó llevar por el anciano hacia el interior de la casa. Detrás del panel de madera que había un estrecho pasillo. Al otro lado, llegaron al rellano de la vivienda. La entrada principal estaba en aquel espacio. Alguien cantaba una canción desde los fogones de la cocina.
–Nyoko, ha venido un viajero. Prepara una ración más.
Ambos se sentaron alrededor de la mesa. El fervor guerrero de Genji se apaciguó de súbito ante la presencia de la joven. Ella sonrió y le tendió un cuenco de arroz con pescado.
–¿A qué ha venido, señor?
–Quería… Pretendía… batirme en duelo con el señor de este dojo. Creo que era tu padre, según me ha contado Han.
–Es cierto. El dojo lleva demasiado tiempo abandonado. Antes de fallecer, mi padre despidió a todos sus alumnos. Sufrió una larga enfermedad. No quiso nombrar a un sucesor. Eso nos ha condenado, apenas podemos vivir de lo que produce nuestra tierra.
–Y un hombre que sepa luchar, podrá levantar esta escuela. Muchos alumnos esperan a ser adiestrados. Compréndalo, Genji Isikawa. Pagaran por que el gran Kaminari les enseñe sus técnicas secretas. Si se queda con nosotros, sale ganando.
El joven reflexionó durante el tiempo que tardó en terminar aquel cuenco de arroz. Se había planteado alguna vez tener familia aunque aquella propuesta era repentina. Echó una mirada a su alrededor. Aquella casa tenía muchas posibilidades.
–Acepto la recompensa. Tomaré matrimonio contigo, Nyoko. Levantaré la gloria de este dojo, como hizo tu padre.
Tanto el anciano como la chica se arrodillaron frente al guerrero, agradeciendo aquella decisión. Nyoko preparó una habitación y dejó descansar a su futuro esposo. La chica pensó en los tres años de penuria que había pasado junto a su tío. Aquel joven podía cambiar las cosas. Sintió un hálito de esperanza con el que concilió el sueño. A la mañana siguiente, cuando dos decenas de hombres rodeaban el dojo Izakaya, esa esperanza se desvaneció.
Era la primera hora de la mañana. La caminata del día anterior había provocado un sueño profundo en Genji. El viejo Han estaba al otro lado del panel de su habitación. Lo convocaba de urgencia. Reclamaban la presencia de Kaminari unos hombres en el exterior.
–¿De quién se trata?
–La familia Suzuya, un clan samurái local. Dicen que tuviste un encuentro con el hijo mayor.
Genji recordó el incidente. Se levantó con rapidez y se vistió para el combate. Han siguió con dificultad al joven. Se movía con decisión, aferrando la empuñadura de su catana. Había dos docenas de hombres reunidos. Sin embargo, solo uno de ellos era de edad avanzada. A su lado reconoció al hombre que había dejado manco. Lo señaló a Genji con su brazo sano nada más reconocerlo. Sudaba por el dolor. El hombre más veterano habló con voz potente.
–Soy Miyamoto Suzuya. Jefe del clan Suzuya. Ayer, tuviste la osadía de mutilar a mi hijo. Lo pagarás con tu vida.
–¿Deseas batirte en duelo conmigo, jefe de clan? –Genji hablaba desde la puerta, con actitud desafiante. Había adoptado su clásica posición defensiva.
–Esto no es un duelo, Kaminari. Es tu ejecución. Atacad, que no os preocupe un combate justo. Lo quiero muerto.
Con un grito ensordecedor, los bushi de Suzuya iniciaron la ofensiva. Kaminari cerró el portón de entrada. El viejo Han, a su lado, trabó la puerta con un grueso tablón. Al otro lado, los empujones se sucedieron. A la quinta embestida, el tablón crujió. Se astilló levemente. No aguantaría mucho tiempo.
–Huid, escondeos. Los retendré en el pasillo de entrada.
–Te sobrepasaran con facilidad. Aunque no lo parezca, fui lancero en el ejército de Tokugawa. Puedo ayudar.
–Está bien, consigue un arma. Hay que bloquear el pasillo. –El anciano desapareció para volver con una lanza de cuerpo y medio. Genji usó el mobiliario para estrechar el espacio a su alrededor. Alacenas, baúles y armarios obstaculizaban el pasillo para evitar ser rodeados. Nyoko salió de la sala de armas con todas las flechas que pudo y un modesto arco. Han colocó cinco lanzas cerca de ellos, más pequeñas. Ideales para ser arrojadas.
–Yo también puedo ayudar –dijo la chica –. He sido entrenada.
–Entonces sitúate detrás de nosotros, al fondo. Dispara a todo aquel que se acerque pero que no haya trabado combate cuerpo a cuerpo. Si nos superan, huye.
Al ocupar la posición que Genji había indicado, el tablón crujió por última vez. El portón cedió y los bushi encontraron los muebles como obstáculo principal. El viejo Han atravesó el pecho del primer desdichado que entró al pasillo. Retrocedió al momento, recuperando la posición defensiva. Genji arrojó una lanza contra el segundo bushi. Kyoko disparaba cada cinco segundos, el acierto era escaso pero la tercera flecha atravesó la garganta de su objetivo. Cinco guerreros de Suzuya irrumpieron en el interior, arrastrando los muebles y empujando a los cadáveres. El anciano arrojó una lanza. Acertó su blanco aunque el esfuerzo lo hizo caer al suelo. Uno de los soldados bajó su catana varias veces hasta acabar con su vida. Genji se enfrentaba a dos guerreros a la vez. Paraba los golpes con la catana y apuñalaba con el wakizashi. Nyoko dejaba un reguero de flechas alrededor de los enemigos. Había alcanzado a tres que acababan de pasar por la puerta. Los ojos los tenía llenos de lágrimas tras la muerte de su tío. Genji acabó con el último bushi para tener que enfrentarse a cuatro soldados más. Gracias al estrecho pasillo podía mantenerlos a raya.
–Atrás, Nyoko. Al dojo. Por el pasillo.
La chica disparó la última flecha y se desplazó al lugar que señalaba Kaminari. Retiró el panel de madera y emprendió la huída hacia la sala de entrenamiento. Genji lo seguía de cerca, rechazando a los bushi que salían a su paso. Había tumbado a doce. El cansancio y la pérdida de sangre por los cortes superficiales le estaba dejando sin aire. Nyoko llegó al final del pasillo. Deslizó el panel y accedió al dojo. Sus rivales se habían adelantado. Descubrió a Miyamoto Suzuya en la sala, con su hijo y tres hombres más. El jefe del clan atravesó el vientre de la chica. Ella no pudo gritar. Sacó el filo con rapidez y dejó el cadáver desplomarse en el suelo.
Genji gritó de cólera. Aquella chica merecía vivir. Con la rabia como única fuente de energía, se lanzó al ataque. Los tres bushi que acompañaban a Suzuya, bloquearon el ataque. Con la rapidez que lo caracterizaba, Kaminari lanzó un golpe bajo sobre el primero, cercenando un pie. El wakizashi apuñaló el costado del segundo. El tercero sufrió el golpe ascendente de la catana, desde el vientre hasta la axila. Desparramó el interior del bushi por el suelo. Remató a los heridos sin quitar el ojo al jefe del clan.
–Te importaba la chica, ¿verdad? Esto es lo que pasa cuando te equivocas.
–El error es todo tuyo, Suzuya. Lo has perdido todo.
El cuerpo ensangrentado de Genji amagó un ataque al líder del clan. Este lo rechazó aunque se percató de la auténtica jugada… demasiado tarde. Kaminari pretendía decapitar a su hijo, algo que consiguió con una velocidad asombrosa. La cabeza se desprendió del cuerpo, con tanta facilidad como había perdido el brazo. Miyamoto Suzuya abrió los ojos de cólera y trató de herir al duelista. Era más joven. Sobre todo, era más rápido. Esquivó el ataque con un volteo por el suelo. En el mismo movimiento, la pierna derecha del líder cayó separada del cuerpo. Los gritos del líder del clan llenaron la sala. Si quedaba algún bushi con vida, aprovechó aquel instante para huir de aquella tumba. Kaminari silenció a su rival atravesando el pecho con su catana. El enfrentamiento había concluido.
Lavó sus heridas y repuso fuerzas en las horas siguientes. Cuando se sintió más fuerte, cavó dos tumbas en el jardín interior. Había escogido un lugar al lado del huerto. Enterró los cuerpos de Han y Nyoko con lágrimas en los ojos. Los cadáveres del clan Suzuya se quedarían donde habían caído. Cuando terminó una breve oración, se alejó de aquel lugar. Sentía la responsabilidad de aquella tragedia. En lugar de buscar un nuevo rival, decidió volver a Fujiyoshida. Debía meditar en profundidad.