Nueces vacías antes del invierno
Oscar Dero, Gran Maestre de la Orden de los Heraldos, temblaba de terror ante la repentina transformación que había sufrido Eloísa. Ella era el vínculo que usaba su dios para manifestarse. La altura de la chica se incrementó y el aspecto andrógino envuelto en un manto de oscuridad, causaba pavor a quien lo observara. La entidad estaba furiosa. Oscar le había entregado la joya conocida como el Ojo de Jazim. Nada más tocarlo con esas manos delicadas, Eloísa mutó a su aterrador aspecto conforme la ira del dios creció.
–¡Está vacío! –Dijo la colérica deidad. –¡Es un burdo truco de ilusión material! –La joya se desintegró cuando apretó el puño. Oscar estaba de rodillas con la cara sobre el suelo, tratando de formular una frase coherente, sin éxito. Notó de forma sutil como el Oculto le otorgaba cierto valor a su alma y consiguió levantar la mirada hacia él.
–Mi señor, desconocía este hecho. Ni se me ocurriría tratar de engañarle bajo ningún concepto. He creído que poseíamos el verdadero Ojo de Jazim desde el principio.
–No culpo tu incapacidad por reconocer lo auténtico de lo falso. –La entidad habló con cólera contenida. –Es un buen engaño para los ojos de un mortal. Tienes que proporcionarme más poder, el Ojo de Jazim es perfecto para que pueda mantenerme en este plano. Quiero que lo consigas.
–Es muy amable confiando en mí para este cometido pero he de reconocer que no confío tanto en mis aptitudes como lo hace mi señor. Lamentaría mucho no poder cumplir con lo que se me ha encargado.
–Mi interés por conseguir el Ojo de Jaziel es también estratégico. Cumple con mis deseos. –La apariencia pavorosa del dios fue reduciéndose hasta dejar a Eloísa agotada y tambaleante. En pocos segundos la mujer caía sin fuerzas sobre las frías baldosas de mármol. La atmósfera opresora se disolvió en instantes. Oscar se incorporó para tomar el cuerpo de Eloísa y tumbarlo sobre el diván suavemente. Llamó a las demás concubinas, las cinco acudieron al instante y se ocuparon de la elegida. Acto seguido, se dirigió hacia su escritorio personal donde accionó el intercomunicador.
–Rosa, manda a alguien del restaurante dentro de un rato. Que traigan lo de siempre para las chicas y un menú especial.
–¿Es para usted, Gran Maestre?
–Es para Eloísa, se levantará con un hambre voraz. Todavía dormirá dos horas, que vengan para entonces.
–Entendido, Gran Maestre.
–Una cosa más, Rosa. Quiero que convoques a todos los que han tenido el Ojo de Jazim en su poder. Que vengan aquí de inmediato. En especial, al custodio de la Joya.
–¿Se refiere al alcalde Carmona?
–Exacto, a él y a todos los que estuvieron en la ceremonia. Los quiero aquí en el acto.
–Ahora mismo avisaré a la Centinela Ágreda para que se ocupe en persona. –Era el momento de imponer la autoridad que le había conferido el Oculto. Oscar sabía que la gran mayoría de la orden se oponía a su liderazgo. Se dejó caer a plomo sobre el sillón de cuero y sacó del cajón más profundo un frasco con cuentagotas. Se puso una en la punta de la lengua. Llenó un vaso con agua de una jarra medio vacía y disipó el sabor amargo de la sustancia bebiendo tragos cortos. Había notado que su poder se incrementaba estando colocado. Pronto notó el efecto en su mente y se dejó llevar por él.
No sabía el tiempo que había transcurrido, la centinela Ágreda estaba frente a él, de pie, tan recta como siempre. Trató de centrarse en la situación.
–Tu secretaria me ha llamado. He mandado al guardián Ceres a por el alcalde, es de confianza. Le he dicho que vinieran al edificio Mausoleo.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí plantada?
–El suficiente como para verte babear. Mírate, estás en un estado lamentable… No sé como pretendes dirigir la orden dando esta imagen.
–Es una elaborada estrategia.
–Estando así de ciego vas a perderte matices interesantes.
–Tienes razón. Este compuesto es más fuerte de lo que pensaba. –Oscar abrió el cajón y extrajo un tarro pequeño de pastillas. Sacó tres y se las metió a la boca. Tomó el vaso y tragó con rapidez. Ágreda tomo el frasco abandonado sobre la mesa, leyó la composición y lo volvió a dejar donde estaba.
–La elaborada estrategia ahora tiene triple ración de anfetaminas. –La centinela fijó su mirada en los ojos ausentes del Gran Maestre. –Oscar, ahora te lo digo en serio. ¿Sabes lo que haces?
–Tú quédate detrás de mí así, tan estirada como siempre, y sígueme el rollo. –La centinela Ágreda se movió del frente del escritorio al lado derecho del Gran Maestre y mantuvo su posición. Si le molestó aquella orden, no mostró desagrado. El intercomunicador sonó al cabo de un tiempo. Rosa anunció al guardián Ceres.
–Que pasen. Ha llegado el momento de la verdad. –Las anfetaminas lo mantenían despejado. Pasó las manos por su pelo rubio pálido y respiró hondo.
Los cinco entraron al amplio ático del edificio Mausoleo, enfrentándose al Gran Maestre detrás de su escritorio y escoltado por su centinela de confianza. Rosa cerraba el desfile de invitados. La chica rubia saludó con educación a todos los presentes con la gracia de una secretaria recién contratada. Entregó una carpeta al Gran Maestre y se marchó en silencio, cerrando la puerta doble tras de sí. Oscar observó que Rosa le había preparado un dosier con cada uno de los recién llegados. Lo dejó sobre la mesa y puso la mejor de sus caras. Los presentes mostraron cierta confusión cuando el Gran Maestre se levantó del mullido sillón de cuero y estrechó las manos de cada uno de ellos. Se cercioró de que todos tocaban la cicatriz que el Heraldo de la materia y el tiempo había grabado en su piel. Pidió al guardián Ceres que se situara a su izquierda y situó a los demás de pie frente a su escritorio.
–Ustedes cuatro no me conocen personalmente. No he tenido tiempo de presentarme a todos los miembros de la Orden salvo por el memorándum de mi nombramiento. –Todos esperaron en silencio a que el Gran Maestre bebiera unos tragos de agua. –Confío en que mi liderazgo no sea cuestionado, principalmente porque no lo he decidido yo. Nunca he estado interesado en este puesto. Ha sido nuestro jefe, el Heraldo de la materia y el tiempo, el que me ha nombrado su representante. Les he dado la mano para que observen por ustedes mismos la veracidad de mis palabras.
Los cuatro se mostraron confundidos. Todos habían sentido la presencia de la entidad al tocar la mano del Gran Maestre.
–Vuestro jefe, que es el mío, quiere el Ojo de Jazim. El verdadero Ojo de Jazim, no esa réplica que me entregaste, señor Carmona.
–¿Qué réplica?, era el verdadero Ojo de Jazim. Yo mismo lo activé.
–Pues en algún momento después de activarlo, tu Ojo de Jazim se convirtió en mierda sin valor. –Alberto Carmona reprimió una respuesta furiosa. Los otros tres miembros de la orden guardaban silencio con sus miradas fijas en el suelo de mármol blanco. –¿Había alguien más allí? ¿Aseguraste el perímetro?
–Por supuesto. Toda la seguridad estaba garantizada. En cuanto si había más gente, por supuesto que sí. Casi dos centenares de personas más, sin contar a los medios de comunicación y la seguridad interna del Círculo de Bellas Artes. Se lo aseguro, yo no he perdido la joya.
–Lo que dice el alcalde es cierto, Gran Maestre. Soy el responsable de seguridad del despacho. Puedo garantizar que conservamos el mismo estuche con el que llegamos de la ceremonia.
–Usted es Luis Ojeda, –comentó Oscar Dero con un breve vistazo al dosier. – veo aquí que ha empleado todos los medios posibles de protección, incluyendo los sellos Hartman. Es excelente y, sin embargo, la joya ha desaparecido… –El Gran Maestre se quedó con la mirada perdida durante unos segundos. Asentía para sí mientras los cuatro hombres frente a él esperaban una respuesta. –Aún así debo depurar responsabilidades. Alberto Carmona, –el hombre reaccionó con mirada desafiante –tendrá que dimitir como alcalde en un plazo de cuarenta y ocho horas.
–¡Ni hablar! ¡No voy a renunciar a todo por un error que no he cometido!
–De todas formas, debo insistir, señor Carmona.
–¡Yo también insisto! ¡No voy a permitir que venga un pazguato y me obligue a dejar mi puesto! ¡Los comunes me han puesto ahí!
–No es así, los comunes han votado por la Orden de los Heraldos, el Gran Maestre te ha puesto ahí. Ahora el Gran Maestre solicita que abandones tu cargo. Debo dar ejemplo, señor Carmona. Lo mantendremos una temporada a la sombra y le daré un nuevo puesto de su gusto. ¿Qué le parece? Saldrá ganando.
–Es insultante… Nadie habla de esta forma a Alberto Carmona Gray.
–Pero si estoy siendo magnánimo, piénselo un momento.
–Métete tu magnanimidad por el culo, Gran Maestre. Puedes tener por seguro que hablaré con el resto de nuestra orden para que te retiren del cargo y te acusen formalmente de magnicidio. Durán Mateo es el verdadero Gran Maestre. Lo has hecho desaparecer y has ocupado su puesto. No tengo nada más que decirte, usurpador. Acabarás en Manburgo. –Alberto Carmona dio la espalda al Gran Maestre y se alejó unos pasos, decidido a abandonar la sala.
–No he pedido que te marches. –La ira crecía dentro de Oscar como el fuego regado por gasolina. Alberto Carmona fue hundiéndose en el suelo de mármol. Gritaba de pánico y dolor. Perdió el equilibrio y sus manos también quedaron atrapadas, fundidas en la materia. Poco a poco, su cuerpo quedaba fundido con el suelo entre gritos agonizantes de dolor.
Oscar se levantó del sillón. Los otros tres hombres frente a su escritorio se echaron hacia atrás hasta situarse cerca de la puerta. La Centinela Ágreda miraba con asombro como el actual alcalde quedaba fusionado en las losas de mármol, retorcido de dolor. Sus gritos ya no eran audibles aunque su cara reflejaba todo el sufrimiento. Notó como el Gran Maestre la apartaba con el brazo y se acercaba al relieve que se retorcía lentamente sobre el suelo. Oscar Dero estaba fuera de sí.
–Deslealtad, traición, falsas acusaciones, desprecio… Eso es lo que he encontrado tras una propuesta razonable. Si nuestro señor estuviera ahora con nosotros te fulminaría como hizo con Durán Mateo. Eres basura, Carmona. Déjame colaborar con tu asquerosa condición. –El Gran Maestre bajó sus pantalones, sacó su pene y comenzó a orinar sobre la cara de la silueta. Los demás no se atrevieron a moverse. –Toma, excremento humano. Crece, hazte más grande. Conviértete en un enorme saco de mierda.
Cuando hubo terminado, subió sus pantalones y, tambaleante, tomó asiento sobre el sillón de cuero. Con un chasquido de sus dedos, el relieve sobre el mármol se convirtió de nuevo en Alberto Carmona. Su cara estaba empapada y se convulsionaba, tumbado en el suelo, con el vómito al borde de la garanta. La sala se inundó del olor de los jugos gástricos y la orina. Todos, salvo el Gran Maestre y la centinela Ágreda, se cubrieron la boca.
–Rosa, manda a los de limpieza. Disculpen el espectáculo, señores. No tenía intención de ser tan desagradable delante de ustedes. A ver… –Entreabrió la carpeta y leyó los datos que buscaba. –Luis Ojeda, ¿le gustaría ser el nuevo alcalde? –El hombre dudó unos instantes. Miró a Alberto Carmona, limpiándose de rodillas los restos de vómito.
–Podría ocuparme de la alcaldía. Muchas gracias por confiar en mí, Gran Maestre. –Oscar Dero sonrió con alivio.
–Gracias a ti, por asumir este reto. Confío en que las cosas vayan mejor con tu mandato. Señor Carmona… sin resentimientos. Delegue su puesto en Luis y yo le prometo un destino más apropiado para usted. –Alberto Carmona lo miró aterrorizado sin mediar palabra. Un silencio tenso se levantó entre todos los presentes. –Caballeros, pueden marcharse.
La Centinela Ágreda se movió de su posición, invitando al grupo a abandonar la sala. Se detuvo en el señor Carmona, lo ayudó a incorporarse del suelo y lo acompañó hasta el ascensor. Su semblante no había cambiado, estaba cerca del shock. Oscar frenó el avance del guardián Ceres.
–Todavía tenemos que saber qué ha pasado con el Ojo de Jazim. Necesito que me acompañes. Ve a por el coche y espérame en la entrada.
El robusto guardián asintió y se dispuso a cumplir las órdenes. Llegó un hombre de mantenimiento y limpió los restos. Hacía grandes esfuerzos por no preguntar lo que había sucedido. Ante una mirada autoritaria de Oscar, el hombre desapareció tan rápido como había llegado. En el ascensor, se encontró con el camarero del restaurante, le indicó que dejara el carrito donde siempre, apretó el botón sin esperarlo.
Oscar Dero quería ir al Círculo de Bellas Artes. El guardián Ceres dirigió el automóvil sin mediar palabra hasta llegar a su destino. Dejó el coche aparcado en las plazas reservadas. El Gran Maestre se paseó por todo el edificio durante horas. Había recurrido a su poder y desgranaba el espacio-tiempo hasta dar con el momento exacto que deseaba observar. El escenario a su alrededor iba cambiando según su antojo en su retroceso subjetivo por el tiempo. La mente del Gran Maestre se esforzaba al límite, tratando de localizar alguna pista. Invirtió dos horas examinando rostros hasta que reconoció a la chica. Raquel Medina. La vio por primera vez en el incidente de Canalejas. Observó como abandonaba su posición para ir a la sala de exposiciones. Allí habló con un hombre. Poco a poco fue reviviendo los sucesos, moviéndose dentro y fuera del edificio. Terminó en la calle, viendo las últimas escenas del robo. Era ya de madrugada cuando había conocido todos los hechos. Lo peor de todo era que no sabía qué hacer.