La fama de un desconocido
Los dos matones fumaban dentro del coche, todavía indecisos. Bauer apenas cabía en el asiento del copiloto. Llevaba la cabeza afeitada y su nariz de boxeador le daba un aspecto aterrador. Su aspecto británico contrastaba con el de su compañero, algo más menudo y definitivamente más negro que él. Sus hombros presionaban uno junto a otro con los movimientos que hacían llegar el cigarrillo a sus bocas. Habían localizado a su objetivo, hombre de unos setenta años, barba canosa bien cuidada y perfil aguileño. Según la descripción acostumbraba a vestir bien y llevaba sombrero, como en los años cincuenta. Estaba sentado en aquella cafetería del centro a solas, con la única compañía de su sombrero frente a él. Steve volvió a apoyar la mano sobre el pecho de Bauer, impidiendo que se levantara. El hombre resopló de nuevo.
–Lo tenemos donde queremos, ¿qué te pasa?
–Es precaución. Tú no sabes quién es ese tipo. Se ha cargado a la mitad de los capos de la ciudad.
–Yo solo veo a un viejo y lo voy a convertir en cadáver dentro de unos minutos. –La mole británica abrió la puerta del coche pero Steve lo obligó a quedarse dentro, empujándolo de nuevo sobre el asiento.
–No puede ser tan fácil, amigo. Debemos esperar a que salga, lo podremos acribillar en la puerta si acerco el coche un poco más.
–Y también puede volver a entrar o que salga más gente con él.
–No veo a nadie más… Bueno, sí. Un tipo en la barra y una camarera. –Steve volvió a dejar los prismáticos sobre el salpicadero, al lado del mermado paquete de tabaco.
–No; es mejor entrar, descerrajar dos tiros a bocajarro y salir. Para eso me han contratado.
–Está bien, podemos esperarle cerca de su coche y hacerle una emboscada. Sería mucho más seguro y…
–No me jodas, me han puesto a un cagado para trabajar… –Bauer cerró la puerta del coche con indignación. –Así es imposible que las cosas salgan bien. Abortamos, paso de que te vayas pitando cuando escuches los primeros disparos y me dejes ahí expuesto. Hablaré con Fratelli personalmente y le contaré que te cagaste en los pantalones.
Steve era más pequeño que Bauer aunque toda la gente era más pequeña que aquel elefante blanco. Media cabeza más bajo que el británico y algo menos corpulento. Atenazó las solapas de la chaqueta británica con sus manos y lo miró desafiante a los ojos.
– ¡No es miedo! ¿¡Qué sabes tú de ese tipo!? ¡Dímelo! –Bauer sostenía la mirada pero estaba confuso y no respondió. – ¡Exacto! ¡No sabes nada! –Steve liberó la chaqueta de su presa con desprecio. Bauer se ajustó la americana y –Unos tipos que conozco conocían a otros tipos, ya sabes, unos listillos que buscaban nuevos horizontes. Querían ir por su cuenta, abrirse paso en la ciudad sin tener que rendir cuentas a nadie. Aquellos italianos decidieron dar su primer golpe en el Ricoletto. Ese anciano estaba cenando dentro. Ninguno salió con vida. –Bauer meditó un momento antes de contestar.
–Entonces no era el objetivo. No esperaban que un cliente se volviera contra ellos. Ahora el viejo es nuestro blanco, no nos espera.
–Tampoco esperaba a los italianos.
–Yo voy a entrar, te pongas como te pongas, y si vuelves a tocarme te dejo seco aquí mismo.
–Iré contigo. No quiero que cuentes luego que he sido un cobarde.
En aquella ocasión, los dos bajaron del coche al unísono con la mano derecha palpando las culatas de sus armas debajo de sus chaquetas. El humo los acompañó hasta dejarlo aprisionado tras cerrar las puertas. Era temprano y la luz del día todavía era pálida. Cruzaron la calle con paso acelerado y entraron en la cafetería. Un hombre joven miraba su taza de café en la barra mientras la camarera se les aproximaba, cuaderno de notas en mano. Los dos hombres trajeados fueron directos al lugar donde el viejo había estado sentado. Estaba vacío. Antes de que la camarera les preguntara qué iban a tomar, los dos se encaminaron hacia el lavabo, dejando a la joven con el bolígrafo preparado para nada. Los lavabos eran pequeños, con urinarios para dos personas y retretes compartimentados para tres. Bauer se inclinó por debajo, aparentemente no había nadie. Sacó su arma y empujó la primera de las puertas. Vacío. Extendió su mano para empujar la segunda, sosteniendo la pistola. Steve también desenfundó el arma y apuntó hacia el compartimento. La puerta se pobló de aberturas con el sonido amortiguado de un silenciador. Ellos no habían caído en aquella sutileza. Las balas salieron del interior del habitáculo, atravesando la fina lámina de aluminio e impactando en el cuerpo de Bauer repetidamente. Siete fueron los impactos que Steve pudo contar. El británico pudo disparar dos veces antes de caer al suelo aunque los disparos quedaron alojados en las baldosas alrededor del impecable anciano. Steve no pudo apretar el gatillo, la presión del cañón Colt que sentía en su nuca impedía que cometiera aquella estupidez. El joven de la barra había entrado tras ellos sin haberlo percibido y estaba bien armado. Steve dejó caer el arma al suelo. El anciano asomó la cabeza desde el compartimento.
–Baja el arma, Harry. Conozco a este chicarrón. No tiene una actitud muy belicosa hacia nosotros.
–Estaré suave, lo juro.
–Oh, por supuesto. Nosotros también. –El señor Camus colocó el sombrero sobre su cabeza y se situó frente al matón con sonrisa afable. Sacó el pañuelo rojo que lucía en el bolsillo frontal de su chaqueta y giró el silenciador de su arma. Una vez envuelto en la tela, el señor Camus lo introdujo en su bolsillo. No guardó el arma aunque tampoco apuntó a Steve. Mantenía el arma apuntando hacia el suelo, con sus manos cruzadas. Harry guardó el Colt en el interior de su chaqueta. –Me gustaría saber por qué habéis intentado arruinarme el desayuno.
–Fratelli nos encargó que… Bueno, nos envió para…
–Para matarme. ¿A qué se debe ese interés por mi muerte?
–No lo sé, señor… No me mate. No sé nada. Sólo nos dijo que acabáramos con usted lo antes posible. –El señor Camus sonrió. Estuvo unos instantes sumido en sus recuerdos.
–Te conozco Steve, eres el segundo hijo de Jason Styckle. Tu madre se llama Marie. Fui amigo de tu padre hasta que falleció. –Steve quedó atónito. Todo aquello era cierto. – ¿Recuerdas el camión rojo de juguete? Tu padre te regaló ese camión de bomberos en las navidades de tu séptimo año. La cara de felicidad que trajo aquel día, cuando desenvolviste el regalo de tus sueños, fue indescriptible. –Steve quedó mudo por aquel recuerdo. –No voy a matarte, chicarrón. Quiero que le cuentes lo que ha pasado a Fratelli. Aunque parezca cabreado, estará feliz de saber que hemos sobrevivido.
– ¿Por qué iba a estarlo? Me matará en cuanto lo sepa.
–No, no hará tal cosa pero sí que te humillará frente a su gente. Tal vez te den una paliza, algunos huesos rotos, ya sabes. –Steve tragó saliva.
–Después, podrás venir a verme a esta dirección. –Las hábiles manos del anciano sacaron una tarjeta del bolsillo y se la entregó. Tomó el arma que había arrojado Steve y el señor Camus se dirigió a la puerta con tranquilidad. Harry abrió la puerta principal del lavabo. –Te obligarán a hablar y les dirás dónde encontrarme. Estaré esperando. Asegúrate de que ni tú ni Fratelli estáis con ellos cuando acudan a por nosotros.
Steve seguía asintiendo tiempo después de que ambos salieran del establecimiento. La camarera recibió una generosa propina y la recomendación de que desapareciera por el resto de la mañana. Fue una chica sensata y desapareció de allí sin hacer preguntas. Steve quedó a solas en el establecimiento, confundido ante la situación. Al cabo de cinco minutos de deambular entre la cafetería y el lavabo, llamó al número de emergencia, anunció que había una baja. Pronto, una furgoneta acudió para resolver la situación y ocultar aquel desastre de la policía.
Durante el trayecto en coche, Harry no pudo evitar mencionar el incidente.
–Pensaba que Fratelli era amigo suyo, señor Camus.
–Oh, por fortuna sigue siéndolo. Si hubiera querido matarme no hubiera escogido una forma tan chapucera de hacerlo. He estado pensando y ahora sé que Mario Fratelli me ha enviado un mensaje. Está en apuros. Gente de fuera, por eso envió al británico… Me indicaba con ello que le obligan a actuar gente de más allá de la ciudad… ¿Pudieran ser…?
– ¿Quiénes pueden ser?
–Nada de preguntas, Harry. Y menos cuando no dispongo de las respuestas. Si mis sospechas son correctas, creo que he removido un cesto de serpientes. Debemos extremar la precaución.
–Debemos adiestrar a Michelle.
–Ya he empezado con ello, es buena pero es mejor para lo que tengo pensado hacer con nuestro siguiente objetivo. Nada de preguntas. Todo a su debido tiempo.
continará…