
Siete días








El Caronte disparó sus veinte cañones de estribor cuando tuvo a la goleta Santa Cristina a una milla. Los pillaban desde popa, así que pudieron barrer de sur a norte a la embarcación con su artillería. Los daños no fueron tan grandes como había esperado el capitán. La goleta viró para devolver el fuego. El capitán Morris, en el timón del barco pirata, arengaba a la tripulación antes del abordaje.
–¡Vamos escoria! ¡Hundid a los españoles! ¡Fuego!
Una nueva andanada se precipitó contra el Santa Cristina, que esta vez sí recibió severos daños en popa. La goleta viró hacia babor mientras el Caronte recargaba. Esta vez los españoles podían devolver fuego con más fuego. Dispararon quince cañones, todos cargados con tronchamástiles. Esa clase de munición que consistía en dos bolas de acero, encadenadas entre ellas. La munición voló hasta alcanzar al Caronte, impactando varias de ellas en el mástil principal y los otros dos secundarios. Los españoles eran hábiles y su puntería estaba perfeccionada. El capitán Morris blasfemó por la impresión de saberse sorprendido. El mástil cedió sobre cubierta, el velamen y el travesaño cayeron a la mar. La velocidad que llevaba Caronte se vio disminuida por momentos hasta quedar flotando sobre las aguas del Atlántico.
–¡Les haremos frente cuando aborden y nos quedaremos con su barco!
Pero el capitán Morris estaba equivocado. La Santa Cristina viró hacia estribor y continuó su rumbo. Morris observaba, impotente, como su presa escapaba hacia levante.
Su contramaestre, Johnson media sonrisa, subió a la cubierta del timonel.
–¿Qué hacemos, capitán? –Morris se quedó unos segundos en silencio hasta que tuvo la decisión clara.
–Recoged el mástil. Comenzaremos la reparación ahora mismo.
–Tenemos daños severos, capitán. Tardaremos seis días en poder navegar de nuevo.
–Que sean tres. Toda la tripulación debe trabajar sin descanso hasta que podamos navegar.
–Creo que solo accederán si nuestro capitán promete algún incentivo… -Johnson puso la media sonrisa por la que era conocido.
–Gestiónalo como quieras, Johnson. Me voy al camarote. –Antes de acceder al interior del barco, se dirigió a la tripulación. -¡Quiero el mástil en su sitio cuanto antes! ¡Ofrezco un kilo de oro español a cada uno de vosotros si termináis antes de tres días! –Todos exclamaron a favor de aquella propuesta y emprendieron el rescate de las piezas dañadas. Dos de ellos se lanzaron al mar a por los restos de velamen y de los travesaños dañados. Una cadena de hombres se desplegó sobre cubierta para iniciar las reparaciones.
La noche fue llegando y el viento cambió de pronto. Venía húmedo, cargado de malos presagios. De madrugada, el barco se tambaleaba peligrosamente. Johnson llamó a la puerta del camarote del capitán. Estaba sujetando con correas de cuero su baúl personal a la pared del camarote tratando de mantener el equilibrio con el bamboleo continuo del barco.
–¿Qué pasa?
–Capitán, hemos perdido el mástil principal.
–¿No habéis terminado? ¡Sois unos vagos! –El capitán se levantó airado y subió a cubierta, tambaleándose como lo hacía también el barco.
–¿Habéis fijado la carga?
—Sí, capitán. Perdimos el mástil, las olas lo arrancaron de su fijación. La tormenta ha partido el mástil secundario. –El barco se escoró peligrosamente hacia estribor cuando salieron a cubierta. Los dos marinos se sostuvieron con maestría mientras aguantaban las oleadas de agua que se precipitaban sobre ellos. El agua entró en la bodega, cubriendo todo el pasillo hasta la puerta del camarote.
–Poco podemos hacer ahora, Johnson. Asegurad la carga de nuevo y rezad para que Dios nos salve de esta.
El amanecer fue tranquilo. Había regresado el sol, la temperatura era agradable y la tripulación pudo ponerse a reparar el barco. No quedaba ni rastro del mástil principal. El capitán se arremangó las puñetas y se puso a trabajar con todos los demás hasta finalizar el día. Después ordenó al cocinero que hiciera rancho para todos. Durmieron sin problemas.
Al día siguiente, el trabajo fue más lento. Todos estaban doloridos por el esfuerzo anterior. Las reparaciones avanzaban lentamente, el Caronte estaba recostado a causa del agua que había entrado por la tormenta. La mayoría de los tripulantes se esmeraba en sacar cubos de agua de las bodegas inferiores. Aquella noche, Morris decidió hablar con el cocinero para que dividiera la comida. El cocinero se opuso fervientemente.
–¡No sabemos el tiempo que estaremos cerca del mar de los sargazos! ¡No nos mueve ni la corriente!
–¿Tampoco nos mueve la corriente?
–¡Tampoco la corriente! –El capitán se retiró malhumorado y dolorido hacia su camarote y no se levantó hasta bien entrada la mañana.
El tercer día amaneció soleado aunque unas nubes negras amenazaban desde el norte. El viento era escaso pero el barco se movía gracias a la restauración del mástil secundario con madera reciclada de cubierta. Johnson Media-Sonrisa había hecho su trabajo. El capitán dejó su camarote y subió al timón. Chuck Tres-Dedos, el timonel cuando Morris no tomaba los mandos, lo miró con dudas.
–Quédate en el timón un poco más, Chuck. Voy a hablaros a todos. –El capitán esputó por la borda y carraspeó. –¡Mis queridos hermanos! ¡Habéis hecho un gran trabajo! ¡A pesar de haber perdido nuestro mástil principal, el Caronte está navegando al fin en el tiempo previsto! –Todos exclamaron al mismo tiempo. Unos pocos comenzaron a reclamar el oro prometido.
–Entiendo que lo que os haya motivado sea el kilo de oro español que os prometí. Lamentablemente, no lo tengo aquí mismo. –Toda la tripulación, enmudeció de pronto. El capitán Morris notaba como la atmósfera iba solidificándose a su alrededor.
–Eso no quiere decir que me olvide de vuestra recompensa. El Santa Cristina Estará ahora mismo en las islas Azores. Podemos llegar allí y quitarles el oro que cargan desde América.
–Capitán, Habíamos supuesto que el pago por nuestro esfuerzo no iba a requerir arriesgar nuestras vidas de nuevo. –Hubo voces de asentimiento alrededor de Johnson.
–Vamos, vamos. Seamos razonables. La oferta la hice pensando en el botín español. Son ellos los que llevan nuestro dinero.
–Capitán, tenemos daños. Hemos desmantelado la cubierta superior para reparar los dos mástiles, cosido el velamen y fabricado travesaños nuevos. Cumpla con su parte del trato.
–No dispongo de vuestro kilo de oro encima, ¿no es evidente?
–¿Y qué hay del enorme baúl de su camarote?
–Son efectos personales. No tengo allí cuarenta y tres kilos de oro, Johnson. Hay tonelada y media de oro y joyas en el Santa Cristina, es el oro que debemos conseguir.
–¿Qué hay del botín del Armadero? Sé que lo enterraste en Isla Faial, cuando yo era un grumete. Puedes pagarnos con ese oro.
–Si nos desviamos rumbo a Isla Faial no cazaremos al Santa Cristina. ¡Perderemos el botín de nuestra vida!
–No estamos en disposición de cazar nada, capitán. –Morris frunció el entrecejo y se rascó el barbudo mentón. Eran demasiados contra él. Debía ceder a sus exigencias.
–Chuck, pon rumbo a Isla Faial. Con este viento tardaremos un día entero, siempre que la tormenta no nos haga naufragar. –El ambiente se relajó un poco más y el capitán trató de suavizar más la relación con su tripulación. –No tendremos fácil desenterrar el botín. Johnson, escoge a cinco hombres que nos acompañen a por el cofre enterrado. Asume el mando, voy a descansar en mi camarote.
–A sus órdenes, capitán.
Morris no había llegado a los cuarenta años enfrentándose a su tripulación. Aquella sublevación, aunque ligera y carente de importancia, no debía permitirla. En aquel momento no podía hacer nada pero ya tenía trazado un plan. En la ladera norte del Cabeço Gordo tenía guardada una sorpresa. De su baúl sacó dos trabucos y la nueva pistola contra motines que había comprado en Boston. Tenía capacidad para seis disparos, suficiente. Guardó todo bajo su casaca y se limitó a dormitar en su hamaca.
La tormenta tocó de lado al Caronte con fuerte oleaje y ligera lluvia, nada que pudiera preocuparles. El fuerte viento no arrancó los mástiles reparados y arrastró a la embarcación hacia las costas de Isla Faial. En aquel instante, el capitán salió del camarote y tomó el timón. Llevó al barco a la vertiente norte de la isla, donde lo introdujo en una cala agitada por el aire. Nada que ver con las olas de alta mar. Morris dio la orden de lanzar el ancla. Johnson había preparado un bote con los cinco seleccionados sobre él. El capitán Morris bajó por la escala y, cuando hubo pisado el bote, Norman y Fred remaron hacia la playa. Ya había amanecido y la playa resplandecía con la primera luz. Las nubes olvidaron la isla y se dirigieron al oeste. Iban a gozar de sol y calor, a Morris le gustaba.
Llegaron a Cabeço Gordo al cabo de cinco horas. El capitán los había desorientado a propósito hasta que señaló una roca irregularmente pentagonal.
–Es allí. Al pie de aquella roca se encuentra el botín. –Johnson clavó la pala en el terreno de arena volcánica y comenzó a escavar.
–No está muy profundo. Temía que el oro se derritiera si lo enterraba demasiado. Estas tierras escupen fuego. –Johnson y Kleiman sacaban paladas de arena negra con avaricia. Morris permanecía alejado, viendo como los cinco cavaban sin descanso.
–¡Aquí hay algo!
–Estupendo, Johnson. –Dijo el capitán sin alegría –Ahora tenéis que romper el cofre, está cerrado con tres candados y seis cadenas. Golpea fuerte y rompe el cofre, así podremos llevarnos el oro sin problemas.
Johnson golpeó, seguido de Fred, Norman y Kleiman. George y Randall observaban de cerca. Golpeaban una y otra vez con las palas hasta que surgieron chispas. Acto seguido, una enorme explosión lanzó por los aires a los tres marineros, matándolos en el acto. George y Randall cayeron al suelo por la onda expansiva. Hasta Morris perdió el sombrero de capitán debido a la deflagración. Antes de que se levantaran del suelo, Morris remató a los tres insurgentes y apuntó con la pistola contra motines a George y Randall.
–El fabuloso botín que conseguí del asalto al Armadero lo gasté para comprar el Caronte. El cofre lo llené de pólvora. Ahora, vayamos a por el maldito Santa Cristina. Randall, eres el nuevo contramaestre.

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Como las pelis de piratas