Poder verdadero
Oscar Dero asumió el rescate de aquella reliquia como misión personal. El ánfora de Camagüey, como se había bautizado al objeto arqueológico, fue trasladada por orden del Gran Maestre hacia la capital de la provincia isleña. El avión aterrizó a las siete de la tarde, según la hora local. En la península de Iberia serían siete horas antes en el reloj. Había ordenado que custodiaran aquella reliquia a cualquier precio hasta que llegara. No esperaba que fuera a recibirle una división completa del ejército. Aunque había comprado todos los pasajes de ida y vuelta, se pasó el viaje al otro lado de la membrana. La tripulación era la única compañía que tenía y no confiaba en ellos. Contempló durante el trayecto el océano de almas. Horrores oscuros volaban junto al avión, que se desplazaba como un rayo ígneo entre las nubes. A su paso, el transporte quemaba a las criaturas que se cruzaban en su camino. El artefacto cruzaba los cielos, ignorante de aquel plano existencial. Oscar se protegía mediante una esfera luminosa en aquella realidad. Podía ver el vínculo que lo ataba al Oculto, la fuente de su enorme poder. De haber contado solo con su fuerza, jamás habría sobrevivido al titánico viaje. Nadie se percató de su presencia en el vuelo. Cuando desembarcaron, una unidad al mando del general Corniso accedió al avión. Querían retenerlo e impedir su acceso a Camagüey. La Hermandad Roja lo había rastreado.
–No hay pasajeros, mi general. –El soldado informaba a pie de pista, con algo de desconcierto. –El avión está vacío. La tripulación no ha visto a nadie.
–Es posible que sea un señuelo. ¿Han informado nuestros hombres de Santiago? Tal vez intente llegar en barco.
–No, mi general.
–Sigan alerta, puede estar escondido en la bodega.
Oscar Dero se mantuvo en el otro lado de la membrana, observando a los soldados. Mientras estuviera en aquel lugar, sería indetectable. Las palabras llegaban con una sonoridad hueca hasta él. Valoró exponerse y someter a todos aquellos soldados aunque lo descartó de inmediato. Sería un esfuerzo innecesario que solo le haría perder tiempo. Su misión era recoger el ánfora de Camagüey y regresar a aquel mismo avión dos horas más tarde. Debía localizar a Héctor Guadiol, su hombre en aquella zona. Los Heraldos mantenían una presencia discreta en la isla. Nunca mantenían un equipo fijo más de un año. Guadiol llevaba nueve meses en aquel lugar y contaba con un equipo competente. Habían pasado desapercibidos desde que llegaron.
El Gran Maestre pronto encontró una nueva dificultad. Contaban con espíritus de rastreo. Aquellos entes podían verlo con claridad en aquella dimensión, obligándolo a actuar con sigilo. Fue esquivando patrullas de soldados y grupos de espectros pasando del lado tangible al intangible con más astucia que destreza. Saltó a los lavabos, sobresaltando al hombre que acompañaba a orinar a su hijo. Avanzó por el pasillo hacia la sala de espera, donde traspasó la membrana de nuevo hasta el rellano de recepción. En la salida, una enorme avenida dividía las aceras. Pudo ver la cárcel de la ciudad situada en frente de la terminal de llegada. Estaba repleta de elementales psíquicos. Personificaciones del dolor, la frustración o la ira parpadeaban con fuerza por sus alrededores. Su paseo por el otro lado acababa en aquel instante. Si forzaba su avance podría encontrar más problemas de los que era capaz de solucionar.
Oscar Dero salió a la realidad de la isla, comprobando por primera vez la sensación pegajosa del calor. Comenzó a sudar en cuestión de segundos. Conservaba la ropa de la península. En aquel clima cálido con su abrigo de lana y su traje otoñal tardaría diez minutos en desfallecer. Una veintena de taxis se agolpaba en la entrada del edificio principal. Otra patrulla de soldados revisaba la documentación de los recién llegados a la salida del parking. El Gran Maestre se entró en un taxi. El conductor se sobresaltó cuando cerró la puerta del automóvil.
–Es usted sigiloso como un gato, señor.
–Necesito ir al almacén de Teresa, en la Vía Republicana. ¿Sabe llegar?
–Por supuesto, es un lugar muy concurrido. –El conductor encendió el coche y lo condujo hasta la cola que provocaba el control del ejército.
–¿Sabe por qué hay tantos soldados por aquí?
–Es por una redada antidrogas, señor. Al menos eso es lo que me han contado. En realidad, vaya usted a saber…
–Suba el aire acondicionado y marchémonos ya.
El Gran Maestre mantenía su mirada en los cuatro soldados que solicitaban la documentación de los viajeros. La Hermandad Roja mostraba su ira, retorciendo las instituciones para cazarlo. El era culpable, por supuesto. Usó todo lo que estuvo en su mano para desacreditarlos. Hizo pasar a varios de sus agentes por miembros de la Hermandad Roja, creando el caos en las calles de todas las capitales de Iberia. Los durmientes acabaron por repudiar a la orden enemiga. En respuesta, el Primer Hermano hacía uso del aparato del estado. Era seguro que habían llegado los rumores del hallazgo hasta el edificio Canciller. No había un equipo de la Hermandad Roja requisando el ánfora. La razón era que había conseguido mantener ocupada a la secta con sublevaciones locales. Llegó el turno del taxi en el control militar. El Gran Maestre no quiso perder un instante. Descubrirse sería el fin para él. Convocó el poder a su alrededor. Los cuatro soldados se vieron durante treinta segundos inmersos en el otro lado de la membrana.
–Vamos, continúe; no se quede ahí parado.
–Pero… Los hombres… ¡Han desaparecido! –Dero miró intensamente al taxista.
–Avance, le pagaré tres veces más por la carrera. –La mirada amenazante hizo que pisara el acelerador con presteza. El taxi se alejó de la terminal tan rápido como fue capaz. Los soldados reaparecieron, mostrándose confusos entre ellos. No tuvieron tiempo de observar al taxi que había sobrepasado el control, otros vehículos se agolpaban en su fila.
Tras unos minutos de conducción, el taxi se fundió en el tráfico, perdiéndose en los suburbios de la ciudad caribeña. Oscar Dero se quitó el abrigo y la chaqueta. Hizo un ovillo con las prendas y las dejó a su lado. Se pasó las manos por el pelo platino, empapándolo de sudor. Veía la luz de la tarde bañando las palmeras y los arbustos floridos. La explosión de color más el acaloramiento hizo que quisiera estar en cualquier otro lugar. Cerró los ojos un momento, recurriendo a la meditación introspectiva. Examinó los rincones de su alma en busca de la energía necesaria para concluir su cometido. Apartaba mentalmente cualquier obstáculo imaginable que pudiera interferir contra él. Cuando abrió los párpados de nuevo, el taxista había llegado al almacén de Teresa.
El cierre se levantó lo suficiente para que pasara inclinado al interior del local. Su hombre fue el que abrió la puerta. Le dijo al taxista que esperara allí y atravesó el enrejado mientras se remangaba las mangas de la camisa. El olor dulce de la fruta llegó hasta él mezclado con su propio sudor. Héctor Guadiol era un hombre grande, de piel oscura y pelo cortado al raso. El Gran Maestre sintió que representaba la antítesis de sí mismo. Lo rodeaban otros cuatro agentes, dos hombres y dos mujeres. Su aspecto europeo los delataba aunque bien podrían pasar por Hermanos Rojos. Los cuatro presentaban signos de violencia. El que no llevaba su brazo en cabestrillo, estaba con media cara magullada. Una de las mujeres le entregó el ánfora. Estaba metida en una maleta de viaje. La examinó sacándola de su improvisado soporte, relleno de paja. Manipuló la pieza subiéndola y bajándola en sus manos. Era más pequeña de lo que había supuesto, apenas le llegaba hasta la rodilla. Su confección era sencilla, de color pálido. La superficie brillaba con destellos nacarados.
–Hemos tenido muchas bajas para traer este objeto. Había otros interesados.
–Lo sé, desde hace unas semanas hemos entrado en guerra. ¿Recibiste el comunicado?
–Desde luego, lo he leído varias veces –dijo Guadiol con voz profunda –, el problema es que no he encontrado detalles de esta guerra abierta. Aquí las dos sectas hemos alcanzado cierta paz entre nosotros. Ha sido un varapalo tener que enfrentarnos a gente con la que solíamos compartir unas cervezas en el bar.
Oscar cerró la maleta vacía y la arrastró unos metros. Las pequeñas ruedas facilitaban el transporte del contenido. En su mano izquierda, el ánfora parecía ganar o perder peso a cada instante. Aquello lo hizo esbozar una sonrisa. Puso su atención de nuevo en Guadiol.
–Esta guerra no la hemos iniciado nosotros.
–Pero el comunicado decía…
–Sé lo que decía, lo escribí personalmente. La Hermandad Roja nos arrebató el Ojo de Jazim, quebrando el tratado de Capital y entregándonos en su lugar una vulgar falsificación. Se limpiaron el culo con el acuerdo. Custodiar la reliquia más importante de la península suponía todo un gesto de generosidad y confianza. Se convirtió en un escupitajo en la cara cuando descubrimos el engaño.
–¿Y qué? Todos suponíamos que se trataba de un espectáculo destinado a los medios de comunicación. Nadie en su sano juicio confiaría en la buena acción del Primer Hermano.
–Pero esa acción ha traído consecuencias muy graves, Centinela Guadiol. Han despertado su poder. –Oscar Dero tomó una posición erguida y un rictus más serio, rozando la soberbia. Guardó con cuidado el ánfora en la maleta. –Encontraron a un elegido y realizaron el ritual de enlace. La diosa Jaziel se está gestando en su interior como una larva. El problema es que la mariposa que surja, devorará todo a su paso. Adivina quién será su primer aperitivo.
El enorme hombre se rascó la cabeza tratando de imaginar aquella posibilidad. Los demás agentes se miraron con desconcierto.
–Necesitamos un contrapoder, algo que ejerza la misma fuerza en sentido contrario. La supervivencia de todos los Heraldos depende de ello.
–¿La solución es aquella pieza arqueológica? –Guadiol señalaba la maleta que sostenía el Gran Maestre.
–Pudiera ser. Reúne ciertas cualidades. Debemos averiguar a qué deidad estaba consagrada.
–Es el ánfora de Gradia. –dijo la mujer que le entregó la maleta. –Con ella recogía las lágrimas de sus ojos y las vertía sobre la tierra, provocando lluvias torrenciales.
–¿Cómo te llamas?
–Inés, Gran Maestre. Agente de campo. Me especialicé en mitos y leyendas cuando estudié en el edificio Panteón.
–¿Lo sabes todo de esta reliquia?
–Así es, fui yo misma la que la sacó del mar.
–¿Eres dotada?
–En efecto, señor. Tengo formación básica en todas las esferas.
–¿Y su especialidad?
–La esfera elemental, señor; con un uso predilecto por el agua. –la mujer se retiró un mechón de la cara, descubriendo un ojo hinchado y amoratado.
–Puede ser de utilidad, Inés. Usted viene conmigo. Tengo un taxi esperando en la puerta.
–No tengo equipaje ni dinero.
–No te preocupes por eso, trabajarás para mí directamente. –Oscar buscó entre los bolsillos de su pantalón hasta sacar una cartera. Entregó tres billetes de cien denarios a la mujer. –Esto será suficiente para comenzar. Vámonos.
El Gran Maestre tomó por el brazo a Inés y la sacó del almacén. Guadiol se apresuró a abrir el cierre ante las señas impacientes del Gran Maestre. El taxista los esperaba fumando uno de los cigarrillos puros típicos de la isla.
–Devuélvanos al aeropuerto, lo más rápido que pueda. –Oscar Dero sacó otro billete de cien denarios y se lo entregó al conductor. –No hace falta que me entregue el cambio.
El taxista regresó al aeropuerto en un tiempo record para él. Los controles a la salida seguían levantados. Oscar tomó la maleta, agarró por el brazo a su compañera y se encaminó hacia la terminal. El avión despegó de Camagüey rumbo a la península cuando el sol había caído por completo. El Gran Maestre había sorteado los controles de seguridad bajo el constante asombro de la mujer. Inés era arrastrada de un lado de la membrana a otro, sintiendo la oleada de poder que emanaba de aquel hombre. Una vez sentados en los asientos de pasajeros, consiguió relajarse a medias.
–No viaja nadie más aquí, es extraño. ¿Seguimos en el otro lado?
–El vuelo es para nosotros, necesitaba intimidad para transportar esto. –El Gran Maestre señaló la maleta. La había colocado en el asiento vacío de su derecha. Inés seguía aturdida por su travesía anormal. –Me hago una idea del impacto psicológico que has sufrido. El otro lado de la membrana es desconcertante; no debes alarmarte. Lo que acabas de experimentar es una manifestación del poder verdadero. Vas a ver muchas cosas extrañas cuando lleguemos, pronto te acostumbrarás a ellas. Te enseñaré a defenderte y a sacar partido de tus facultades, por supuesto. –Oscar pulsó un botón de su asiento. Al momento apareció una azafata que tomó nota de sus peticiones.
Al cabo de veinte minutos, disponían del menú que ofrecían a los viajeros. Inés recuperó el color de su rostro. Devoró la comida con apetito. El Gran Maestre no había tocado su bandeja compartimentada aunque bebía ginebra de una de las botellas en miniatura. Había vaciado cuatro de ellas, apiladas en fila frente a la bandeja.
–Dado que tenemos unas siete horas de viaje, me encantaría saber la historia del ánfora. No seas tímida, cuéntame todos los detalles.
Inés limpió su boca con una de las servilletas en miniatura. Hizo memoria y se dispuso a contar toda la historia de Gradia. El Gran Maestre escuchaba con atención.