La posada Sombría
Howard se llenó de emoción cuando abrió las puertas del local. El dueño se marchó corriendo en cuanto entregó las llaves a cambio de la bolsa del oro. Las escrituras ya estaban a nombre del nuevo propietario. Su sueño se había cumplido, tenía la posada más famosa de la ciudad. Hizo pasar a su esposa con los gemelos en brazos. El olor intenso del vino escondía un hedor de fondo. Limpiaron el establecimiento a conciencia durante su primer día. Una vez estuvo listo, Howard colgó el letrero de latón en la banderola. Se balanceó cuatro veces hasta quedar quieto. La posada Sombría había abierto de nuevo al público.
Los inconvenientes llegaron de inmediato. Un enano de barba trenzada montó en cólera cuando supo que no quedaba cerveza de su tierra. Tuvo una pelea con un bárbaro forzudo que había tachado de orín de centauro la cerveza propia de los enanos. Howard miraba impotente aquellos golpes bestiales. Al final, cuando el salón principal estaba arrasado, el bárbaro y el enano bebieron juntos. Reían a mandíbula abierta. El local había quedado destrozado. Se pasó la noche recogiendo y arreglando desperfectos. Su esposa lo ayudó nada más dormir a los niños. Estaba preocupada desde que entraron.
–¿Crees que ha sido acertado comprar esta posada?
–Margaret, confía en mí. Esta es la posada más famosa de todo Rophean, la gente viene a propósito a hospedarse aquí. Solo tenemos que mantener a los clientes contentos.
La joven mujer agachó la cabeza y siguió frotando el suelo. Howard sonreía aunque albergaba cierto temor. Había gastado todo el oro por aquella posada. Era algo que no le había contado a su esposa.
A la mañana siguiente, se presentó un estrafalario personaje ante su puerta. Llamó con insistencia. Su rostro estaba oculto por una amplia capucha de hechicero. Los bordados de su túnica negra formaban extrañas runas. Howard abrió los postigos y dejó entrar al encapuchado con cierta cautela. Era bajo de estatura. Sus botas ensanchadas en los pies le resultaron llamativas. Cuando bajó el capuchón, el posadero saltó hacia atrás, asustado. El rostro de aquel tipo estaba cubierto por un enorme pico anaranjado, plano y largo. La cabeza estaba cubierta por un fino plumón de color marrón. Su mirada reflejaba una furia contenida motivada por la reacción del posadero.
–Perdón, señor –dijo Howard–. Mis más humildes disculpas. Esperaba ver un rostro humano debajo de la capucha. Un niño, para ser más concreto.
El humanoide graznó con desdén. Sacó una tarjeta de papel de su amplia manga y la extendió hacia el posadero. Howard tardó un rato en comprender las runas.
–¿Hechicero de limpieza?
–¿Dónde está Pike? –su voz era vibrante, aguda en extremo.
–Se ha marchado. Ahora el propietario soy yo. ¿Qué hago con este papel?
–Es mi tarjeta de presentación. Hago servicios de limpieza. ¿Dónde está Pike?
–Le he dicho que se ha marchado. Me ha vendido esta propiedad. Si no es mucho pedir, me gustaría saber qué hace aquí.
–Ofrecer mis servicios, por supuesto. –El hechicero subió con dificultad hasta uno de los taburetes frente a la barra. –Cobro diez peniques de plata a la semana. Ponme un hidromiel.
–¿Y por qué cobras, exactamente?
–La limpieza. Restauro el local siempre que sea necesario. Limpio las habitaciones y friego la vajilla.
–Con hechicería, supongo. –El humanoide asintió con el pico. Esperó unos instantes.
–¿Dónde está mi hidromiel? –Howard, paralizado desde que entrara el extraño, se apresuró en poner la bebida. La dejó sobre la mesa, El hechicero se quedó mirando con enfado el vaso. Howard buscó detrás de la barra algunas pajas secas de trigo. Tomó una de ellas y la introdujo en el recipiente. El hechicero acercó su pico a la pajita y bebió. Alzaba el pico hacia el techo en cada trago.
–Estoy confundido. He visto Enanos en este establecimiento. Una vez vi a un mediano. Sé reconocer a un centauro o un troll, obviamente. Nunca había oído hablar de hombres-pato.
–Es una patética historia.
–¿Es usted el único?
–Somos unos setenta en esta ciudad. Nuestra colonia natal está en el país de Sitos.
–¿Por qué es patética su historia?
–Porque la existencia de nuestra especie se debe a una maldición. –Ante la mirada expectante de Howard, el hechicero se decidió a contar la leyenda. –Dicen que un pueblo de hombres llegó hasta la laguna de la montaña Silu. Allí se dedicaron a hacer fechorías. Unos dicen que forzaron a las hijas del dios a copular con ellos. La historia más extendida es que acabaron con el ave sagrada de la laguna. Entonces Silu bajó de la montaña lleno de cólera y castigo a aquellos hombres, convirtiéndoles en el ave que habían extinguido, dando por origen a nuestra especie. Putos dioses… siempre manejándonos a su antojo…–El hechicero miró de pronto a Howard –¿Eres adorador de Silu? –El posadero negó con la cabeza.
–Sigo a Serolo, dios de la fortuna. Mira, tengo su runa. –Howard mostró una piedra colgando de su cuello.
–Peor para ti. No muestres tu cariño por Serolo en público. Se ve con malos ojos el culto a los dioses. Sobre todo a la tríada sagrada, Arestes, Sanae y Danae. Rophean reniega de todos ellos. Por eso me gusta esta ciudad.
–¿Cómo se puede vivir al margen de los dioses?
–Con hechicería, amigo posadero. ¿Entonces qué? ¿Tenemos trato?
–¿Qué trato?
–La limpieza, supongo que necesitarás mi ayuda. Pike era incapaz de fregar un solo plato.
–Mi familia me ayudará a…
–Tu esposa te abandonará cuando tengáis que parar la décima pelea en el salón principal. O tenga que limpiar la letrina de un hombre de las montañas, lo que ocurra primero. –El posadero quedó pensativo un momento. Aquel ser tan estrafalario le intrigaba aunque no tenía motivos para desconfiar de él. Se vio estrechando la mano del hechicero. Era de un tacto suave gracias al plumón. Sus dedos eran como los suyos, con uñas más pronunciadas. –Trato hecho, entonces. Puedes llamarme Sak. Ahora he de irme. Me pasaré esta noche para comenzar el trabajo. –Salió del local colocándose la amplia capucha de hechicero y se perdió por las estrechas calles de Rophean. Cuando Howard le comunicó la noticia a su esposa, ella suspiró de agotamiento.
La posada comenzó a bullir con clientes desde temprano. Varios jornaleros tomaron el desayuno en su salón. Más tarde, cinco estudiantes llegaron a almorzar. Otros tantos viajeros probaron el estofado de ternera de su mujer. Por la tarde, la clientela buscaba los barriles de las bebidas más fuertes. A última hora de la tarde, apareció un bardo que frecuentaba la posada con Pike. Pidió tres peniques de plata por actuar hasta el día de Arestes. Howard pagó sin discusión y siguió con el trabajo. Tendría entretenida a la clientela durante cinco días. Las canciones del bardo vistieron con música el salón principal. El bárbaro y el enano se conmovieron con la triste historia de Danae. Ante la insistencia del enano por la cerveza de su tierra, Howard había comprado un barril para él solo. Había jurado acudir a la posada Sombría hasta que se acabara. Ellos dos fueron los últimos clientes de aquel día. Se marcharon canturreando las canciones del bardo. Estaba echando los postigos cuando llamaron a la puerta. Recordó la visita de Sak, el hechicero. Retiró los tablones y la hoja de madera fue impulsada con fuerza, echando hacia atrás al posadero. Dos hombres de mirada aviesa y sonrisa podrida pasaron al salón principal. Howard se arrastró por el suelo de su posada, tomó un taburete desde las patas y lo levantó frente a aquellos hombres.
–¿Dónde está Pike? Nos debe una semana de protección.
–No… No está. Yo soy el nuevo propietario.
–Nos envía Harr. ¿Sabes quién es Harr? –Increpó el segundo, sacando una reluciente daga.
–No sé quién es aunque sospecho que me traerá problemas.
–Exacto. Pike nos debe cien peniques de plata. Si él no está, nos los tienes que dar tú.
–¿Por qué razón?
–Por la protección de gente como Harr. –Los dos hombres se encararon al posadero. Tenían toda la intención de coserle a puñaladas. En aquel momento, la sombra de un encapuchado se proyectó a sus espaldas. Con su particular voz, atrajo la atención de los camorristas.
–¿Tú quién eres?
–Sak. Hechicero de limpieza. He traído mis herramientas de trabajo. –El recién llegado entonó una canción mientras gesticulaba en el aire. Al momento, apareció frente a él una figura de agua. El elemental se quedó cerca de su amo, protegiendo al hechicero. –Si queréis conservar vuestra vida, es mejor que os marchéis. Puedo hacer que os ahogue en cuestión de segundos.
Los dos rateros se miraron entre sí. Bajaron las armas y salieron del salón principal, mirando fijamente a la pequeña figura.
–La semana que viene, posadero. El dinero tiene que estar la semana que viene o Harr te hará picadillo.
La figura menuda se apartó de la puerta, desvelando su pico. Los dos rufianes murmuraron unas palabras entre ellos y se alejaron a toda prisa. El elemental de agua comenzó a extenderse por el salón principal, barriendo la suciedad a su paso. Howard dejó el taburete en su lugar y se aproximó al hechicero.
–¿Conoces a esa gente?
–Los he visto en otras tabernas de la zona. Trabajan para un extorsionador. Es peligroso.
–Iré a ver al alguacil.
–Está comprado por Harr. Tiene a todos los guardias bajo su control.
–Entonces estoy metido en un buen lío. He gastado cada moneda de oro que tenía en este local. No puedo pagarle.
–¿Tienes veinte peniques de plata? No los necesito ahora mismo aunque puedes contratar a alguien que conozco para que te proteja.
–¿De quién me hablas? –El hechicero formuló un breve cántico mientras realizaba sus extraños gestos. Un elemental de aire flotó frente a él y fue directo a las cocinas. Los platos sucios fueron volando a un barreño que el elemental de agua había llenado.
–Es un mercenario, no tiene mucho aprecio por el dinero aunque odia a Harr. Lo detesta desde que llegó a Rophean.
–Puedo tener veinte peniques dentro de unos días.
–En ese caso, te adelantaré yo mismo el dinero. En cuanto termine de limpiar, iremos a ver a Murok. Es más impresionante que yo, ve preparado.
–¿Vas a presentarme a un minotauro?
–Veo que tienes dotes para la adivinación. Es buena gente, no le entusiasma la multitud aunque se encuentra cómodo entre humanos. Vive en un establo, cerca de aquí.
–¿Cómo lo conociste? ¿En otra taberna? –El hechicero bebió dirigiendo su pico al techo.
–A los dos nos gusta el juego del Peckre. ¿Te gusta el Peckre?
–No lo conozco.
–Pues si quieres tener más clientes, debes conseguir un tablero de Peckre.
El posadero asintió mientras la escoba pasaba a su lado, manejada por manos invisibles. Margaret salió de la cocina, sosteniendo a los niños. Su mirada era interrogativa. Howard tuvo que explicarle los métodos de limpieza que estaba empleando Sak. Ella formuló una plegaria a Serolo y volvió al interior.
Cuando Sak terminó el trabajo, Howard ya se había colocado la capa. Daba pequeños saltos de impaciencia. Se movieron furtivos de esquina en esquina, evitando a la guardia de la ciudad. La noche los ocultaba. Pronto llegaron al establo donde vivía Murok. El minotauro mostró alegría cuando vio al hechicero. Hizo pasar a sus invitados a su parca vivienda. Les ofreció agua y un guiso de verduras con especias. Los dos rechazaron el ofrecimiento. Sak explicó la situación a su amigo Murok. En cuanto pronunció el nombre de Harr, el minotauro bramó de furia. Aceptó proteger al posadero de aquel infame ser. Howard se encontró estrechando la mano gigante del guerrero.
Algo más tranquilo, Howard regresó a su establecimiento y siguió el trabajo con normalidad. Pasaron los días y fue conociendo a su clientela fija. El bárbaro se llamaba Narok. El enano que siempre lo acompañaba era Drayfus. Los estudiantes preparaban los exámenes para entrar en la escuela Úlgrin de alta hechicería. Los jornaleros reforzaban la muralla de la ciudad por órdenes del capitán Siel. Se iba aclimatando a su nuevo hogar. Margaret asumía la nueva situación en silencio. A pesar de las dificultades, el negocio daba dinero. Podía ganar siete peniques de plata al día, después de pagar tanto a Sak como a Hulfred, el bardo. Sus actuaciones llenaban el local de clientes. Estaba a punto de transcurrir la semana. Howard propuso a su mujer alquilar una pequeña habitación para ella y los niños. Margaret asintió, conocedora del riesgo que corría su familia. Con el tiempo, dejaría de ir por aquella posada.
Llegó el día de su ultimátum. La mañana había transcurrido con normalidad hasta la hora del almuerzo. Los hombres de Harr se presentaron a por el dinero cuando más clientela había. En cuanto los vio avanzar por la calle, Howard salió al exterior. Portaba su escoba como única arma. No iba a permitir que molestaran a sus clientes. Tragó saliva al ver a cinco hombres con las armas dispuestas. Echó un vistazo a su alrededor. La guardia abandonaba la calle, ocasionando una oportunidad de oro para los malhechores. Howard aguantó en la entrada todo lo que pudo. Las piernas le temblaban.
–¿Te acuerdas de nosotros, posadero? Le debes ciento cincuenta peniques de plata a Harr.
–Creía que eran cien peniques.
–Los intereses son semanales.
–No puedo pagar. He conseguido guardar unos treinta peniques desde que me dieras la noticia de mi deuda.
–Tranquilo, nos los llevaremos. Harr quiere tu posada. La venderás por el dinero que nos debes.
Howard fue a replicar pero sintió una mano en su hombro. Sak había llegado. Por el otro extremo de la calle, en dirección opuesta, avanzaba Murok. Su pelaje negro y sus resoplidos espantaban a la poca gente que quedaba en la calle. Sostenía un hacha de batalla.
–¿Otra vez tú, pato? ¿Metiéndote donde no te llaman?
–Trabajo aquí, sois vosotros los que estáis donde no os han llamado. –Sak entonó un cántico e invocó a sus elementales de limpieza. Howard levantó la temblorosa escoba. Aquello entretuvo a los rufianes el tiempo suficiente para que el minotauro se acercara por la espalda. La carnicería que montó en apenas cinco segundos fue de masacre. El hacha cercenaba brazos y piernas allá donde caía. El portavoz del grupo se volvió para verse frente aquella mole negra de grandes cuernos. Una enorme mano se cerró sobre el cuello del rufián.
–Quiero que Harr me conozca en persona. Tú me llevarás a verle.
Murok se cargó al hombre a sus espaldas y siguió las temblorosas indicaciones hasta alejarse de la posada Sombría. Sak había comenzado a limpiar los restos de la masacre. Revisó las pertenencias de los rufianes, entregando la mitad del dinero al posadero y almacenando las armas en la entrada de la posada. Los miembros amputados fueron recogidos por el elemental de aire, que se los llevó volando más allá de la muralla. El agua había deshecho todo rastro sangriento. Sak instó a que Howard le invitara a un hidromiel. Los clientes de la posada volvieron a atender sus platos de comida cuando el posadero pasó al salón. El bárbaro y el enano se mostraron molestos por no haber participado en aquella pelea. A continuación, dieron un espaldarazo a Howard. Ofrecieron su protección reforzando su pericia con las historias de sus viajes. Alardearon de sus hazañas hasta la caída de la tarde. Murok apareció con las últimas luces del día. Su cuerpo estaba repleto de pequeñas heridas aunque él parecía insensible a ellas. La mirada furiosa del minotauro se había desvanecido. Sak fue al encuentro con su amigo entonando una canción y realizando varios gestos con las manos. Las heridas de Murok se cicatrizaron con rapidez. Su hacha descansaba sobre el hombro, goteaba sangre del filo. Se acomodó en las butacas enormes del salón principal, frente a la chimenea. Howard sacó una olla con verduras para su invitado. Murok aceptó con educación. El posadero regresó a la barra y puso otra jarra de cerveza para el enano. Sak preparaba un tablero de Peckre frente al minotauro. Realizó el primer movimiento y esperó. Howard sonreía mientras atendía a un grupo de clientes recién llegado. Necesitaban alojamiento por aquella noche. Les invitó a pasar y les puso las bebidas que pidieron. Había alcanzado el sueño de su infancia, solo quedaba disfrutarlo.