Las hermanas Connelly
Eran los forajidos más temidos de aquel lado del Mississippi. La banda de Coyote Salvaje arrasaba con trenes, caravanas y diligencias. Nunca se habían atrevido a atacar el pueblo de Green Creek, hasta aquella noche. El banco del pueblo voló por los aires con doscientos kilos de dinamita. Al menos así lo hizo la fachada trasera. Tomaron la caja fuerte a golpe de lazo y la arrastraron hacia el desfiladero de Maxwell, donde tenían su guarida. Dejaron a su paso una estela de polvo, muerte y destrucción. Los aullidos de la banda se fueron perdiendo en la lejanía. En el pueblo, los tablones demolidos ardían con poca intensidad.
El sheriff fue el primero en llegar. A pesar de vivir en las afueras, alcanzó Green Creek antes que sus hombres. En seguida encontró la razón. Los dos alguaciles yacían sin vida cerca de los escombros. Otros dos hombres habían caído muertos, eran Joe Mediapierna y Jake Bosky. Abandonaban la cantina los últimos y eran buenos pistoleros. Poco a poco, la gente fue poblando la calle. Llegaban con antorchas y armas de fuego. El juez McKennie encabezaba el grupo. Dos mujeres se desprendieron de aquella masa humana. El llanto de ambas se unió cuando descubrieron los cadáveres de sus respectivos maridos. Las mujeres de los alguaciles se abrazaron, desconsoladas. Fueron arropadas por la multitud.
–¡No podemos tolerar este infierno! –dijo el sheriff Melbourne. –La semana pasada cayeron Mike y Donnie. Tan solo queda el joven Willy como ayudante. ¿Cómo voy a establecer la ley? Este trabajo te deja con los pies por delante en menos de dos semanas. Nadie quiere arriesgar su pellejo con tanta prisa.
–Mañana saldremos hacia el desfiladero. Les daremos caza, otra vez.
–¡Nada de eso! –La voz que interrumpió al Juez era la de Marie Connelly. –La última vez perdimos a siete hombres. Los forajidos a ninguno.
–Váyase a descansar, mujer –dijo el juez –. Mañana convocaré a los hombres y volveremos con las cabezas del Coyote y sus secuaces. No necesitamos su consejo, Marie.
La mayor de los Connelly apretó los labios. Se aproximó a las mujeres y trató de consolarlas. Una cuarta mujer se unió al grupo. Todas eran hermanas. Tras pagar al sepulturero, una hora más tarde, el cuarteto se dirigió a casa de Rheda, la más joven de ellas. Audrey y Jade lloraban a intervalos. La pérdida personal era inmensa. Sobre las viudas sobrevolaba la ruina económica. Una vez en casa de Rheda, Marie reunió a todas en el dormitorio de su hermana. Se tumbaron todas en el único lecho, recordando episodios de su niñez. Tanto Jade como Audrey recibieron más atención.
–Recordad lo que decía padre. Debemos ser fuertes. Mucho más que los hombres. De lo contrario, nos pasarán por encima. Nos pisotearán, como hicieron con la tía Daisy. Demostraremos en este pueblo que somos hijas de Silvester Connelly.
Las palabras de Marie calaron en las cabezas rubias, asintiendo mientras recordaban a su difunto padre. Se quedaron dormidas con la memoria de tiempos más felices. Todas menos Marie. Sus pensamientos estaban fijos en la venganza. Cuando las tres cabezas rubias despertaron, Marie había preparado el equipo para las cuatro.
En la plaza del pueblo se acumulaban los pocos hombres que quedaban en la zona. La mayoría eran granjeros. El juez McKennie usaba una caracola de latón procedente de su gramola personal. Alentaba a todos a unirse en una partida de castigo. La mayoría se sentía forzado a participar. El sheriff Melbourne encabezaba el grupo, inscribiendo a los participantes frente a la comisaría.
Las hermanas Connelly aparecieron vestidas como hombres. Portaban armas y munición suficiente para asaltar la ciudad de El Paso. Marie estaba adelantada a sus hermanas. Levantó la mano y las tres se detuvieron.
–Deje de inscribir a futuros cadáveres. No va a haber una partida de castigo. Se han perdido demasiadas vidas.
–¿Y qué propones hacer, mujer? –dijo el juez, dejando la caracola metálica en el suelo.
–Iré con mis hermanas, sé dónde se esconden.
–Entonces iremos todos. Los acribillaremos. –Marie negó con rotundidad.
–Tienen vigilantes, están apostados a lo largo del desfiladero. Darán la alarma y podrán emboscarnos. Es lo que hicieron la última vez. Debe acercarse un grupo pequeño, capaz de pasar sin ser detectado.
–¿Y van a ser ustedes? Es un suicidio.
–Lo único que necesitamos es su cooperación. El sheriff necesita nuevos ayudantes, ¿verdad? Acepte a estas cuatro suicidas. Mejor perder las vidas de cuatro mujeres infelices que de más hombres honrados.
El juez meditó un momento. Hizo una seña al sheriff Melbourne, accediendo a aquella petición. Entró en la oficina y salió, poco después, con las insignias en forma de estrella. Las entregó a Marie y al resto de sus hermanas.
–Espero no tener que recoger vuestros cadáveres del acantilado.
–Todo es posible, sheriff. Deje que vea su armería.
Las cuatro prepararon los caballos que el juez les había cedido y partieron a la caza de Coyote Salvaje. Marie tomó los quince cartuchos de dinamita que guardaba Melbourne en su almacén. Después montó el caballo con la agilidad de un cuatrero. Las estrellas relucientes con el sol del mediodía dieron la espalda a los habitantes de Green Creek. Iban al encuentro de la venganza y la muerte. El trote fue suave durante todo el camino. Antes de que el desfiladero Maxwell se alzara ante ellas, descabalgaron. La ladera, poblada con árboles bajos y matorrales separados, les ofrecía algo de cobertura.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Jade. Rheda se apresuró a desbocar las monturas para que pastaran.
–Nos mantendremos por aquí ahora. Tenemos que localizar a los vigilantes. Haremos guardia.
–¿Qué haremos si nos descubren?
–Fingiremos que estamos en apuros. Cuando tengan la guardia baja, los mataremos. –Marie abrió su camisa y sacó una Derringer de su corpiño.
–No he visto nunca una pistola tan pequeña. ¿Es capaz de matar? –preguntó Audrey.
–Te lo aseguro, la he probado. Guardo otra en la media.
–¿No tienes miedo a que se dispare?
–No la llevo amartillada. Tengo más para vosotras. Están en la alforja derecha.
–¿De dónde las has sacado? –dijo Rheda, buscando en el lugar que su hermana indicaba.
–Son cortesía de Hilton, el armero.
–¿Y por qué te estás quitando la ropa?
–Soy el cebo, Jade. No voy a permitir que vosotras paséis por esto. Contaré con vosotras para cubrirme. Si todo sale mal, estas armas tienen dos balas. La primera es para el cabrón que intente violaros. La segunda es para vosotras.
Una vez sin las prendas de hombre, Marie dio instrucciones a sus hermanas. Posicionó a Audrey detrás de unos matorrales con el rifle. Rheda estaría subida en las rocas que iniciaban el desfiladero con su Winchester. Jade debía esconder los caballos en la hondonada antes del camino de subida. Después, vigilaría el camino en lo alto de la cuesta. Marie se adentró en el barranco medio desnuda. Las hermanas se prepararon y ocuparon sus puestos. Tras media hora de travesía por el escarpado terreno, dos hombres le salieron al paso. Sonreían, tal y como Marie había previsto. Sus armas apuntaban hacia el suelo. Querían intimidarla.
–Mira lo que nos ha llovido del cielo, Joe. Esta rubia parece perdida.
–No tiene ropa, Nick. Si va así de ligera es porque quiere divertirse.
Marie corrió de vuelta pendiente arriba. Se mostraba asustada y chillaba con exagerado miedo. Trataba de que sus hermanas localizaran su voz. En pocos segundos, los hombres la habían alcanzado. Joe la tomó por el brazo y Nick la derribó. Cuando fue a coger la pistola oculta en su corpiño vio la cabeza de Joe sangrar por su lado izquierdo. Poco después llegó el sonido del disparo. Rheda había tumbado al hombre, dejando a Nick sorprendido al ver a su compañero muerto. Marie empuñaba su pequeña Derringer frente al bandido. El disparo fue directo a la ingle. Uno de los testículos se volatilizó en el acto. Nick se agarró la entrepierna, cayendo de dolor al suelo. La hemorragia bañaba sus manos. Marie se puso en pie, arrastró al hombre tullido hacia el lugar donde esperaban sus hermanas. Rheda apareció poco después, ayudando a Marie a arrastrar su pieza. Cuando llegaron al enclave elegido, el hombre apenas podía mantener la consciencia. Marie fue directa con él.
–¿Cuántos hombres hay vigilando?
–Ahora, cuatro…
–Si me mientes, te meteré la mano por ese agujero hasta que llegue a tus entrañas. Después tiraré con todas mis fuerzas.
–El Coyote nos pone a vigilar dos por cada gruta… lo juro…
–¿Dónde está la siguiente entrada?
–A media milla, cerca… del centro del desfiladero. –Nick luchaba por mantener los ojos abiertos. La sangre encharcaba sus piernas.
–¿Y la siguiente?
–dos millas… en la misma dirección.
–¿Cuántos sois?
–Cerca… de… cien…
El bandido cerró los ojos. Su cuerpo no tenía suficiente sangre. Marie se volvió a vestir con las ropas de jinete. Tomando todas las armas que pudo, se encaminó al puesto que había ocupado Rheda. Audrey siguió a sus hermanas mientras Jade vigilaba con el revólver desenfundado. Las tres fueron capaces de localizar a los dos guardianes de la siguiente entrada. Los abatieron con facilidad. La última gruta supuso un reto mayor.
Seis hombres se agolpaban en la entrada, alertados por el eco de los disparos. El sonido se extendía dentro de las grutas con intensidad. Aquello provocó la retirada del trío. De vuelta con Jade, Marie decidió recurrir a la dinamita.
Colocaron cargas explosivas en las dos primeras grutas. Rheda había encontrado un repecho perfecto para el contraataque. Acumularon todas las armas y la munición en aquel lugar. Estaban por encima de la última entrada, con un ángulo de tiro perfecto. Explosionaron las cargas, bloqueando ambas entradas. A continuación, Rheda y Audrey dispararon sobre los seis hombres antes de que dieran la alarma. Todo aquel estruendo hizo salir a la banda de Coyote Salvaje con las armas a punto. Cuando asomaban, eran recibidos con una lluvia de plomo. Cuando más de veinte cadáveres se agolpaban en la entrada, los forajidos permanecieron dentro.
Rheda y Marie descendieron por el desfiladero con agilidad. Sus hermanas cubrían su avance con los Winchester. En la entrada, prendieron la mecha de los últimos cartuchos que les quedaban. Se alejaron desfiladero arriba, dejando explosionar la dinamita. El derrumbe de la ladera sepultó la gruta, tal y como había ocurrido en las entradas anteriores.
Las hermanas se reunieron en el enclave que escogió Marie. La mañana daba paso a la tarde y el estómago les rugía debido al esfuerzo. Tras agotar las provisiones que habían traído de casa, prepararon los caballos. Abandonaron el desfiladero Maxwell, llegando a Green Creek bajo el asombro de todos los hombres. El juez McKennie y el sheriff Melbourne descubrieron sus cabezas cuando pararon frente a ellos.
–Ahora podéis mandar a los hombres. Que lleven picos y palas, hay un botín que rescatar. Y que tengan cuidado, puede haber alguna rata.
Marie se quitó la estrella y se la lanzó al sheriff. Sus hermanas la imitaron, alejándose al trote por la calle principal. La luz del atardecer recortaba las siluetas de las salvadoras del pueblo.