Oportunidad de empleo
Pietro regresó a casa con las manos vacías. Había intentado que lo seleccionaran en el puerto como mozo de carga. El señor Burgio escogió a cinco trabajadores, ni uno más. Cada vez había más gente que llegaba del viejo continente. Suponían más competencia y menos oportunidades de trabajo. Regresó a pie, observando las chimeneas de cada barco amarrado en los muelles. Cuando Mariela observó la expresión del marido ya sabía a qué atenerse, otro día sin dinero.
–Ya está bien, Pietro Montalbano. Quiero que hables hoy mismo con Mario Rizzo. Vas a aceptar la ayuda del primo de mi madre de una vez. Siempre está preguntando: ¿Y el bueno de Pietro? ¿Ha encontrado trabajo? Que venga a verme, yo me ocupo de la familia.
–Está bien. Deja de insistir, lo haré. El señor Burgio ni siquiera me ha mirado. Hay otros chicos, mucho más jóvenes, que se llevan el trabajo. Para mí los días del puerto se han terminado.
–Solo tienes que ir a esta dirección y preguntar por Mario Rizzo. ¿Lo recuerdas?
–Claro, estuvo en nuestra boda allá en Sicilia. Parece que fue hace siglos y han pasado casi dos años.
–Él te recuerda a la perfección. Tiene varios empleados con malas pulgas. Mantente firme en que quieres ver a tu tío Mario.
–Lo visitaré hoy mismo aunque nadie oferta un trabajo que merezca la pena en estos tiempos.
–Si dice que tiene trabajo para ti, debes acudir de inmediato.
–Bueno, ya he dicho que iré. Me pasaré sin falta. Deja de insistir con el mismo tema, que me va a estallar la cabeza.
Tal y como había prometido a su esposa, Pietro visitó aquella dirección a última hora de la tarde. Estaba a dos manzanas de la casa que habitaban, en el barrio italiano. El tráfico era cada día más abundante por Manhattan. La segunda generación de vehículos hechos en serie estaba teniendo más éxito que la anterior. Pietro miró con deseo los coches que pasaban a su lado. Le encantaba conducir aunque no tuvo oportunidad de hacerlo desde que llegó de Sicilia. Sentía frío a aquella hora del atardecer. El hielo comenzaba a formarse en las calles. Las chimeneas creaban nubes de humo para mantener las calefacciones altas. Tras veinte minutos de caminata, evitando el hielo del empedrado, Pietro llegó a aquel almacén. No había letrero, solo dos tipos en la puerta de mercancías.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó en italiano uno de los hombres con rostro afilado.
–Hola, amigo. Pregunto por el tío Mario –respondió el hombre con el acento de Sicilia. Los hombres se sorprendieron de que conociera el idioma.
–Aquí no hay ningún tío Mario.
–¿Coincide la dirección que tengo escrita en este papel con la del almacén?
–Es la misma, en efecto.
–Entonces el encargado es mi tío Mario Rizzo. Estuvo en Sicilia hace dos años, en la boda de su sobrina Mariela. –El otro trabajador chocó con el dorso de la mano el pecho del compañero.
–Ah, se refiere al señor Rizzo. Es de la familia, Francesco. Uno de los nuestros, de confianza. Pase usted, lo acompañamos al despacho.
Hicieron pasar al siciliano dentro del almacén. En el fondo, unas escaleras subían hacia dos oficinas de contabilidad. En la principal estaba el patrón de aquella empresa. Reconoció a Pietro al instante. Se levantó y estrechó la mano que ofrecía el hombre de mirada asustada.
–No te preocupes, Pietro. Está todo bien. Deja de temblar, hombre.
–Es de la emoción, señor Rizzo.
–Llámame Mario. Eh, vosotros dos. Este hombre es mi sobrino. Tratadle bien a partir de ahora. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Estoy buscando trabajo, don Mario. Mariela me dijo que usted podía hacer algo.
–Claro que puedo. Vas a ir con Francesco y Vittorio. Hay unas cajas que quiero que me traigáis. Vosotros dos, ya sabéis dónde tenéis que ir. Hablamos después.
Los tres bajaron al almacén y subieron a una camioneta verde cargada de arañazos y abolladuras. Pietro estaba confundido, nunca fue tan fácil adquirir un trabajo. Se acercó a la puerta del conductor y subió a la máquina. Ninguno de los trabajadores puso objeciones. Estaba deseando conducir desde que llegó al país. Lo había hecho con anterioridad, en Sicilia. Durante el trayecto, Vittorio contaba los pormenores del trabajo.
–Se trata de vaciar el camión y llenar este, sin que nadie nos vea. Ese borracho irlandés nos pagará de una forma o de otra.
–¿Por qué tenemos que descargar el camión?
–Porque son órdenes de don Mario, Pietro. Lo ha dicho tu tío –dijo malhumorado Francesco.
–Estoy de acuerdo, pero para qué tomarse tanto trabajo con el camión si podemos llevárnoslo cargado. Conduciré ese trasto hasta el almacén y vosotros me seguís de cerca. Si nos persiguen, cerráis el paso como si no fuera la historia con vosotros. Eso me dará tiempo para ocultar el cargamento.
–Es buena idea.
–Y luego podemos vender el camión, si no lo quiere conservar don Mario.
–Hagámoslo, Pietro –continuó Francesco –. Será más fácil para los tres. Ve hacia Brooklyn, a Bay Ridge. Continúa por el sur de Manhattan, atravesaremos el puente.
La conducción por la ciudad era mucho más fácil que por Sicilia. Las luces de tráfico coordinaban el flujo de circulación, a pesar de que muchos conductores hacían caso omiso a ellas. Tras cuarenta minutos de travesía, llegaron a Brooklyn. Francesco guió a Pietro hacia un almacén en la orilla del Hudson. En la entrada estaba el camión con la mercancía, en medio de una fila con el resto de la flota. Pietro estacionó fuera del área y bajó del vehículo. Francesco lo relevó al volante mientras señalaba de nuevo al camión objetivo. Con tranquilidad, Pietro se aproximó a aquel recinto. Varios trabajadores cargaban el resto de camiones. Se presentó como jornalero y pidió trabajo al que parecía el capataz. Los irlandeses se rieron de él. Lo trataron con desprecio, ridiculizando aquel acento italiano. Francesco y Vittorio observaron como agachaba la cabeza y se alejaba hacia el camión objetivo. Entró en la cabina y prendió el motor a la primera.
–No puedo creerlo, está marchándose sin que nadie lo impida.
–Síguelo, Francesco. Vamos, ponte detrás del remolque antes de que lo echen de menos.
Los dos trabajadores de don Mario siguieron al camión sustraído hacia el norte de la ciudad. Al llegar a Little Italy pudieron respirar tranquilos. Pietro aparcó el camión dentro del almacén. Francesco y Vittorio estacionaron al lado. Los dos bajaron eufóricos por la operación.
–Ha sido más fácil que quitarle el caramelo a un niño.
–Yo estaba temiendo que esos irlandeses nos dispararan en cualquier instante, sin embargo ha sido perfecto.
El trío subió a la oficina de Mario Rizzo y este pagó doscientos dólares a cada hombre.
–Ahora toca la segunda parte, vender la mercancía. Mañana os pondréis a ello. Tenemos miles de cigarrillos. Ofreced cada caja por cien dólares. Nada de vender los paquetes sueltos, hay que quitarse este material lo antes posible. Gasolineras, tiendas de barrio, bares y restaurantes de todo Manhattan deben tener estos cigarrillos mañana por la mañana. ¿Está claro?
–Como el agua, jefe.
–Tendréis el veinte por ciento de las ventas. Descansad.
Pietro regresó a casa algo confundido. Había disfrutado de aquel trabajo. En cuanto Mariela recibió el dinero, sonrió aliviada.
–Mañana he de volver temprano.
–Y tanto que volverás. Mientras sigas trayendo dinero a casa, no te separarás del tío Mario.
A las ocho de la mañana estaba montado en el camión con sus nuevos compañeros. Aquella tarea fue más larga aunque vendieron los cigarrillos con facilidad. Por cada establecimiento que visitaban, colocaban, como poco, una caja. Las gasolineras se quedaban cinco y los restaurantes más concurridos pedían diez. A las doce del medio día habían vendido las quinientas cajas de cigarrillos. Llevaron el camión a un primo de Vittorio. Por otros tres mil dólares se deshicieron del vehículo de los irlandeses. Regresaron al almacén en taxi, pensando en cómo gastar tanto dinero. Pietro guardaba silencio, lo único que quería era que su familia viviera tranquila.
–Buen trabajo, amigos. Cómo me alegro de que estés trabajando con nosotros, Pietro. Ha sido encontrarnos y comenzar a ganar fajos como este de grande. Aquí tenéis vuestra parte. Racionarlo bien porque no hay nada previsto hasta dentro de unas semanas.
–Gracias, jefe –dijeron los tres.
Pietro regresó a casa con más de mil dólares en el bolsillo. Aquello era una fortuna. Una vez en casa, Mariela casi se desmaya de la impresión. La mitad lo guardó ella. Por quinientos dólares compraron un auto Ford de segunda mano y por cincuenta, una pistola. Debían proteger aquella fortuna de una forma o de otra.
Durante meses, don Mario Rizzo estuvo encargando trabajos a sus hombres de confianza. Pietro era el primero con el que podía contar. Daba igual si tenía que cobrar dinero a algún moroso o sustraer mercancía de algún almacén. Era tan efectivo como un revólver. Jamás fallaba en el puesto de trabajo. Después, los hombres se relajaban en el bar aunque el sobrino de Rizzo no se quedaba nunca más tarde de las diez. Regresaba a casa con la paga del día. Mariela había dispuesto una decoración acorde con la época y la sociedad de Estados Unidos. Al cabo de unos meses, consiguieron tener su propio domicilio en el norte de Little Italy. Era un piso humilde aunque suficiente para ellos. Por fin estaban saboreando el sueño americano. Estaban de camino a la prosperidad.
Una mañana, Francesco, Vittorio y Pietro acudieron al almacén donde Rizzo asignaba el trabajo. Don Mario no apareció aquel día. Tampoco apareció en días consecutivos. A finales de la semana, un hombre que aseguraba ser un hermano para Mario, les comunicó la noticia. Mario Rizzo había desaparecido. Antonio Marino dijo estas palabras con el rostro lleno de rabia. Pietro regresó a casa sin saber cómo iba a contar aquella noticia a su mujer. Al final, optó por decirlo como se lo habían dicho a él.
–¿Que ha desaparecido el tío Mario? ¿Eres idiota? Mi tío nunca se marcharía. Alguien lo ha hecho desaparecer.
A continuación, Mariela se echó a llorar, desconsolada. No tanto por la pérdida de su tío sino por la ruina que aquello suponía para el joven matrimonio. Pietro salió del hogar y condujo hasta Brooklyn. Tenía sospechas acerca de los irlandeses a los que habían robado unos meses atrás. Con tomar un par de pintas de cerveza negra en Snooky´s, pudo averiguar algo de información. Prestó atención a los parroquianos de la barra. Pietro era casi invisible. Había tenido suerte de ser atendido. Aquellos irlandeses estaban celebrando algo. Cuando el alcohol les soltó la lengua, un brindis dedicado al desaparecido familiar de Pietro los delató. Tras escuchar la inculpación de aquel crimen, tomó el sombrero sobre la mesa, agarró el abrigo del perchero y salió de Snooky´s hacia la casa de Francesco. Allí contó a su compañero todo lo que había visto.
A la mañana siguiente había un coche en el portal de su casa. Estuvo haciendo sonar el claxon hasta que Pietro asomó la cabeza por la ventana. Fue tanta la insistencia que el lechero miró el auto, molesto por el sonido, antes de regresar al furgón y seguir con el reparto. Francesco se bajó del vehículo e hizo señas para que bajara a la calle. En el interior del coche estaba Vittorio al volante, Antonio Marino y otro hombre que Pietro no conocía. Se presentó como Carlo Cacciatore. Como averiguó a lo largo del trayecto, el hombre desconocido era el jefe de don Mario Rizzo.
–Creo que has averiguado quién ha hecho desaparecer a Rizzo, ¿verdad?
–Así es, señor Marino.
–El señor Cacciatore está aquí para ayudarnos. Llévanos al sitio donde has visto a esos hombres.
Pietro fue dirigiendo a Vittorio por las calles de Manhattan hasta el puente que unía la isla con Brooklyn. Una vez al otro lado del Hudson, los llevó directamente a Snooky´s. A aquella hora tan temprana el establecimiento estaba cerrado. Esperaron los cinco en silencio hasta que aquel pub irlandés abrió las puertas al público. Eso ocurrió cerca del medio día. Una hora más tarde, los hombres que brindaban por Mario Rizzo, entraron en el establecimiento.
–¿Son ellos? –preguntó Cacciatore. Pietro se limitó a asentir. Eran las cinco personas que había visto en plena celebración. –¿Estás seguro?
–Al cien por cien, señor Cacciatore.
–Está bien, vamos.
Los cinco sicilianos bajaron del coche. Vittorio fue directo al maletero y lo abrió con rapidez. Entregó un subfusil Thomson a cada uno de los italianos. En cuanto tuvieron las ametralladoras, fueron directos hacia el pub irlandés. Apretaron el gatillo nada más cruzar la puerta. Los que allí estaban reunidos, recibieron una ensalada de plomo imposible de eludir. Para cuando aquellos hombres cayeron cosidos a tiros, el local estaba destrozado. Como broche final, Marino sacó una botella rellena de gasolina, con un trapo en la boquilla. Prendió aquel trapo y lanzó la botella contra las botellas de whisky y ron, detrás de la barra. Aquel establecimiento comenzó a arder con rapidez. Los cinco sicilianos salieron del local, guardaron las ametralladoras y subieron al coche.
–Pietro, eres un chico espabilado. Mario tenía mucha estima de tu persona. Me gustaría que siguieras con el negocio que él no puede seguir atendiendo.
–Será un honor, señor Cacciatore.
–Ven mañana. Hay que seguir con el trabajo. Tendrás un merecido ascenso.
Pietro asintió a las palabras del nuevo jefe. Estaba deseando llegar a casa y decirle a su mujer que había podido conservar el empleo. Volvían a prosperar. Tenían una estabilidad digna de cualquier norteamericano. Podían crear una familia. Lo hablaron durante la cena, de forma animada, hasta que sonó el timbre de la vivienda. Pietro se levantó a abrir. Al otro lado estaba su compañero Francesco, con cara seria. Él se esperaba lo peor, que Marino hubiera caído por los disparos de los irlandeses o que el señor Cacciatore hubiera sido detenido. Nada más lejos de la realidad.
–¿Qué ocurre, Francesco? ¿Vuelve a haber problemas? –preguntó Pietro en italiano.
–Para mí, desde luego. Yo estaba primero, amigo. Yo iré antes que tú.
Tenía el arma en la mano aunque Pietro no la había visto. La había guardado en el bolsillo del abrigo. Disparó cuatro veces y salió corriendo escaleras abajo. En la entrada, alguien lo esperaba con el coche en marcha. Pietro cayó al suelo, herido de muerte. Solo escuchaba los gritos de Mariela, pidiendo ayuda mientras él se desangraba. Nadie acudió en su ayuda. Aquel trabajo había finalizado para siempre.
1 COMENTARIO
Me encantó. El sueño americano se esfumó en poco tiempo.