
La isla de la abundancia








El trirreme buscaba tierra firme desde que la tormenta lo sacó de la ruta habitual. Aquello había sucedido cinco días atrás. El capitán Adrastos penetraba con su aguda vista el horizonte sin divisar tierra. Las provisiones se habían agotado, necesitaban una playa donde abastecerse de víveres y agua. La noche alcanzó el mar reposado, dejando a los setenta y ocho tripulantes desolados. Por la mañana, la suerte sonrió al trirreme llamado Eustace. El vigía africano había divisado tierra firme, indicando la nueva dirección a seguir. La tripulación introdujo los remos en el mar y reunieron las pocas fuerzas que les quedaban para alcanzar la costa. Remaron hasta que la quilla quedó fijada a la arena de la playa. Una vez varado, el trirreme fue izado y depositado cerca del pequeño bosque frente a la costa. Adrastos observaba la vegetación, esperando encontrar vestigio de algún nativo. Los hombres que terminaron de acomodar la embarcación esperaron órdenes.
–Theron, reúne a veinte hombres. Hay que recoger agua y alimentos. Yo me llevaré a diez en aquella dirección. Tal vez podamos comerciar con algún pueblo indígena.
–Desconocemos donde estamos, capitán Adrastos. Los aborígenes pueden ser hostiles.
–Iremos armados. Llevaremos arcos y lanzas, además de las falcatas. Todo animal que cacemos será necesario. En cuanto a los nativos, trataremos con ellos de forma pacífica. El resto de hombres que monten un campamento en esta zona. Quiero el Eustace vigilado por turnos.
Los dos grupos se adentraron en la frondosidad de aquel bosque mediterráneo. Theon dirigió a sus hombres hacia el oeste. Adrastos tomó rumbo norte, siguiendo el pequeño riachuelo con el que apagaron su sed. Sentía que los dioses lo empujaban por aquella dirección. Siguieron tan sigilosos como una partida de caza. La frondosidad del bosque se abría en un pequeño claro. En él, Adrastos vio las figuras femeninas de dos cazadoras. Lanzaban sus lanzas a una cierva, que saltaba, ágil de un lado del riachuelo al otro. El capitán del Eustace vio la oportunidad. Sacó su arco y apuntó con rapidez a la cierva. El animal cayó al suelo, con el cuello perforado. Al delatar su posición, las mujeres se aproximaron con cautela. Adrastos hizo salir a los hombres de sus escondrijos. En cuanto se vieron superadas en número, las cazadoras reaccionaron con ademanes violentos. Adrastos ordenó a todos entregar sus armas.
–Somos marineros extraviados. Hemos llegado a esta isla por accidente. Pretendemos recoger provisiones y continuar con nuestro viaje.
–¿De dónde vienen, viajeros?
–Procedemos de Corinto. Una tormenta nos desvió de nuestra ruta comercial hacia Cirene. Tenemos en nuestra bodega catorce ánforas de aceite y doce de vino. Podemos intercambiarlo.
La cazadora más veterana se quedó pensativa. Con una sonrisa, les indicó a los hombres que la siguieran. A poca distancia, una empalizada camuflada a la perfección guardaba el poblado más extraño que habían visto nunca. En su interior había mujeres de todas las edades. Cuando Adrastos preguntó por el jefe de aquel clan, la cazadora fue muy clara.
–No hay hombres. Thyra es nuestra soberana. Tendrá que explicártelo ella.
La casa central del poblado pertenecía a la líder de aquella tribu femenina. Mientras esperaban a que la mujer se presentara ante ellos, fueron atendidos de la mejor forma posible. Agua y alimentos eran ofrecidos desde jarras y bandejas de plata. Los hombres tomaban las raciones con velocidad y rudeza, algo que no parecía molestar a las nativas. Ellas observaban, curiosas, aquellas reacciones. Aunque eran construcciones sencillas, las casas distaban mucho de ser incómodas. Gozaban de gran amplitud, alcanzando los dos pisos de altura. La técnica de construcción era simple y eficaz, guardando las formas circulares y con acceso a pequeños estanques de agua. Los invitados habían sido congregados en el centro de la aldea y agasajados con comida. Cuando más cómodos estaban entre aquellas mujeres, apareció la matriarca por la puerta de su cabaña. La imagen de la matriarca era severa aunque la belleza de la mujer estaba acentuada por un sencillo maquillaje. Pidió explicaciones con voz potente y áspera. Adrastos se inclinó como muestra de respeto y sumisión.
–Soy la jefa Thyra. No recibimos a extraños en esta isla desde hace mucho tiempo.
–Mis hombres y yo no pretendemos molestar. Queríamos salir de sus tierras en cuanto tuviéramos provisiones suficientes.
–Entiendo –la matriarca examinó al capitán sin perder detalle. –Antes de marcharse, deben hacernos un favor.
–Siempre que esté en nuestra mano, gran matriarca.
–Como han observado, los hombres no existen en nuestro pueblo. Los perdimos en la guerra contra la isla de Koren.
–¿Qué necesitan? ¿Soldados?
–Esta noche daremos una fiesta. Tendrán que acudir todos a la celebración. Serán nuestros invitados.
–¿Eso es todo? ¿Una fiesta?
–¿Es demasiado pedir, capitán?
–Para nada, estaremos con vosotras en cuanto caiga la noche.
Tras decir aquello, Thyra se introdujo en su hogar sin dar más explicaciones. Los hombres fueron escoltados hacia la salida de la aldea, retirándoles todos los privilegios de los que gozaban con sorprendente rapidez. En cuanto regresaron al campamento, sus corazones vibraban con la invitación de aquella mujer. Adrastos encomió a los hombres a prepararse para el festejo.
–Capitán, puede ser una trampa.
–No tienen ninguna razón para hacernos daño, Theron. Si lo prefieres, escoge a diez hombres que quieran quedarse contigo y haz guardia hasta mañana. Si no hemos regresado, sabrás que nuestro destino ha sido el más nefasto de todos. Estará en tu mano vengarnos o regresar con el Eustace a mejor puerto.
Los marineros se marcharon hacia la aldea nativa, dejando en el campamento a los once custodios del barco. La llegada se produjo con redobles de tambor y arpas. Las chicas más jóvenes lanzaban pétalos de flores sobre los recién llegados. Las más veteranas tomaban a cada uno de ellos por el brazo y los llevaban a la mesa del banquete. Thyra fue la última en tomar el brazo de Adrastos, que lo sentó a su lado. El ambiente era tan acogedor que los hombres se integraron con perfecta sincronía. Sus cuernos fueron llenados con el vino que habían traído. Las verduras se regaron con el aceite de sus ánforas. Pronto la temperatura de la fiesta se incrementó. Comenzaron los bailes junto a la música. Las provocaciones de ellas levantaron los ánimos de todos. En cuanto los estómagos estuvieron saciados, los cuerpos de hombres y mujeres se entrelazaron de forma irremediable. Thyra llevó al capitán hacia su lecho, forzando el coito con aquel hombre.
–Necesito tu semilla. Entrégame el germen necesario para la vida.
La orgía en la que había derivado aquel festejo se prolongó durante toda la noche. Los hombres reponían fuerzas con rapidez, bebiendo vino y comiendo los manjares que las mujeres habían preparado. Una detrás de otra iba impregnándose de la semilla de cada marinero. El placer era tan intenso que toda la tripulación del Eustace quedó desorientada. Con cada nueva mujer que abrazaban, el tiempo se detenía. Solo existía el placer, el sentimiento que despertaban aquellas mujeres se convirtió en el único motivo para vivir.
Adrastos aprovechó que Thyra dormitaba para respirar aire puro, fuera de su cabaña. Dos chicas salieron a su paso aunque las rechazó con delicadeza para más tarde. La vista desde aquella aldea era inmensa. De pronto, recordó las palabras que dijo a Theron, su segundo de abordo. Con el sigilo de un gato montés, descendió de la aldea hacia la costa. Para su sorpresa, el barco había desaparecido. Theron y los diez marineros que se habían quedado con él, habían partido de la isla. Dio la vuelta, arrepentido por no haber sido más rápido en advertirles. A pocos metros del riachuelo, un anciano le salió al paso.
–Por fín te encuentro aunque parece imposible… Te mantienes igual que antaño…
–¿Quién es usted, anciano?
–¿No me recuerdas? ¿Tanto he cambiado? Soy Theron. Llevo sobreviviendo mucho tiempo en esta isla, intentando llegar a la aldea. Os dimos por perdidos.
–¿Nos perdimos? ¿En la aldea? Ha pasado solo una noche, por todos los dioses…
–Para vosotros, tal vez. Para mi han pasado unos veinte años. Difícil de calcularlo.
–¿Y los hombres? ¿Y el Eustace?
–¿El Eustace? Se pudrió cuatro o cinco años atrás. Los hombres aguantaron conmigo todo lo que pudieron. El último en morir fue Kozma, hace seis meses. Ven conmigo. Debes ver algo que descubrí hace un tiempo. Pensé que se trataba de todos vosotros.
–¿De qué hablas? ¿Por qué no me lo cuentas?
–Debes verlo con tus propios ojos. Sígueme.
Theron fue a la zona este de la isla. Llegó hasta la ladera más encrespada donde los acantilados cortaban la tierra de forma abrupta. Allí reptó hasta la entrada de una cueva. Al pasar a su interior, Adrastos contempló los huesos y ropajes de aquella gente.
–Eran hombres; supuse que los huesos pertenecían a mis compañeros desaparecidos. Llevo varios años pensando que era el último superviviente.
–Son los huesos de los hombres de la aldea… Ellas mataron a todos aunque no entiendo por qué…
–Si es cierto lo que dices, el resto de la tripulación está en peligro. Debes sacarlos de allí –contestó Theron.
–¿No vienes conmigo?
–Te acompañaré, si así lo deseas. No puedo luchar aunque tengo algo que puede ser útil. Toma estas raíces. Ayudan a alcanzar a Morfeo a los diez minutos de tomarlas. Las iba a usar para dormir los últimos días de mi vida, cuando estuviera demasiado débil.
Tanto el anciano Theron como Adrastos regresaron riachuelo arriba hacia la extraña aldea. El capitán pidió a su compañero que permaneciera escondido entre la maleza mientras él pensaba un plan. Como si de una sombra se tratara, el hombre trepó la empalizada y se introdujo en el pueblo. Fue detectado a los pocos pasos de caminar por la calle empedrada más ancha. Dos de las mujeres se aproximaron a él. El erotismo hipnótico que desprendían volvió a cautivar a Adrastos. Las chicas bailaron alrededor del hombre, reduciéndolo al instante. Una lo sujetaba hasta deslizarlo hacia el suelo, la otra montaba sobre su cintura, una vez tumbado. Antes de que terminaran con él, las dos fueron espantadas por Thysa. Sustituyó a la mujer que lo cabalgaba.
–¿Dónde has estado? Me tenías preocupada.
–Me he entretenido con otras aldeanas, espero que no te importe.
–Siempre que me concedas la semilla, no me importa.
Con un movimiento más agresivo, Adrastos se vio obligado a verterse dentro de la matriarca. Cuando realizó el último espasmo, ella lo abandonó sobre el suelo empedrado de la calle. Se levantó a duras penas, camino a la mesa donde los alimentos eran abundantes. Repuso fuerzas y observó a su alrededor. Sus hombres seguían fornicando con aquellas aldeanas. Las cuencas de sus ojos eran más profundas. Los huesos se marcaban con nitidez bajo sus pieles. El propio capitán vio su reflejo en una de las bandejas de plata. El semblante de la imagen lucía tan demacrado como el de sus compañeros. Los estaban consumiendo poco a poco. Tomó los polvos de raíz que Theron le había entregado. Las mujeres de la aldea no probaron ni la comida ni el vino. Sin embargo, bebían el contenido de las ánforas doradas. En apariencia parecía agua. Era lo único que ellas necesitaban. Se acercó a las ánforas y depositó el polvo de raíz, repartiéndolas entre todas. Cuando no quedó más de aquel polvo envuelto en hojas, tomó dos ánforas y fue ofreciendo un trago a cada aldeana con la que se topaba. Cuando estuvo seguro de que todas habían bebido, incluida la matriarca, esperó a que hiciera efecto.
Las mujeres fueron cayendo en un profundo sueño. Fue tan paulatino que las últimas no advirtieron el sopor de sus compañeras. En cuanto los marineros estuvieron libres de sus captoras, Adrastos los guió fuera de la aldea. El capitán fue a buscar a Theron, su segundo de abordo. Lo encontró entre la maleza, tal y como lo dejó la última vez. Por la pulcritud de sus huesos, el cadáver lleva años descompuesto.
–A la costa, debemos fabricar un nuevo barco.
Ante las preguntas de qué había pasado con el Eustace, Adrastos solo pudo contestar que fue devorado por el tiempo. No consiguieron tumbar el primero de los árboles. El silbido de las flechas alcanzó a los hombres que iniciaron el trabajo. El efecto de las raíces narcóticas había durado menos de lo esperado. Adrastos ordenó devolver las flechas a sus atacadoras pero estaban ocultas entre la maleza del bosque mediterráneo. Ellos caían como moscas mientras ellas permanecían invisibles. El capitán observó la masacre de sus hombres, atravesado por flechas en un costado y la pierna derecha. Pronto, los alaridos de dolor fueron silenciados. Vio a Thyra salir de la maleza. Su cuerpo había cambiado, al menos parte de él. De cintura para abajo tenía cuerpo de serpiente. De cintura para arriba, seguía conservando aquella belleza regia de mujer.
–Eráis lamias… Lamias desde el comienzo…
–Así es, mortal. Ya tenemos lo que necesitábamos de vosotros. Podéis morir en paz.
Con un movimiento certero de su lanza, Thyra perforó el corazón de Adrastos, poniendo fin a su vida. A continuación, tomaron los cuerpos esparcidos por la playa. Con la sangre, confeccionarían la bebida que las mantenía jóvenes. La semilla de aquellos hombres aseguraba una siguiente generación.
