La ignición del alma
El Edificio Canciller estaba asediado por los agentes de los Heraldos. Se habían sumado las movilizaciones callejeras tras el suceso de Barcino. Oscar Dero lideraba el asalto al edificio. Las balas lo traspasaban desde el interior de la destrozada entrada. Ni una esquirla era capaz de herirlo en aquel estado alterado de su cuerpo. Decenas de cadáveres salpicaban la entrada. La Hermandad Roja estaba a punto de perder el edificio más importante que tenía en Capital. A pesar de aquello, seguían disparando contra todo aquel que osara acercarse. Las fuerzas del estado estaban neutralizadas por la influencia política del Gran Maestre. El levantamiento se programó con detalle, dos días después de que la realidad se quebrara sobre la segunda ciudad más importante del país. Se culpabilizó de los hechos a toda la Hermandad Roja. Jaziel se estaba convirtiendo en el temido monstruo vaticinado. Todos los ciudadanos sentían la amenaza de aquel ente superior. El Primer Hermano se negó a dimitir, movilizando sus fuerzas en una represión ejemplarizante. Salió mal. El pueblo encolerizó tras la masacre del barrio antiguo.
El Gran Maestre canalizó la ira de la población y convenció a la república de que declarara el estado de emergencia. El Primer Hermano había eludido la orden y se había atrincherado en el Palacio de Madridejos con el grueso de sus fuerzas. El asalto al edificio Canciller era una demostración de poder y una declaración de guerra abierta. Oscar Dero atravesó las puertas del edificio. Desde aquel estado alterado, podía observar las cientos de trampas mágicas. Fue desactivando los rituales, creando un paso seguro a sus espaldas. Los últimos defensores volcaron sus esfuerzos en aniquilarlo. Oscar Dero desvió su atención hacia ellos. Invocó el poder a su alrededor y lo proyectó contra el primero de sus opositores. Su carne se fundió con las baldosas de la maltrecha sala de recepción. Una mujer de edad avanzada lanzó un rayo voltaico hacia el Gran Maestre sin consecuencias para él. Acabó estrellada contra el techo, formando parte de la densidad molecular del hormigón. El último hombre fue extendido por la pared como un brochazo rojo que señalaba los ascensores del hall principal. El Gran Maestre quedó expectante durante pocos minutos.
–Todo limpio, podéis pasar. –Con una última proyección, deshizo las trampas que bloqueaban los ascensores y el acceso a la escalera. Los sortilegios se deshicieron en hilos de energía, disipándose antes de tocar el suelo.
La multitud se abalanzó hacia la entrada, tomando la planta baja del edificio. Algunos buscaron algo de valor entre los cadáveres. Los agentes de los Heraldos fueron hacia las escaleras, siendo frenados con disparos en el primer piso. Ágreda avanzó hacia el Gran Maestre mientras dirigía a los equipos. Tras ella, Eloísa avanzaba sin expresión en el rostro. Miraba con ojos encendidos en verde, traspasando las almas de sus acólitos. Los agentes más cercanos caían arrodillados. El Gran Maestre inclinó su cabeza y esperó órdenes. Eloísa extendió los brazos hacia el techo. En un parpadeo, la figura femenina desapareció. En su lugar, el cuerpo de un hombre comenzó a crecer, etéreo, atravesando los pisos del edificio. Fue abarcando planta por planta, arrebatando las almas de todo aquel que tocara su esencia. Aquellos que lo seguían de corazón, conservaron la vida. Los miembros de la Hermandad Roja que protegían el edificio, perecieron. El dios sin rostro culminó su crecimiento en cuanto alcanzó la azotea. Se quedó mirando la profundidad de las calles, buscando a su objetivo. Ella no podría evitar la llamada. Tras un tiempo esperando, la deidad gigante perdió la paciencia. Convocó al Gran Maestre ante él. Oscar Dero se elevó intangible a través del cuerpo de su amo. Se situó frente al rostro oscurecido con la misma posición reverencial que había adoptado en el interior del edificio.
–Está obligada a acudir y este hecho no ha sucedido. El control sobre Jaziel es menor del que esperaba. Significa que se ha fortalecido a la par que yo me he debilitado.
–¿Debilitado, mi señor?
–El suceso de Barcino ha alterado los flujos de poder. En cualquier caso, Jaziel es una diosa menor. Yo soy el Guardián de las Esferas, debería acudir a mí.
–Sé dónde encontrarla. Está en Madridejos, por aquella dirección.
El dios de rostro oculto tomó aire. Acumulaba el poder suficiente para llegar hasta el lugar donde Jaziel se había atrincherado. Exhaló poder que envolvió a todo el edificio. En un instante, el espacio se replegó sobre sí mismo. El dios visualizó los jardines del Palacio de Madridejos. Todo el edificio canciller apareció frente al enrejado del complejo, proyectando una larga sombra sobre la edificación medieval. Las fuerzas de los Heraldos saltaron al césped como si realizaran un desembarco. Los primeros hombres que alcanzaron la valla metálica quedaron electrocutados al instante. Aquellos dotados que habían conseguido traspasar la barrera gracias a su poder, activaron las trampas arcanas. Un guardián desapareció en un agujero de vacío nada más tocar el suelo. Otro fue ahogado por enormes nudos de hierba que surgieron del suelo, atrapándolo en el acto. Aquellos que todavía no habían activado una trampa eran acribillados por las fuerzas de seguridad del Primer Ministro. El Gran Maestre examinó la zona con su visión. Estaba plagada de energía hostil. Había algo que no le gustaba en absoluto.
–Señor, creo que deberíamos elegir nosotros el campo de batalla. Tal vez, si atacamos en otro momento…
–No lo entiendes, mortal. El enfrentamiento debe ser ahora. La realidad se resquebraja a cada instante. Pronto, vuestra realidad se desvanecerá. Nuestra presencia colapsa este plano y Jaziel se está esforzando por realizar este proceso más rápido.
–Creía que podíais vivir aquí, pasar a esta realidad sin consecuencias.
–No, mortal. Sólo yo dispongo de la habilidad suficiente. A pesar de ello, mueren cientos de mundos en los confines de vuestro universo cada vez que traspaso la membrana. Cualquier otro de mis iguales acaba desgastando el tejido de vuestra realidad cien veces más rápido.
–¿Cuánto tiempo nos queda?
–Siete rotaciones a vuestra estrella. No podemos posponer ni un segundo, soy el responsable de este plano.
–Necesitaremos un agujero en sus defensas.
–Comprendo… –La entidad alargó su enorme brazo con rapidez. Cemento y metal se marchitaron como si hubieran transcurrido milenios. Los guardianes Heraldos dirigieron a sus hombres a través de la abertura. Desplegaron un cañón Givotex dentro del recinto y comenzaron a bombardear la fachada del palacio. El oculto se había desprendido del edificio Canciller y avanzó hacia los jardines de dos largas zancadas. En cuanto puso un pie dentro del jardín, un enorme estallido hizo desaparecer el pie por completo. La deidad resopló de dolor y furia, recuperando su posición inicial. El pie se regeneró al instante aunque su esencia gigante disminuyó unos centímetros. El dios de semblante oculto reunió su esencia e intentó traspasar aquella barrera indetectable. Millones de chispas surgieron del choque invisible entre ambas fuerzas. Al cabo de unos eternos minutos, la deidad fue rechazada. Su envergadura menguó esta vez de forma más evidente. Invocó en sus manos la guadaña encadenada. Concentró el poder de nuevo y sesgó la realidad con su arma. La semiesfera traslúcida se rasgó, expulsando energía a presión por la abertura y lanzando al Guardián de las Esferas hacia atrás. El dios de rostro sombrío tiró de la cadena de su arma, recuperando el equilibrio y haciendo jirones la energía defensiva. Como si retirara un velo invisible, la diosa Jaziel se mostró desafiante bajo aquel manto energético. Junto a ella estaba el Primer Hermano en persona. El mortal preparaba un escudo protector para ambos.
Oscar Dero acudió al lado de su señor. Seguía levitando sin perder de vista la calva del Primer Hermano. Cuando envió una oleada de poder contra él, había completado la barrera de protección. Jaziel, mediante un rápido gesto, envió una llamarada hacia el Gran Maestre. Oscar Dero estaba descendiendo en picado, con su pelo blanco ondeando como una estela. La llama le atravesó sin consecuencias. Jaziel entonces alargó su brazo y tomó al Gran Maestre en pleno descenso. Oscar se creía invulnerable, no esperaba que la diosa pudiera tocar su presencia etérea. La mano de la diosa ocupaba todo el pecho del mortal. Sintió que un frío intenso lo abrasaba durante un segundo. A continuación, se sintió caer; acabó chocando contra el cuidado césped del jardín. El brazo de Jaziel estaba a su lado, amputado por la guadaña de su señor. Se deshizo en instantes. Sus pulmones se habían escarchado y luchaba por mantenerlos funcionando. Claudio salió al encuentro del dios Oculto. Las jabalinas de luz que se formaban en sus manos salían proyectadas hacia el titán. La mayoría hacía blanco en la cadena de la guadaña. Se movía rauda, interceptando las lanzas de luz con similar velocidad. Jaziel gritaba desesperada, sorprendida por la amputación. El dios partió en dos al Primer Hermano con un lanzamiento certero de su filo en media luna. Pasó su enorme pie sobre él hasta llegar a Jaziel y dar el golpe de gracia. El Primer Hermano no había fallecido. Del cuerpo partido surgieron dos copias exactas que atacaron por la espalda al titán. Las saetas de luz se clavaron en los gemelos de la gran figura. Fue la distracción necesaria que la diosa estaba esperando. Oscar Dero pudo ser testigo de la última acción de Jaziel. Del brazo amputado surgió un cartílago terminado en punta; supuraba un líquido negro. Atravesó el costado del guardián de las Esferas. Jaziel retorció aquel nuevo apéndice con una sonrisa sádica en su cambiante rostro. Al fin dio con ella. Había localizado el alma humana que anclaba al dios con aquella realidad. Nada más tocarla, la sustancia oscura absorbió la fuerza vital de Eloísa. El Gran Maestre sintió como el pánico lo invadía. El cuerpo titánico del dios se desvaneció entre fuego oscuro, como si jamás hubiera estado allí. Antes de desaparecer del todo, la guadaña encadenada cayó frente al Gran Maestre. Las réplicas del Primer Hermano cerraron su retaguardia. Se quedó observando como el arma de su dios empequeñecía y se oxidaba hasta ser un reflejo empobrecido de su imagen original.
–Todo ha acabado, señor Dero. Retire a sus hombres o serán masacrados.
En el lugar de la brecha, sus agentes retrocedían. Seis golems de asfalto atacaban sin piedad a cualquier invasor cercano. El cañón había sido destruido. Uno de sus hombres lo sostenía, cubierto de brea caliente. Los hombres de la Hermandad habían recuperado el jardín y disparaban a la desorganizada vanguardia. No pudieron ir más allá de los diez metros. El Gran Maestre seguía perplejo ante aquella inesperada derrota. El rostro cambiante de Jaziel quedó fijo en el Gran Maestre. Sabía que todo terminaba en aquel instante.
Ágreda había visto caer al guardián de las Esferas. En aquel momento supo que el asalto había fracasado. Usó su terminal para comunicar con el edificio Panteón. Ordenó la retirada de todas las fuerzas de los Heraldos. Corrió hacia el Gran Maestre, disparando sobre las copias del Primer Hermano. Consiguió abatir a una, la segunda fue herida por la espalda. Jaziel estaba a punto de atravesar a Oscar Dero con su muñón supurante. Ágreda se lanzó hacia su superior, evitando el golpe en el último instante. Pulsó el dispositivo de retirada mientras sostenía al Gran Maestre por debajo de los hombros. Él seguía sosteniendo con perplejidad la oxidada guadaña con cadena. El escenario alrededor de ellos se desmaterializó. Aparecieron dentro de un círculo de transportación en el salón del Gran Maestre. Inés se dirigió inmediata a atender a Oscar. Ágreda lo arrastró fuera del círculo hasta el diván de la sala.
–¿Qué ha salido mal?
–Todo –respondió la Suma Guardiana –. Eloísa ha muerto. El señor de las Esferas no puede ayudarnos. Prepara nuestra huída, habrá represalias.