Mitad dragón
El príncipe Sianic regresaba hacia Theras, la capital de su reino. Había perdido a su montura en el desfiladero de Libbei, jamás se hubiera imaginado que las tropas enemigas llegaran hasta el recóndito paso tan pronto. El ejército de Joniak estaba más cerca de lo que había esperado. Por suerte para el príncipe, se trataba de un pequeño grupo de exploración. Tenía en su posesión el pergamino que el cuervo le había encomendado buscar. Estaba agotado aunque podía ver las murallas de su ciudad mucho más cerca. Sangraba entre los pliegues de su coraza. La vaina estaba vacía, había perdido la espada en algún momento durante la refriega con los exploradores. Tal vez quedara bajo su caballo. Recordó matar al último soldado con sus propias manos. El enfrentamiento había empezado bien, derrotando a cuatro de los seis soldados que fueron sorprendidos por la espalda, ellos tampoco esperaban a aquel jinete solitario. El quinto fue el que mató a su montura, atravesando el cuello del animal con su lanza. El príncipe Sianic tuvo tiempo de saltar del caballo antes de que muriera y caer sobre el lancero con todo su peso. El soldado recibió de lleno el impacto, sorprendido por la temeraria maniobra. Sianic desató su furia con aquel desdichado, ignorando a su último contrincante. El sexto soldado castigaba la espalda del jinete mientras el príncipe mataba a su compañero a golpe de guantelete. La armadura desviaba el filo hasta que una estocada se introdujo entre los pliegues de su coraza. El cuero frenó la estocada y evitó ser ensartado pero no así la herida. Sianic se volvió, aguantando el dolor de su costado derecho, hacia su último adversario. El soldado sonrió al príncipe con la punta de su espada teñida de rojo. Lanzó una nueva estocada que golpeó en la armadura. Fue entonces cuando Sianic tomó el brazo de su adversario. Empleando los
conocimientos marciales con los que el cuervo lo había adiestrado desde niño, desarmó a su oponente y lo hizo caer al suelo. Empleó hasta el último hálito de sus fuerzas para acabar con aquel soldado. Fue un acto desesperado y cobarde, sin dar oportunidad de defensa al sorprendido rival. El príncipe sabía que si aquel hombre se levantaba de nuevo, no le quedarían fuerzas para luchar. Estaba desangrándose poco a poco y acusaba un severo cansancio. Con una piedra del camino, abrió cabeza y yelmo del soldado como si de un melón se tratase. La estrelló hasta tres veces contra el soldado. Respirando con dificultad, se puso en pie y tomó los fardos de su montura caída. A lo lejos, grandes nubes de polvo delataban la posición del ejército. Las tropas de Joniak avanzaban sin descanso y el príncipe Sianic debía llegar cuanto antes a Theras si quería tener una oportunidad de salvar a su reino. En aquel momento veía las murallas, demasiado lejanas para llegar aunque suficientemente cercanas para ser escuchado. Rebuscó en su mochila y sacó un cuerno adornado con engarces de plata. Sopló todo lo fuerte que pudo. Lo hizo una vez más y aquel esfuerzo fue el último recuerdo antes de caer rendido.
Recobró el conocimiento. Habían suturado la herida de su costado. El cuervo estaba a su lado, vestido con su clásica túnica negra. La princesa Ágata le sostenía la mano. Se encontraba de nuevo en sus dependencias.
– ¿Cómo he llegado aquí, cuervo?
–Fue el capitán Zaen el que escuchó la llamada. Reconoció al instante el tono del cuerno y salió a uña de caballo hacia ti. –Ágata emitía las palabras cargadas de emoción. Apretaba levemente la mano de Sianic. –Te he cosido yo misma, mi señor.
Él sonrió por primera vez a su esposa y la besó, ahogando una mueca de dolor. Retiró la mano de la presa de su mujer y se la llevó al costado. Su expresión se tornó grave.
–Déjanos; quiero hablar con el cuervo a solas. –Ella evitó mostrarse ofendida aunque obedeció al instante. Tras cerrar la puerta, el príncipe se volvió hacia el consejero. –Están a pocos cientos de leguas; hasta el paso de Libbei está cortado en este momento.
– ¿Has conseguido el pergamino? –El consejero no había cambiado su semblante serio. Miraba con cierto grado de compasión a su pupilo. Era todo un hombre pero siempre sería aquel niño osado bajo los ojos del cuervo.
–Lo encontrarás dentro de un estuche de cuero. –Sianic se incorporó de la cama con precaución. Los puntos le tiraban de la piel y tenía miedo de abrirlos. Su consejero desenrollaba el pergamino, buscando el punto más iluminado de la habitación. El rollo refulgía a contraluz. Sianic cubrió su cuerpo amoratado con la ropa nueva que Ágata había preparado para él. El semblante serio del cuervo se hizo más severo según leía el pergamino.
– ¿Quieres continuar con esto?
–Así es, ya hemos hablado sobre ello.
–Puedo realizar el sortilegio sobre otra persona, todavía no tienes heredero.
–Sabes que no puedo confiar en nadie, debo hacerlo yo mismo. No hemos encontrado a los espías de Joniak. ¿O lo hemos logrado durante el tiempo que he estado fuera? –El consejero negó gravemente con la cabeza. Su calva refulgía bajo la luz del día que entraba por la ventana.
–Puedes confiar en el capitán Zaen, él te salvó la vida.
–El capitán Zaen siempre ha sentido devoción por mí, por eso lo necesito a la vanguardia de nuestro ejército. Ya tiene las instrucciones de batalla. Debo ser yo, cuervo. No confío en nadie mejor. Y si mi reino tiene que desaparecer, que lo haga empezando por el príncipe Sianic.
– ¿Dónde lo haremos?
–En el patio de armas. ¿Cuánto tardarás en hacer el sortilegio?
–Una hora.
–Estarán presente todos los capitanes, quiero que me identifiquen en el campo de batalla. –El consejero asintió levemente. Antes de marcharse se volvió al príncipe Sianic por última vez.
– ¿Estarás preparado?
–Lo sabrás en el momento adecuado, como yo. –El consejero sonrió a su pupilo y marchó a preparar el ritual.
El patio de armas estaba iluminado por cuatro grandes fuegos. En el suelo empedrado se habían escrito con cal los nombres de los dioses formando un círculo. El príncipe Sianic se encontraba en el centro junto a su consejero, que sostenía el refulgente pergamino. Explicaba con su potente voz la situación desesperada a la que estaban sometidos. No dejó que los murmullos crecieran y ofreció la solución señalando al hechicero.
– ¡La magia del cuervo nos concederá la victoria! ¡Dejad que entone el cántico de los dioses y comprobad su poder!
El cántico resultaba embelesador para quien lo escuchaba aunque el príncipe Sianic notó dolor desde el primer instante. Mientras que para el resto de personas congregadas la hora pasó en un instante, para el príncipe fue una intensa agonía. Su transformación fue progresiva. El cuervo iba retrocediendo según crecía el cuerpo del príncipe, manteniendo la entonación de su cántico. Todo su ser se transformó durante los sesenta minutos de aquella dolorosa hora. Brotaban alas membranosas con lentitud y su piel se poblaba de duras escamas, blandas al principio, duras como el acero al finalizar la transformación. La ropa se había hecho jirones con el lento proceso de crecimiento. El patio de armas quedó pequeño ante la envergadura del dragón en el que se había convertido Sianic. El cuervo se situó frente a la criatura, viendo comprensión en los ojos y reconociendo a su pupilo detrás de aquella mirada. Los tambores del ejército invasor ya eran audibles en la ciudad.
– Sianic, ya sabes lo que hay que hacer. –De un pequeño salto, el dragón alcanzó la muralla del castillo. Desplegó las alas torpemente hasta alcanzar una posición adecuada para el planeo. Se dejó caer hacia el vacío y pronto sintió el instinto natural de la bestia.
El ejército invasor avanzaba por el valle. Estaba compuesto por veinte mil soldados de Joniak, bien preparados para la guerra. La caballería enemiga no había podido acceder por las escarpadas montañas de Libbei. Todos los jinetes viajarían a pie y rezagados por sus monturas. Sianic voló alto, ocultándose entre las nubes para bajar como la furia de los dioses desatada. Enormes bocanadas de fuego barrían el estrecho sendero, carbonizando a su paso monturas y soldados por igual. El pánico hizo el resto del trabajo. Sin espacio para maniobrar, muchos caballos arrastraron a los jinetes hacia el vacío. La caballería había sido aniquilada antes de que llegara al campo de batalla. El dragón se dirigió hacia el valle para comprobar con satisfacción como el capitán Zaen había atacado con todo el ejército. Había dividido a sus soldados en dos fuerzas que hostigaban ambos flancos de la formación enemiga, obligándolos a permanecer agrupados. Sianic vomitó más fuego sobre la formación enemiga hasta agotar la última llama de sus fauces. Entonces tomó tierra y atacó sin piedad a todo soldado enemigo que veía. Sus fauces y garras eran tan efectivas como el fuego de su aliento. Su cola podía barrer una fila entera de soldados y las alas lo elevaban en un instante para caer sobre un nuevo objetivo. La cólera del dragón se desató en su interior. Sianic mataba con precisión a cada soldado enemigo, causando una masacre en la formación. Zaen no quiso exponerse a la furia de su príncipe dragón y ordenó un repliegue tras las murallas. El leviatán quedó rodeado de cadáveres cuando su fervor estaba en lo más alto. El intento de invasión había fracasado.
Sianic voló de regreso al castillo, donde tomó tierra en el patio de armas. El cuervo lo esperaba junto a su esposa Ágata, preparado para devolverle su naturaleza humana. La cabeza del dragón se situó frente a él y aquella vez no hubo reconocimiento. La mirada de su pupilo se había desvanecido. Por el contrario, una bestia depredadora había ocupado aquellos ojos, llenándolos de ferocidad. El príncipe Sianic se había hundido en aquella criatura. El cuervo no tuvo opción de reaccionar. Las fauces se cerraron sobre él, dejando solo las piernas mutiladas en el suelo. Ágata gritó de pánico pero pronto fue silenciada. La pata delantera del dragón la aplastó contra el suelo. Devoró los restos de la princesa cuando hubo tragado al consejero. El destino del resto de la corte fue similar aunque no todos fueron exterminados. Estaba dotado de inteligencia y pronto demostró ser un gobernante tan despiadado como cualquier humano. Aquel día, la ciudad de Theras cambió a su príncipe humano por un rey dragón.