La comisaría
Había sobrevivido un grupo de doce personas. Entraban a la carrera en la comisaría del centro. Necesitaban armarse de inmediato. Eran las cinco de la tarde y el bar de Fidel había sido un buen refugio pero se sentían impotentes allí. En aquel pequeño pueblo solo había una comisaría, justo al lado del ayuntamiento.
–¿Alguien sabe qué coño son aquellas cosas? –El hombre orondo trataba de limpiar sus cuchillos de sangre amarillenta. Resoplaba debido a la carrera. No tenía buena forma física, estaba agotado. Su nombre era Omar y era el carnicero del pueblo.
–Ni puta idea, amigo. Debemos llegar al arsenal. Los que todavía no estéis armados, podréis coger un arma por persona. –Raúl era el último policía que quedaba vivo. Sus compañeros salieron a una emergencia. Perdieron contacto con el teniente Ramirez y Santos. Fueron al momento el capitán Sevilla y el teniente Álvarez a ver qué había pasado. Raúl Muro y su compañero Muñoz fueron como refuerzo. Los gritos del capitán los hicieron salir del coche con las armas desenfundadas. En ese momento fue cuando vieron a las criaturas. Muñoz salió del coche, con su arma desenfundada. Estaba perplejo, una veintena de seres de medio metro con bocas afiladas y piel amarilla tomaba la plaza. No pudo disparar, tres criaturas cayeron sobre él y lo devoraron. Raúl salió corriendo de allí, presa del pánico. Ahora se decía a sí mismo que nunca más volvería a dejarse dominar por la cobardía.
–¿Hay armas para todos? –Fidel era el propietario del bar. Fue el que primero vio a las criaturas, cuando entraron en tropel por la calle principal del pueblo. Asesinaban a las personas sin compasión mordiendo con sus dientes afilados. Arrancaban girones de tela y carne que tragaban sin escrúpulos. José se defendió con la garrota cuando trataba de salir del bar. Era hombre de campo, arraigado a su tierra, duro como el acero. Dejó a tres criaturas secas y atrancó la puerta del bar. Había sobrevivido junto a Fidel allí dentro hasta que se aproximaron los demás supervivientes.
–Espero que sí. Necesito saber qué son esos bichos… –José miraba hacia la entrada aunque no detectaron más criaturas. Habían estimado un número entre cincuenta y setenta de aquellos seres.
–Pero… ¿Por qué nos atacan? –La que preguntaba era María, la mujer del alcalde. Las criaturas entraron en su casa alrededor del medio día y a ella la emboscaron en su propia cocina, cortando cebolla. No dudó en interponer el largo cuchillo de cocina entre ella y la criatura cuando ésta se abalanzó contra la mujer. Sus hijos acudieron en ayuda de su madre. La sacaron a empujones de la cocina mientras Jorge y Jaime golpeaban a la avalancha de criaturas valiéndose de las sillas y los cubiertos como armas. Los tres huyeron de la casa hasta la plaza del pueblo, donde se refugiaron en el bar de Fidel.
–Mamá. Nos quieren devorar. Somos su comida.
–Es lo único que debemos saber. Quieren matarnos. Comernos. Da igual que sean alienígenas o duendes o demonios…
–¡Ay, hijos! ¡Qué habrá sido de vuestro padre!
–Todos los que no estén ahora con nosotros seguro que están muertos o han huido. Debemos prepararnos para lo peor. Dios los tenga en su seno. Amén –El cura era un hombre joven, de aquellos creyentes vocacionales que había sentido la llamada de Dios desde que nació. Su nombre era Pedro. La iglesia había sido asaltada. Su primera reacción fue pedirle ayuda a Cristo mientras rociaba agua bendita sobre las criaturas. Cristo le escuchó. El agua dañaba a los seres como si de ácido se tratara. Consiguió repelerlos hasta que salió de la iglesia por la sacristía. Omar, el carnicero y Raúl, el policía, lo interceptaron a la salida y los tres se dirigieron a la plaza, hacia el bar. Vieron como Héctor, Susana y su hijo Manuel corrían también hacia el local de Fidel. Manuel iba en brazos de su padre y Susana los seguía con una herida en el brazo derecho. Raúl apuntó a una de las criaturas más cercanas a Susana y disparó. Aquel ser estalló en tonalidades de amarillo que se esparcieron alrededor. Aunque las criaturas eran muy agresivas, casi suicidas, se mostraban cautas con las armas de fuego. Más que los disparos, parecía repelerles el olor de la pólvora quemada. Aquello hizo que Raúl pudiera matar a cinco más antes de quedarse sin cartuchos. Gracias a él, todos pudieron ponerse a salvo.
–El arsenal está abajo, agrupaos detrás de mí. –Raúl guió al pequeño grupo de supervivientes hasta llegar a una habitación de seguridad, al final de las escaleras y justo al lado de los calabozos. Una vez dentro, abrió tres cajas blindadas. Allí había un pequeño armamento. Seis escopetas correderas, seis pistolas M-82 y munición suficiente para aguantar dos semanas disparando sin cesar. Había también cinco juegos de esposas, porras y cuatro equipos completos de antidisturbios. Raúl comenzó a repartir las armas. Entregó dos cajas de munición por persona. Al pequeño Manuel le entregó una porra de policía y le puso un casco de antidisturbios. Los padres, pacifistas por convicción, rechazaron armarse de ninguna manera y quitaron de Manuel el casco.
–No vamos a matar a nadie.
–Eso no es gente. –Dijo serio Omar, frotando los cuchillos de carnicero y rechazando la escopeta que le ofrecía Raúl.
–Da igual, son seres vivos. No matamos a…
–¿Acaso no veis que son criaturas de Satanás? –Pedro decía aquellas palabras recargando una escopeta hasta el máximo de su capacidad. –No son siquiera animales de Dios. Estos engendros deben ser exterminados.
–Entonces… ¿Estas criaturas son… satánicas? – María permanecía escoltada por sus hijos, que habían aceptado las pistolas ofrecidas por Raúl con caras de asombro y regocijo.
–Para mí, lo son. ¡Escuchadme todos! –Dijo Pedro. –Luchamos por nuestras vidas y por nuestras almas. Debemos mantenernos unidos. ¡Vosotros, hippies! ¡No es el momento adecuado para hacer gala de vuestros ideales! ¡Tampoco lo es para la religión a la que represento! ¡Es matar o ser devorados! ¡Dios lo entenderá y vuestra moral, también! –Todos habían notado el fervor que había crecido en el párroco. Ninguno quiso llevarle la contraria, sentían una mezcla de ira, venganza y terror que les empujaba a la violencia. –Acabemos con todo esto.
Héctor, cabizbajo, tomó la recortada que Pedro le extendía repleta de munición. Susana, tímida, acercó sus manos a la última pistola que quedaba, sujetándola con temblor.
–Bien, hay que acabar con esos putos engendros y recuperar nuestro pueblo. –El policía llevó a todos a la entrada de la comisaría. Distribuyó a todos en los dos ventanales al lado de la entrada. El sol de la tarde se debilitaba poco a poco. Esperaron largos minutos hasta que la primera figura apareció saltando por la calle Mayor, en el extremo opuesto de la plaza del pueblo.
–No disparéis todavía, no están a distancia. –Dijo Raúl –Cuando alcancen la estatua de Unamuno, que disparen los que llevan escopeta. Cuando lleguen al buzón de correos, disparad todos. Él apuntó con su escopeta, esperando la primera .
La masa de seres amarillentos no avanzaba. Se mantenían en la calle Mayor, creciendo en número. No supieron de dónde salía aquella horda, simplemente cada criatura acudía allí donde estaban sus otros congéneres. Cuando la calle se hubo llenado, los seres avanzaron saltando unos encima de otros con un frenesí violento. Llegaron a la estatua de Unamuno y las escopetas escupieron fuego. Alcanzaron antes de lo esperado el buzón de correos, muchos de ellos explotando por los impactos de bala. El número era incalculable, los supervivientes disparaban como locos antes de que alcanzaran la antigua cabina de teléfonos. No tuvieron éxito. La enorme masa de criaturas estaba a la altura del ayuntamiento, muy cerca de la comisaría. Al momento, se encontraron con las extrañas criaturas saltando enormes distancias sin importar morir en el intento. Hasta que alcanzaron la nube de pólvora. Las primeras criaturas que llegaron con la boca abierta, la cerraron y dejaron de avanzar. Fueron sustituidos por los siguientes seres que saltaban delante y que acababan reaccionando de la misma forma. Rechazaban el olor a pólvora. Los que se veían obligados a respirar aquella atmósfera de humo se desmayaban y morían.
–¡No dejéis de disparar a las criaturas infernales! –Exclamaba Pedro, que se levantaba de su posición en dirección al dispensador de agua. Bendijo con toda la fe que pudo reunir aquel bidón de quince litros. Al terminar, lanzó la garrafa hacia la ventana. Antes de que cayera al suelo, José disparó certero, creando una lluvia de agua bendita sobre las criaturas aturdidas por la pólvora. No podían chillar, puesto que la nube los ahogaba. Se disolvían sobre el pavimento. La montaña de cadáveres amarillos iba subiendo en la entrada de la comisaría y los supervivientes sustituían cargador tras cargador. En un momento dado, escucharon una sirena. Eran varios vehículos los que avanzaban por la calle mayor. Había soldados, disparando a su alrededor y causando estragos entre la horda amarilla. Los supervivientes aprovecharon aquel respiro para recargar sus armas e iniciar otro ataque.
Aquella batalla terminó veinte minutos después. Los vehículos que habían llegado no habían parado en ningún momento, arrollando a aquellos seres con cada pasada que hacían alrededor de la plaza. Eran vehículos reforzados, militares. Los tres con una torreta en la parte superior. Los supervivientes estaban celebrándolo cuando uno de los vehículos militares avanzó hacia ellos. Raúl salió a recibirles, con el arma en alto y depositándola en el suelo poco después. El resto de sus vecinos hizo lo mismo.
–¡Hola! Somos doce supervivientes.
–¿Quién es usted?
–Me llamo Raúl Muro. Soy el último oficial de policía que queda vivo. Al menos, eso creemos. No nos hemos encontrado con nadie más. ¿De dónde vienen ustedes?
–De la base militar. Salgan todos, tenemos que examinarles.
Los demás supervivientes salieron de la comisaría, relajados y alegres. Iban avanzando hacia el vehículo cuando todo sucedió. La ametralladora fue feroz. Sin escatimar en munición, el soldado se cercioró de que todos murieran rápidamente. Los vecinos de aquel pueblo fueron exterminados. Rastrearon la zona y arrasaron con todo animal, persona o criatura que salía a su paso. Una vez que la expedición militar acabó de exterminarlo todo, prendió fuego a la zona. Aquel incidente jamás se supo, hasta ahora. El pueblo desapareció, del espacio, del tiempo, de la historia.