Saber liderar
La entrevista fue en la cafetería del hotel, después de cinco horas de viaje. Me encontré frente a un hombre alto y moreno, ancho de vientre y vestido con camisa. Yo llegaba en camiseta y vaqueros, sin tiempo para mejorar mi aspecto. Era más joven aunque no lo parecía. Me explicaba en qué iba a consistir mi trabajo hablando con lentitud. Yo asentía, más pendiente de la tónica que estaba bebiendo que de las tediosas palabras de Javier. Mi situación económica era lamentable. Pensaba en el dinero que podría ganar, en la ansiedad de mi interlocutor y en si había gato encerrado en todo aquello. Cuando me preguntó por las dudas, negué con la cabeza y me disculpé por los sucesivos bostezos. –Mañana en la formación te quiero ver atento. Voy a examinarte. –Una prueba de evaluación, nada menos. Aquello me sobresaltó, no tenía un examen desde hacía años. Su semblante serio fue convincente así que me lo tomé con sensatez. Una vez en la habitación, me tomé en serio la amenaza y leí con atención todo el material de la carpeta que Javier me entregó al marcharse.
A la mañana siguiente estuve puntual donde se impartía la formación de trabajo y fui una esponja. Fueron cuatro horas por la mañana y otras tres después de comer. Al finalizar el día, me encontré con cinco folios de preguntas y la amenazadora mirada de Javier. –Responde. Cuanto antes termines, antes podrás irte a casa. –Tenía una confianza en sí mismo que me resultaba incómoda. Rellené el examen concienzudamente, intuyendo alguna extraña trampa. Javier lo corrigió allí mismo, en el aula de formación. Me entregó los papeles de vuelta con un ocho escrito en el margen y redondeado en rojo. –Enhorabuena, ahora tienes la oportunidad de ganar mucho dinero. –Su actitud había cambiado, causándome cierto asombro. –Comenzaremos en tu zona el lunes que viene. Prepara todas las visitas que puedas. –Asentí, exagerando entusiasmo. Después de firmar el contrato y cargar con seis kilos de material, viajé cinco horas de vuelta a casa. Para mí quedaba a cargo toda la provincia de Cuenca y comencé a concertar citas. Agoté mi saldo en dos días y conseguí fijar un total de cuatro citas para el día señalado. El lunes siguiente estaba tan preparado como podía estarlo un nuevo responsable de área. Estaba emocionado y sentía cierto orgullo por el cargo. Me olvidé de todo aquello en veinte minutos. El jefe llegó tarde junto con Mónica, su asesora de ventas. Era un encanto y probablemente fuera una belleza de joven. La conocí la semana anterior y se encargó de mi formación la mayor parte del tiempo. Ella afirmaba que seducía a su cliente, algo de lo que no dudé en absoluto. Me invitó a seguir su técnica; la verdad, no me veía seduciendo a un hombre labriego que quería un curso de mecánica para tractores. Por el contrario, aquella veterana meretriz se encontraría en su salsa.
Javier era una olla a presión aquel día. No había conseguido que funcionara internet en los dispositivos móviles. Todo evento en su contra le hacía perder dinero. Empezamos a trabajar con mal pie aunque ofreciendo buena cara. La mayoría de visitas las concertamos en el centro comercial. Mientras acudían las citas a hablar con Mónica, él se dedicaba a gritar por teléfono en otra mesa. Mónica se iba camelando a todos mis clientes, cerrando los tratos a su nombre. –Así se hace, guapo. Estos cuentan para mí, que tú todavía no tienes experiencia. –Miré a Javier con la intención de preguntarle si iba a cobrar alguno de aquellos contratos. Estaba paseando como un león enjaulado por la cafetería del centro comercial con el teléfono en la mano, así que decliné el preguntar. Había llegado la hora de comer y todavía nos quedaba la última visita. Lo único accesible fue tomar algo en el kebab de allí. Otro cabreo innecesario cuando le trajeron lo que había pedido. No le gustaba. Después de un lamentable espectáculo, consiguió que le pusieran algo de su agrado. Estaba convencido de que habían escupido en la comida. A Javier le supo a gloria. Según él, había que mostrar carácter para que no te tomaran por tonto. Un café rápido y cogimos mi coche para ir a uno de los pueblos cercanos donde teníamos la cita. Treinta minutos duró el trayecto donde Javier habló de motivación, convicción en el producto y el dinero que nos iba a reportar. Sonreía con codicia, el tono de voz denotaba una ambición sin medida. Recuerdo respirar y escuchar con detenimiento; todo lo que me llegaba era pura mierda narcisista. La autopromoción llegó a un punto obsceno, seguido de muchos miles de euros de ganancia. Llegamos al pueblo y fuimos directamente a la escuela. Habíamos quedado allí con Adela, una mujer que quería un curso de puericultura para cuidar de los niños por las tardes. Javier se presentó, ofreciendo todo su encanto y sonriendo con amabilidad. Realizó un discurso convincente y la mujer estaba encantada con la formación que iba a realizar. Al cabo de veinte minutos, llegó su sobrina Isabel, una chica joven que quería prepararse las oposiciones de enseñanza. Javier me sonrió y me hizo un gesto. –Toda tuya, José. –Y comencé a hablar.
La vuelta a Cuenca fue una tormenta de gritos. Bueno, no convencí a la chica. El caso es que la mujer que quería el curso de puericultura tampoco firmó. Es cierto que, en mi exceso de celo profesional, busqué por internet los mejores comentarios de nuestro centro. La chica leyó uno por uno y su cuerpo fue mutando del entusiasmo a la decepción, llegando hasta el enojo. Contabilizó más de trescientos comentarios negativos. Tratar de levantar aquellas dos ventas era imposible. Tuvimos que salir de allí bajo las miradas acusadoras de las dos mujeres. Adela se santiguaba, dando gracias a su dios mientras nos alejábamos. Javier se desfogó como nadie. No escuché todo lo que decía pero sí noté como el parabrisas recogía los restos de saliva. ¿Iba a tener un jefe como aquel? Estaba claro, no encajaba en aquel empleo. En cuanto aminoré la velocidad, mi jefe se puso pálido, averiguando mi intención. –Baje del coche. –El hombre me miró confundido. Estábamos en mitad de una carretera comarcal con un acogedor bosque más allá del arcén y el sonido del río al otro lado de los árboles. –No. No me quedaré aquí. Llévame a mi hotel. –Sonreí con educación y volví a repetir la orden palabra por palabra. – ¡No me puedes dejar aquí! ¡Ni siquiera sé dónde estoy! –Le tranquilicé diciendo que había mucho tráfico en aquella carretera, estaba seguro de que alguien lo acabaría acercando a la ciudad. El tío se agarró al asiento y negaba con la cabeza. Estaba enfadándome con él cuando se me ocurrió una idea. Le ofrecí un pasaje por trescientos euros. Lo miré fijamente cuando comenzó a enfadarse. Después abrió su billetera, tenía más de ochocientos euros en ella. Me tiró el dinero con desprecio, arrugándolo en bolitas. Los recogí con paciencia y los desarrugué. Después seguimos el camino en silencio.
Cuando dejé a Javier en la entrada del hotel, salió disparado hecho una furia, cerrando con fuerza la puerta del coche. Me señalaba y gritaba acusaciones de todo tipo. Mónica salió a la calle, escandalizada. Se acercó a la ventanilla, reclamando una explicación. Únicamente levanté mi dedo anular como respuesta. Ella hiperventiló mucho y me dijo algo. No les presté atención, dirigí el coche hacia casa. Los dos quedaron gritando al vacío de las calles. En la cocina conté de nuevo los billetes arrugados y me tomé una cerveza.